Ir de copas
Es una mañana templada de un domingo de agosto. La estadística meteorológica indica que tendría que estar nublado y frío y todo lo hostil que puede ser un domingo de invierno. Pero no. El sol ilumina la ciudad de Buenos Aires con un ángulo de 45 grados, lo que provoca que todas las formas se estiren en un efecto visual de ciudad gótica súbitamente esclarecida. Las sombras tenues se adhieren a la arquitectura y el paisaje, aquietado, le agrega más aire de misterio al encuentro del que seremos parte. El punto de reunión (o de partida) es una esquina del barrio porteño de Almagro. Y solo sé dos cosas: que ahí me voy a encontrar con una persona y que iremos, junto a otros invitados, a un lugar donde cincuenta de los cultivadores más capos de Argentina van a someter lo mejor de su cosecha 2016 a la vista, olfato, paladar y la experiencia de un jurado. Al cabo de unas horas ellos dirán quiénes hicieron los mejores porros del año. Vamos a la edición número 15 de la Copa del Plata. Es la más antigua y tradicional competencia por la marihuana de toda Latinoamérica.
En la esquina del encuentro somos seis, tres mujeres y tres hombres, entre los que está Sebastián Basalo, director y uno de los fundadores de la revista de cultura cannábica THC, quien en esta ocasión, por primera vez, forma parte del jurado. No pregunto quiénes son los otros. Un día antes, por mail, Sebastián advirtió que teníamos que tener el celular apagado durante el tiempo que estuviéramos en el lugar. Y que ese tiempo no lo íbamos a manejar nosotros, sino el ritmo de la competición. Es decir, la regla madre de la Copa del Plata es que una vez que se entra no es posible salir hasta que termine. Falta que nos venden los ojos para llegar, pensé mientras leía el correo, y lo volví a pensar mientras encaramos, a pie, hasta el destino.
Vamos a un lugar donde habrá unas trescientas o cuatrocientas personas fumando y compartiendo porro, escuchando o dando charlas sobre cultivo, mostrando o comprando nuevos accesorios para fumar o cuidar las plantas. Si llegara a caer la Policía sería un escándalo absurdo.
Al cabo de unas seis o siete cuadras llegamos a la puerta de un galpón. Hay que golpear fuerte el portón de chapa para que al abrirse aparezca un hombre grandote, de remera negra y sonrisa amable que habilita el paso y repite lo del celular y la salida. Nos recuerda que es por seguridad de todos. Pasamos gratis porque llegamos con uno del jurado. Pero hay gente que pagó 450 pesos por estar acá y fumar libremente lo suyo. Son hombres y mujeres invitados por los participantes o por los organizadores exclusivamente. La copa no se publicita en ningún lado, ni siquiera en los perfiles cerrados de las redes sociales.
El lugar parece una escenografía post industrial de una película alemana, con techo de chapa a dos aguas, vigas a la vista, paredes de ladrillos y una luz solar suave que entra por las claraboyas. No hay demasiado parentesco entre la sede de la copa y lo que realmente es, al menos por este día: el paraíso de la (mejor) marihuana libre, un espacio fuera de los radares de la ley de drogas, donde el uso del cannabis no solo está permitido sino que es el centro de la historia.
Al fin y al cabo, si se lo piensa un rato, no es más que una celebración de la cosecha, un día festivo con el mismo espíritu que en las fiestas paganas ancestrales, donde los pueblos agradecen a los dioses el fruto de la tierra. Como la fiesta de la papa, del trigo, del tomate, la vendimia y tantas otras que se hacen en Argentina y en el mundo.
Emilio Disi debutó con un porro
En mayo de 1968 se estrenó en los cines de Argentina Humo de marihuana, una película nacional con pretensiones de realismo pero que resultó no más que un compendio de escenas bizarras, tontamente dramáticas. Quizás el hito más significativo de este film dirigido por Lucas Demare, el director más prestigioso de la época, es que se propició el debut actoral en cine de Emilio Disi, nuestro bañero más loco del mundo preferido. Junto a su amigo Sergio Renán y las bellas Thelma Biral y Marcela López Rey, Disi consiguió un rol secundario como malandra y ladero de un “narcotraficante” que se aprovecha de los jóvenes bien de Buenos Aires vendiéndole marihuana.
Demare aborda en su película el tema del cannabis con absoluta desinformación. Los personajes fuman y alucinan, o se ponen violentos. Los hombres abusan de las mujeres. Humo de Marihuana cuenta la historia de un médico millonario y prestigioso -”el doctor Ocampo”- pero adicto al trabajo que no ve caer a Fabiana, su joven y bella esposa en la depresión, propiciada justamente por la ausencia de su marido. La chica -López Rey- termina pronto presa del drama del cannabis y aparece muerta dentro de un auto, lo que desata una investigación policial que sale a buscar al grupo de consumidores y traficantes que propaga tanto mal (?). El guión demuestra que tanto Demare como todo el elenco (y la sociedad) desconocían el mundo del cannabis, sus efectos, sus modos de consumo. Uno de los primeros diálogos la rompe. Fabiana le da de probar a Marcela (Thelma Biral), quien también está deprimida porque descubrió que su esposo es gay. La escena flota sobre la insinuación lésbica. Marcela describe las primeras sensaciones del efecto del THC.
-No sé, sí, calor y frío en las piernas. Algo así como un hormigueo.
-¿No querías emborracharte? Esto es mejor, mucho mejor -le dice Fabiana.
-Tengo las manos como manteca. Blandas, como manteca caliente. Heladas. No sé.
-Todo eso pasará, luego vas a ver cómo la música se hace color. Y los colores música.
-Un témpano soy yo, un témpano a la deriva.
-¿Tanto frío tenés?
-No sé, siento deseos muy extraños. Sensaciones desconocidas.
-Oí esa nota. Es fucsia. Y esa otra, carmesí.
Marcela López Rey se ríe ahora de aquellas escenas y de la ignorancia que tenían todos sobre el tema. Lo primero que sintió cuando Demare la convocó fue fascinación por la posibilidad de interpretar un personaje complejo.
-Tenía 25 años y pensé que hacer de drogadicta era un enorme desafío, un estupendo trabajo actoral. La marihuana no era común en el ambiente artístico de Argentina, era algo muy exótico. Mirá que yo estaba bastante en la vanguardia, era rebelde, joven, pizpireta, curiosa, inquieta pero no se la había visto fumar a nadie.
La actriz recuerda perfectamente que Demare, que rondaba los 50 años, no tenía idea sobre lo que estaba filmando, pero no cree que hubiera malas intenciones en el director de clásicos del cine nacional como La guerra gaucha y Guacho. “El estaba atento a las nuevas olas, la liberación sexual, todas las nuevas libertades que aparecían en los años 60 y habrá querido retratar eso. Pero él no estaba en la vanguardia. Ya era un hombre grande, un tipo con mucha personalidad, también con mucha noche y con otros vicios”, cuenta López Rey, quien recuerda que Demare simuló en las escenas los porros con “cigarrillos árabes que él decía que eran iguales”.
Al poco tiempo, López Rey sedujo a los productores del cine mexicano y se fue a vivir a aquel país, que ya tenía una larga tradición marihuanera. “Cuando vi fumar marihuana por primera vez en México me quedé helada. ¡Hice de marihuanera y no tenía idea! Recuerdo que pensé en lo que se debían haber reído cuando la vieron en el cine los que sí fumaban. La película tenía un humor involuntario”.
Cuando recuerda anécdotas de la filmación de Humo de marihuana, Emilio Disi hace gestos que nos llevan a las mejores escenas de su carrera. Se caga de risa. Pero salva a Demare, que era un director con altísimo prestigio, considerado incluso el mejor de la historia del cine nacional en esa época.
-Lucas habrá querido mostrarle a la gente el daño que hacía -supone Disi.
-El final de la película es tremendo. Todos mueren por culpa del faso.
-Demare te decía que dabas una pitada a la marihuana y te agarraban convulsiones. Era un atorrante.
-¿Recordás qué pauta les dio para actuar de fumones?
-No había información, además se escuchaba lo que decía Lucas y era palabra santa. Él tenía una visión demoníaca del tema. Y te afirmo que nunca se fumó un faso para ver cómo era, para sentir la sensación. Era un testarudo que decía que la marihuana causaba convulsiones y nadie se lo sacaba de la cabeza. Pero nadie, ni yo, ni Sergio Renán, que era bastante mayor que yo, tenía 35 años, ni Carlos Estrada teníamos la menor idea, y te lo digo por lo que hablábamos entre toma y toma.
-¿Pero pensaban que estaban contando algo serio?
-Cuando no filmábamos y estábamos en el estudio y veíamos la escena del boliche (donde Estrada en el papel de Ocampo alucina con su mujer), recuerdo que los comentarios eran “qué terrible, qué flagelo”. Porque nos metieron en la cabeza eso que ves, lo que muestra la película; que te hace convulsionar, que se te cae la baba, que perdés el control. Lucas decía que te cagabas encima, que te meabas -ríe a carcajadas Disi y unas mujeres que desayunan té en un bar de Palermo, en la mesa de al lado, lo miran con estupor.
-Y ustedes lo creían, obviamente.
-Es que la marihuana no tenía nada que ver en ese momento. Era una cosa que nadie sabía un carajo. Casi todos los cómicos de la época le daban a la cocaína. Era lo más común del mundo. Las grandes figuras se juntaban en El Tropezón y ponían la merca arriba de la mesa. Hay una anécdota famosa: un día llegó el Departamento de Drogas de la Policía. Se sabía porque cerraban las puertas de El Tropezón a las tres de la mañana, e iban cayendo, una mesa larga con los catorce, quince cómicos más grandes del país. Y cayó la Policía pidiendo documentos. Y uno se paró delante de Dringue Farías, que era un cómico excelente, el protagonista casi siempre de la revista del Maipo, del Nacional. El cana le pide el documento y él le pregunta: “¿Vos me tocaste?’”. “Sí”. Y le dice: “Llamame al comisario Gómez y decile que venga; yo me llamo Dringue Farías”. Y el oficial entra a dudar. Y Dringue lo putea, lo saca cagando. No aparecieron nunca más. Bueno, los que tomaban cocaína decían que la marihuana era de putos; que los machos tomaban cocaína. O sea, se hablaba del tema de la droga pero no de la marihuana. Y así hice la película.
-¿A quién se le ocurrió eso de que había que fumar como envolviendo el cigarro con las manos?
-Eso era para exagerar. Lo que decían era que había que ponerse así para que no te entrara el humo por la nariz porque te hacía mal. Es el colmo de la ridiculez. En esa época, el tema de la homosexualidad era tabú, no se podía hablar; el tema de la droga tampoco. Si en el barrio había algún drogadicto, era un drama, y te cruzabas de vereda; era el demonio. Y de la marihuana como no se sabía era peor. Lo de reconocer el olor fue veinte años después.
Desde el jardín
Treinta años entre los mismos hornos de una metalúrgica le generaron a Alcides Pacífico Hilbe un dolor persistente en el oído izquierdo, como si de tanto convivir con el ruido de la secuencia maquinal de la fábrica se le hubiera metido en el cuerpo por el resto de su vida. Fue una tortura que se adhirió a un drama casi inmanejable con el que convivió siempre: la falta de apetito, una de las tantas traducciones físicas de la depresión. Entonces lo primero que hizo cuando se jubiló, ante la novedad de la vida ociosa en un pueblo santafesino de Villa Constitución, fue pedirle a su hija Gretel que le enseñara a dominar internet, esa mamushka de conocimientos. Para Alcides no fue difícil abrir la primera puerta ni la que vino después, ni las siguientes, hasta que encontró lo que buscaba. Medio año después floreció su aprendizaje. Cuando Gretel, que en ese momento vivía en Rosario, a unos 60 kilómetros de su papá, volvió de visita a la casa natal, Alcídes parecía otro. Le habían cambiado el semblante, la actitud y el humor. Las razones de la novedad habían estado en el jardín del fondo: dos plantas de cannabis.
A los 71, Alcides se sentía como nunca. Flaquito y calvo, normalmente vestido de jeans, mocasines y chombas o camisas, Hilbe era en esencia el de siempre. No se había convertido en un hippie tardío ni se había sumado al rastafarismo jamaiquino ni encajaba en ninguna otra etiqueta del Manual Imaginario del Estereotipo del Consumidor. Sólo había buscado y encontrado respuestas en internet sobre posibles soluciones a sus problemas de salud; sobre cómo combatir sus dolores físicos y emocionales. Y todos los caminos de la red lo condujeron al uso de esta plantita milenaria. Los tutoriales de la web le mostraron cómo hacerlo. Y el peluquero de su barrio aportó con la materia prima: le regaló algunas semillas.
Hilbe mejoró en lo anímico y también se le diluyeron los dolores en el oído y en la cervical. Además, parte de la terapia para él fue descubrir el placer de relacionarse con las plantas. Todo el jardín de su casa se puso más lindo a partir de esta experiencia., porque la necesidad de cierto cuidado y delicadeza que observó Alcides que le demandaba el cannabis repercutió en igual atención a las otras que crecían alrededor. De alguna manera, a través de cuidar, alimentar y proteger a una o varias plantas, este hombre se reencontró con motivos para vivir. Fue un click para siempre.
O casi. Alcídes disfrutó de dos ciclos de cosechas. Pero pronto todo dejaría de ser tan genial. Hilbe nunca se imaginó que la tarde del 3 de abril de 2014, como si hubiera ido a allanar el bunker de Pablo Escobar, la Policía cayó en su casa, le secuestró las plantas y los frascos con cogollos y le ató los brazos con esposas. El jubilado quedó preso una semana, lo procesaron, le sacaron su medicina y algunos diarios de Villa Constitución hicieron copypaste con el parte policial, así que además su foto lo dejó escrachado como si fuera un transa narco.
Alcides recuperó el alivio y la libertad, pero no volvió a sentir tranquilidad. Jamás repitió el ritual de sembrar cannabis. Fue demasiado castigo. “A mí, la marihuana me cambió la vida”, me cuenta, como si tratara de explicar su inocencia. Y admite que dejó de cultivar por miedo. Toda la familia quedó aterrada por la invasión policial de 2014 y no quiere volver a padecer algo así, aunque el precio a pagar sea la salud.
Si los propios pacientes son perseguidos por cultivar y producir su propia medicina, los que ganan son los narcos. La prohibición de la marihuana los favorece. Tienen todo el mercado a su disposición. Nadie controla lo que venden. Celia, la esposa de Hilbe, lo dijo cuando detuvieron a su marido. “El autocultivo no le conviene a nadie porque no da réditos, el Estado no saca nada, a la Policía no le conviene por varias razones obvias”, le dijo a distintos medios de Villa Constitución.
Viaje a la semilla
Sería gracioso pensar que Belgrano era un “fumeta”. No es que quería tener el país lleno de porro, sencillamente porque es probable que desconociera los efectos psicoactivos. No existen registros que hagan creer que durante su formación en España el joven Manuel conociera que el hachís -cuyo uso es históricamente tradicional en la cultura árabe y por consecuencia territorial en la península ibérica- es la resina del cannabis. Y menos que lo hubiera probado. Lo que sí conocía bastante al detalle, gracias a su experiencia al otro lado del Atlántico, eran los beneficios industriales y comerciales de la planta y algo de su forma de cultivarla.
Aunque no lo cuentan las maestras en las escuelas, Belgrano imaginó una bandera celeste y blanca y también una tierra forrada de cannabis. Quería llenar el suelo del Virreinato del Río de la Plata con esas pequeñas semillas verde oliva, amarronadas. Desde 1786, cuando empezó su ilustración en Europa, donde estudió Derecho y forjó sus conocimientos en política económica, Belgrano captó rápidamente la posibilidad de un negocio redituable para el Reino. Y cuando en 1794 regresó a Buenos Aires para hacerse cargo, a perpetuidad, del Consulado de Comercio del Virreinato, el ciclo de la economía minera, que había monopolizado los siglos anteriores y vaciado de alma y minerales la zona de Potosí, estaba agotado. Por eso él apuntó su idea de progreso a la agricultura y, específicamente, a desarrollar la industria con el cultivo de lino y cáñamo, con la mira puesta en el comercio a través del Atlántico.
La revolución iniciada por Belgrano en su vuelta a casa fue integral. Como secretario del Consulado de Comercio de Buenos Aires, entre 1795 y 1809, escribió quince memorias. Hasta ahora sólo se conocen cinco. La primera, de 1796, se titula Medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio de un país agricultor, y allí sentó las bases de su pensamiento. Al año siguiente, en 1797, registró el primer hito cannábico de la prerrevolución: Utilidades que resultarán a esta Provincia y a la Península del cultivo del lino y del cáñamo. Es una especie de manual, el primero registrado en territorio rioplatense, con sugerencias para los interesados en apostar al cannabis como negocio paradigmático.
Belgrano hablaba en serio, por eso dedicó once páginas exclusivamente a “estas plantas tan útiles para la humanidad”, confeccionadas a partir de los conocimientos que había adquirido tras estudiar la producción de cáñamo en las regiones de Castilla, León y Galicia y la dedicación de leer mucho al respecto.
Las cosas nunca fueron fáciles para Manuel Belgrano. Y como un designio, nunca lo serían para la Patria que parió, y mucho menos para la historia de la planta de cannabis, en Argentina, como en tantos otros países. A pesar de su entusiasmo y de lo fundamentado que estaba su plan cannábico, el prócer se chocó contra la resistencia interna y externa. Desde adentro, los comerciantes colegas de su padre se opusieron a su plan. Los tristemente célebres monopolistas de Cádiz no querían liberalizar el comercio porque su negocio estaba en el contrabando que entraba desde oriente por Colonia del Sacramento, en el actual Uruguay. Y, aunque los Borbones cambiaron la categoría jurídica de las tierras americanas y las convirtieron en colonias que debían ayudar a España a superar el estancamiento, nada funcionó. Para la Corona no se necesitaba en el Río de la Plata pilotos ni barcos mercantes y, por lo tanto, tampoco desarrollar la industria cañamera.
España consideraba que las medidas de Belgrano favorecían la autonomía a partir de la competencia. Y por eso obstruyó las ideas del prócer revolucionario, a pesar de que le hubieran servido para afrontar su crisis. Ese bloqueo español sobre los planes de Manuel, que hasta esa época era un fiel funcionario de la Corona, no hizo otra cosa que anidar en su mente la posibilidad de escindir el territorio del poder y yugo coloniales. No faltaba mucho para la invasión de Napoleón a España, que pronto perdería legitimidad sobre los suelos americanos y ya no tendría a Belgrano de su lado.