Sucedió hace muchos años. Recuerdo que aún no estaba fatídicamente postrado y, con la ayuda de un bastón, solía caminar hasta el bar “La amistad” para saborear el vermú de la tarde y hablar con los parroquianos. Bah, hablar es una forma de decir, porque la mayoría de ellos eran obreros que caían rendidos tras una larga jornada de trabajo. Se desmoronaban pesadamente en las desvencijadas sillas, pedían una cerveza o un vino y extraviaban sus ojerosas miradas a través del sucio ventanal que daba a calle Santa Fe. Los tipos pasaban allí las últimas horas del día, con la bebida como única compañía, como si no tuvieran hambre, como si no tuvieran familia.

El tedio, el sopor y la hediondez reinaban siempre en el bar. Hasta que una cálida tarde se apersonó un hombrecillo que marcaría un antes y un después en la historia del sucucho. Embutido en un raído saco, que dejaba al descubierto una camisa que alguna vez había sido blanca, el diminuto ser, que con suerte superaba los ciento cincuenta centímetros de estatura, ingresó al local. Acto seguido, tras alisarse su extensa barba rala y dar un pequeño salto no exento de comicidad, se sentó, se acomodó los lentes y se quitó su sombrero negro. Evidenciaba una expresión tranquila y amistosa, pero poco tiempo después supe que le habían prohibido el ingreso a un local nocturno porque, a causa de un delirium tremens, extrajo un revólver y efectuó varios disparos sobre las paredes del recinto, creyendo que éstas alojaban a cientos de arañas venenosas.

Quizá atraído por el lúgubre ambiente y la benevolencia de los dueños a la hora del fiado, el hombrecito comenzó a frecuentar el bar. Pero su peculiaridad residía en abrir un pequeño maletín y extraer láminas y lápices, con los que se ponía a dibujar todo lo que veía en el local. Sorprendían sobremanera su rapidez para pintar y el manejo de los colores y el encuadre.

Cierta tarde, cuando algunos lugareños ya habíamos ganado su confianza, nos narró su historia de vida. Intentaré transcribirla a continuación, con las dificultades que conlleva el recuerdo, sobretodo porque al tipito justo se le ocurrió contarla cuando yo ya entraba en el letargo inevitable del noveno Gancia.

“Hace siete años que vivo acá en el barrio. Aquí, lejos del centro, se respira otro aire, un aire liberador. Me encanta y me desafía el bullicio nocturno del barrio, con sus actores, sus bailarinas, la hipocresía de los burgueses y las putas. Con toda la tristeza oculta tras una supuesta alegría. Y me gusta pintar todo eso. ¡Pensar que nunca habría pintado si mis piernas hubieran sido un poco más largas! Yo tuve una enfermedad que afectó el desarrollo de mis huesos y me quebré los dos fémures, por eso no seguí creciendo. Lo mío fue una enfermedad derivada de la endogamia, ya que mi padre y mi madre eran primos. Unos degenerados, como buenos representantes de la nobleza.”

“A los 20 años ya tenía decidido ser pintor, porque yo siempre he sido un lápiz, entonces me vine a vivir a este barrio. Mi gran mentor fue Edgardo, un vecino mío, que solía pintar carreras de caballos y desnudos, captando magistralmente las sensaciones de vida y movimiento. Pero mi taller es diferente a los demás, mi taller está en el burdel, por eso sé que nunca van a aceptar mis obras en los círculos académicos. Yo pinto de cuerpo entero a las putas, antes y después de recibir a sus clientes, porque es un antes y un después en sus vidas. Las modelos profesionales parecen huecas, pero estas de acá, las que retrato yo, son distintas, viven. El cuerpo de la mujer, un hermoso cuerpo de mujer, no está hecho para el amor. ¿No les parece? Es demasiado hermoso para eso, ¿no es cierto? A la mierda con el amor. El amor es cuando el deseo de ser deseado te lleva tan gravemente que sientes que podrías morir del mismo.”

“Yo pinto las cosas como son, no comento. Siempre he intentado hacer lo que es real y no lo ideal. El otro día un tipo vio un trabajo mío y me preguntó ‘¿cuánto me cobra por ese retrato?’ Doscientos francos, le dije. ‘¿Qué? ¡Si le llevó quince minutos hacerlo!’ Sí, le respondí, pero dibujar así me llevó veinte años…”

Y al pronunciar esta última frase, visiblemente enardecido, arrojó de forma violenta su copa de vino, que terminó estrellándose contra el poster del Huracán campeón del año 1973, más precisamente sobre el torso de Roque Avallay. Luego prosiguió con su interesante relato aunque, para no faltar a la verdad, debo decir que la mayoría de los parroquianos no entendía un pomo o le restaba importancia al asunto.

“Las noches que no voy al burdel, suelo juntarme con Vicente, un pintor amigo. Mientras tomamos absenta, él aprovecha para descargarse con sus peroratas tan lúcidas como angustiantes. ‘Envidio a los japoneses por la increíble claridad de sus trabajos’, me confesó anteanoche, y al ratito agregó, ya convertido en un alma en pena: ‘A ti te reconocen y te piden ilustraciones para revistas y cabarets, mientras que yo, con suerte, ceno tres veces por semana’. Pero, créanme, el Colo Vicente es un verdadero genio. Deberían ver su reciente obra, donde retrata los jardines del barrio, con una fuerza de colores inédita. A Vicente le faltan casi todos los dientes, pero le sobra talento.”

“¡Miren por la sucia ventana! ¡El sol se ha desintegrado en mil colores! ¡Oh, noche del monte de los mártires, ven a mí! Debo abandonarlos, tengo una cena con Arístides antes de naufragar en el Moulin de la Galette. ¡Salgan al mundo, que aún debe ser creado! ¡Uno es tan horrible, pero la vida es hermosa!”

Románticamente alcoholizado, el hombrecillo quitó algunas migas de pan adheridas a su barba, dejó unas monedas sobre la mesa, dio un pequeño brinco y se dispuso a abandonar el bar. Cuando ya se disponía a saludar, sombrero en mano, logré salir de mi asombro para preguntarle su nombre. “Toulouse”, respondió. “¿Toulouse?”, inquirió el gordo Comesaña, culminando la pregunta con un sonoro eructo. “Toulouse-Lautrec”, rubricó él con una débil sonrisa, e inmediatamente se esfumó con su maletín y dobló por Santa Fe.

 

No sé si fue por incrédulo o por curioso, pero decidí seguirlo, de manera sigilosa. Juro que lo vi mangueando unos puchos en la esquina de Santa Fe y Suipacha antes de desaparecer, como si fuera un fantasma del tiempo, tras la puerta principal del Agudo Ávila.