Manuel escribe en un cuaderno algo que parece indescifrable y en su figura marginal, de joven desterrado (porque la fuga es un trazado originario de la literatura argentina) se funda la imagen del nuevo Mesías. Es que buena parte de la obra de Alfredo Staffolani podría leerse como una reescritura terrenal de la Biblia. Aquí, en El buen destierro, la personificación del Padre, el Hijo y la Madre se juegan como piezas de una trinidad que ha perdido toda dimensión sagrada.

En este mundo de hombres condenados, remantes que deben cumplir una función inexistente, los curas de la abadía donde va a refugiarse Manuel desean ese cuerpo joven, territorio donde además de la pasión se sintetizan el sacrificio, plasmado en la flagelación que habla de una obediencia a la creencia religiosa ,y del abuso que el joven sufrió y que es el motivo de su destierro.

Aldo El Grande invierte las palabras de la Biblia en unos parlamentos fascinantes que Javier Rodríguez Cano comprende y despliega con un humor sínico, con una actitud lasciva que lo vuelve un tanto vulnerable frente a la presencia de Manuel. En los textos de Aldo la simulación del discurso sagrado (toda religión no deja de ser una forma de representación) se desplaza hacia el deseo. Lo que sostiene el ritual no es la creencia sino todo aquello que Manuel despierta en Aldo y en Roberto. Justamente este personaje, a cargo de Mariano Sayavedra, un actor que siempre le da una carga vibrante y torrencial a sus personajes, sentencia que “Toda fe empieza por la imagen”.

Staffolani plantea una puesta en escena que se narra desde lo visual, desde la disposición del espacio como lugar de la ficción, con los músicos en escena imitando el dispositivo de una misa y la anécdota como un cuadro o liturgia. Los cuerpos de Manuel y de su padre, interpretado por Nicolás Balcone, encuentran su potencia en el despojo, en una descripción del abandono y la errancia que se talla en la carne. En los textos de Staffolani hay una lectura cristiana del martirio. Lo que se le pide a ese hijo      (suerte de Mesías que surge más como un delirio, como una fantasía desmesurada que le daría algún sentido a esa creencia) es siempre una afectación del cuerpo, un dolor, una herida, una posibilidad milagrosa que exaspera el imaginario. La palabra mística es la justificación, jamás la causa.

Si Manuel escribe, su letra no tendrá ningún valor, no es la palabra sobre la que se funda una iglesia sino una serie de signos que los demás no comprenden.

Pero tal vez lo más original de la lectura bíblica de Staffolani se conjuga en la figura de la madre. En su dramaturgia la madre (que nunca aparece) es la que se va y deja a los hijos con el padre. Aquí es una adolescente secuestrada y violada para engendrar un hijo. Una versión sórdida del mito de la Virgen María. El padre no es el origen, el ser creador, ni el autor en esta trama, su lugar es el de la destrucción. El pasado de la madre se reconstruye por la escritura, por las anotaciones que dejó como legado malsano. Es en el trazo de la letra donde la madre y el hijo se unen.

Si bien El buen destierro podría leerse como una obra oscura, los destellos de humor, el disparate de la música tecno que funciona casi como manifestación divina, terminan ganando en la puesta en escena de Staffolani. Lo que podría ser una gran escena pasoliniana del deseo deviene en un mundo tambaleante de personajes que no saben o no pueden sostener ese mandato de un padre despótico que está en el cielo y en la tierra.

En el armado escenográfico de César Hougham hay una lectura del texto desde el espacio que elabora una narrativa en base a los procedimientos poéticos que descansan en el texto de Staffolani como una sonoridad que se desarrolla especialmente en esa iconografía mística, más que en el plano de la historia. Los desvíos de un protagonista que huye, porque eso era el Mesías, un ser errante como tantos personajes de la ficción nacional que hacen del desierto (real o imaginario) el escenario de un fracaso pero también de la resistencia frente al intento de domesticación. Recurso y destino de los desterrados.

El buen destierro se presenta los viernes a las 22: 30 en La Carpintería.