La imagen escurridiza de Belfagor hipnotizó a miles de espectadores desde las pantallas europeas de mediados de los 60. Nacido de la fábula criminal como el Fantômas de Louis Feuillade y convertido en estrella de la miniserie francesa Belfagor, el fantasma del Louvre (1965), Belfagor combinaba astucia y malignidad en su derrotero encantado por los pasillos del oscuro mausoleo. Sus ojos, siempre atentos y seductores, asomaban apenas detrás de las gastadas vendas que envolvían su silueta fantasmal, como señal de su poderío único e inmaterial. En Dulces sueños, la última película de Marco Bellocchio, la compañía de Belfagor se ha convertido en fantasía y refugio para la solitaria niñez de Massimo. 

Estamos en 1969 y con solo nueve años Massimo comparte largas horas con su madre, en una relación intensa y casi simbiótica: bailan el twist, juegan a la escondida, pasean en colectivo por la ciudad de Turín. El vínculo de Massimo con el mundo está mediado por su madre, por sus gustos, sus miedos, su preciada omnipresencia. Por la noche, Belfagor invade sus sueños infantiles junto a la pantera de Cat People, a las canciones populares de una joven Raffaella Carrá, a los ecos que persisten de aquella calle en pleno ajetreo diurno. Pero una silenciosa noche de diciembre, en vísperas del nuevo año, los últimos rastros de la vigila de Massimo serán las cálidas palabras de su madre, los dulces sueños de la despedida. Basada en la novela autobiográfica de periodista turinense Massimo Gramellini, Dulces sueños seguirá la vida de Massimo como un rompecabezas, marcado por esa repentina e inexplicable ausencia, por el misterio de esa muerte prematura, por ese vago recuerdo que se entreteje entre el sueño y la negación. 

Ya todo un veterano de su generación, la de la renovación moderna del cine italiano que seguía al neorrealismo, que compartía entonces con el joven Bernardo Bertolucci, los hermanos Taviani y el Pasolini de Accatone y Mamma Roma, Bellocchio vuelve hoy a recorrer aquellos caminos de sus inicios, los de la lacerante I pugni in tasca (1965), obra que inaugura un profundo cuestionamiento de los cimientos de la sociedad italiana, de la opresión de la institución familiar, y de la figura materna como su piedra fundacional. Considerada por Pasolini como una “exaltación a la anormalidad contra las normas del vivir burgués”, I pugni in tasca encuentra en Dulces sueños una tardía evocación, más cercana a cierta irónica reflexión que a aquella furia juvenil, pero que aborda la dependencia de un hombre adulto de sus propios fantasmas, de su elegida ceguera. 

La imagen materna, centro del universo de Bellocchio, está teñida de ambigüedades, de sentimientos encontrados, de misterios irresueltos. Como Belfagor, quien despierta los más cálidos escalofríos, la madre de Massimo deambula por pasadizos secretos, aunque sean las transitadas calles de Turín o la casa señorial en la que vive la familia. Su presencia es asfixiante y embriagadora, y los espacios por los que ella se desplaza se tiñen de su encierro, de ese incierto malestar que la acompaña. Y ya de adulto, Massimo hará propio ese pánico indescifrable, preso de su propio silencio, aceptado y admitido, casi como una marca de su asumida culpabilidad. 

La novela de Gramellini cuenta la vida de Massimo desde el presente, en los años 90. Y su pasado es reconstruido en un extenso flashback que repone aquella infancia marcada por la pérdida y la orfandad. Bellocchio deconstruye esa estructura al ir y venir entre presente y pasado, mostrando distintos momentos de la vida adulta de Massimo y el peso que el recuerdo de su infancia tiene sobre ellos. Allí está su pasión por el fútbol y su astucia como periodista deportivo, su viaje a Sarajevo en plena guerra, sus romances frustrados, su miedo a la muerte, su encuentro con Elisa, la médica que lo abre a la conciencia, a la mirada en el espejo. En cada estancia por la vida de Massimo, Bellocchio cambia de registro como de género: pasa de los ambientes oníricos de la niñez, filmados con opulencia y un gran uso de la profundidad de campo en los pasillos y corredores, a la inmediatez de la guerra, al uso del fuera de campo en la escenificación de la foto de un niño y su madre asesinada, cuadro que sintetiza y clarifica su recuerdo. La película encadena los momentos como lo haría la memoria porque a Bellocchio siempre le interesa lo que pasa en la cabeza de sus personajes. No la verdad de lo vivido sino la internalización de esa experiencia. Por ello es clave la escena en la que responde la carta de un lector de La Stampa, diario en el que trabaja, convirtiéndose en una repentina celebridad entre cursi y maquiavélica. Ahí puede verse fuera de sí, puede ver, como en el espejo, como  la huella de su  dolor ha derivado en su absurda caricatura.  

El esfuerzo de Bellocchio por sacar a su personaje al mundo es el mismo que ha emprendido con su propio cine, saliendo de la endogamia familiar al devenir de la Historia y la realidad política. Por ello nunca es condescendiente con Massimo, ni hay melancolía en esa pena por la madre muerta. Massimo es consciente de su propia cobardía, de no haber preguntado, de nunca haber querido enfrentarse con la verdad que intuía detrás de la aceptación. Ese intento de salida ya se experimenta en su enfrentamiento con el padre, silencioso y distante, y con el cura (breve aparición del gran Roberto Herlitzka), ambas figuras de autoridad que asientan el pasado como tal, que afirman el futuro sobre el silencio y el secreto. Porque el olvido de la madre y la desmitificación de Belfagor son la pérdida de todo refugio, de toda protección. Por ello el contacto con el afuera, el quiebre de aquel pasado idealizado y la conciencia de la recreación del fantasma (excelente en la escena en la que aparece Emmanuelle Devos como la madre aristocrática de su compañero de escuela que lo seduce casi como a un amante), ofrecen la verdadera dimensión del presente, no exento de miedos y contradicciones. Bellocchio ha hecho de la muerte de la madre una subversiva declaración de principios: allí se cifra tanto el peso de las instituciones que asfixian la vida sumergiéndola en mandatos y regulaciones, como ese espectro de seguridad que hoy parece desvanecerse. Muerte ejecutada desde I pugni in tasca a L’ora di religione (2002), y que sobreviene de manera imprevista en Dulces sueños, signo de una época marcada por la definitiva angustia que origina el desamparo.