Los festivales musicales son un despropósito. Para el público son exigentes física y financieramente. La gente que trabaja en cualquier área termina rota: artistas, técnica, prensa, producción, cátering, seguridad. El grueso de quienes tocan tienen fechas y convocatoria por fuera, y quienes no tampoco cobran tanto en un festival. La comida es cara y lenta. Volver es un garrón. Miente quien diga que tuvo entradas dos días seguidos para un festival y no dudó de ir el segundo. Y así y todo los amamos, son una canasta de deseos cuotificados con interés que cargamos alegremente. La vida por la gorda: por engordar la memoria audiovisual, a la que el Quilmes Rock le sirvió sus permitidos.
► Gorillaz en Tecnópolis
Una de las cosas lindas de la música post cuarentena es que mientras estuvimos en la cueva nos acostumbramos a ponerle épica a todo, a montarle las narrativas que se nos ocurrieran a lo que sea, así fuera un bollo de masa madre. Ahora, cualquier evento triggerea para todos lados, como Trueno subiendo a tirar barras en Clint Eastwood, en el cierre de Gorillaz y de la primera jornada: hubo quienes vieron una bancada intergeneracional, quienes notaron el posicionamiento de sus carreras, quienes lloraron y quienes no sintieron un carajo de nada. Era más simple: la hija de Damon Albarn sigue a Trueno y al británico le gusta hacer ruido con gente de otros palos. Corta.
Las Pelotas (pre Gorillaz) y Divididos (post Nathy Peluso) carrearon un montón de gente, sonaron al palo, emocionaron y todo lo habitual, pero el núcleo de la primera edición del Quilmes Rock en una década fue la vuelta de Gorillaz a Tecnópolis, algo que no pasaba desde su show previo de 2017 (y antes de eso en 2016, cuando Patricia Bullrich presentó ahí el programa Argentina Sin Narcotráfico). Para cerrar el arco primate: en la era de los Bored Ape Yatch Club, el chiste de la banda animada ya quedaba corto.
Este modelo de Gorillaz, con el que ya habían venido hace cinco años, cae mejor al plan contemporáneo: la centralidad de Albarn en cualquier show que lo tenga debe ser total y obligada. El storytelling de las caricaturas y el mundo distópico tuvo sentido y gracia hasta Plastic Beach (2010), pero hoy cualquier artista de envergadura monta un show multimedia impactante. Quienes se fueron agregando al mainstream vienen con chip visual incorporado: cualquier show grande hoy usa una tecnología comparable.
Ahora y siempre, pero ahora de modo más evidente, el diferencial de Gorillaz no es otro que Albarn, que siempre fue el motivo: en el chasco del Gorillaz Soundsystem de Creamfields 2008, en Blur en el Quilmes Rock de 2013 y en Tecnópolis en 2015, en la vez de Gorillaz en el BUE en 2017, y en su show solista del Gran Rex en 2014. Siempre que vino dio shows memorables, y trajo música relevante. Que venga siempre.
Dato random: esa Creamfields fue el evento más convocante de 2008 en un mismo día, con 45 mil personas. A 14 años, y con dos de pandemia, esta vez a Gorillaz lo vieron 65 mil personas mientras había 50 mil en La Renga en La Plata y 60 mil en Metallica en el Campo de Polo. Son 175 mil personas, media La Pampa o Santa Cruz.
► Las fronteras abiertas
En sus primeros años, Gorillaz era "el proyecto world music" de Damon Albarn, por oposición al clásico grupo britpop con el que empezó. Traía músicas tribales en un envase más falopero, parecido a la electrónica pero con una carga de tradición en el pulso, parecido al hip hop pero hecho en una torre de hierro, azufre y motherboards de los '90. Y con las letras desviadas de Albarn operando como fábulas distópicas.
Ese concepto de world music se topó en el Quilmes Rock con el de música urbana, que es una profecía autocumplida y es un mamarracho ontológico que estimula todo lo contrario: diluir las particularidades de origen para entrar a un mercado y circuito globalizado. El hilo que anuda a quienes lideran las stats y el ratio es ese tono neutro, indefinido, que va sin esfuerzo al lugar común y el doble sentido fácil, y que por algún motivo liberador no genera ningún problema en que se rime anoche con anoche.
Algunos casos resuelven eso por arriba, y el Quilmes Rock los tuvo. Tildada mil veces de apropiadora cultural, Nathy Peluso es un personaje fantástico que se transforma en el escenario. El domingo salió como una anaconda liberada, turgente, noventera, con un fraseo y un leotardo como para ser villana de una película con Moria, Susana y Rossy de Palma. Mientras cantaba la línea ésa de me empieza a molestar que haga frío en la ciudad, una piba buscaba lugar más adelante, con gorro y guantes tejidos. No es ningún tipo de licencia de storytelling: pompón en la cabeza y dedos de lana, real.
Nathy Peluso ya había dado un show fantástico en el Cosquín Rock 2020, y ahora agregó una capa cinematográfica, con mucha caminata y la luz usada como en teatro o un set de TV. Pero el show se basa en canciones, y las suyas tienen una narrativa muy eficaz: la argentina emigrada a España se presenta a la vez como una mujer fatal y como un blooper caminante, empoderándose en sus fails mientras detona ritmos y bailes.
Esa energía promedia las de Sara Hebe y Feli Colina. El de la rapera patagónica es uno de los proyectos más mutantes: todo el tiempo redefine su personalidad, su temática, su sonido. Sara estuvo hardcore, no evitó el meneaíto del tema de El marginal, presentó formación casi full femenil y le explotó el pecho a un par de miles. La cantante salteña va más a tierra, conecta con una raíz mística y vibra más cerca de las frutas recién arrancadas que de las fermentadas y embotelladas. Feli Colina está en un momento óptimo que registró en un disco muy bueno, El valle encantado.
► Los pibes de la plaza
Antes de subir con Gorillaz, el rapero de La Boca tocó con banda, como viene haciendo en la gira de Atrevido. Lo mismo hizo el domingo LIT killah, que el año pasado sacó MAWZ. Y casi todos los demás proyectos pegados o mainstream de esa escena están tocando en vivo con grupos así: ensambles gordos, entre el heavy y algo más funky. La mano empezó posiblemente con la saga de Catriel & Paco Amoroso con la ATR Band, que coronó en Obras; pero tal vez haya tenido algo que ver con lo que se coció en años previos con la vuelta de Illya Kuryaki y las visitas de bandas de rap.
La cosa es que la mayoría de los solistas están acompañados por grupos de toque fuerte y aireado para que hagan la que les pinte (Trueno) o la que alcancen (LIT). El wacho atrevido tocó fortísimo, con un semblante desafiante, hambre, dispuesto a dar un entretenimiento emocionante. Tiene algunos temas muy sólidos, pero tiene que desarrollar repertorio para que el show no caiga: algunas canciones solo andan para el algoritmo. Mientras que LIT killah apeló a la simpatía, al show más suelto de cuerpo, con recursos un poco loopeados y un faltante evidente: sus temas garpan en videoclips.
En cuanto a los cruces, hace un año Trueno sumaba a Wos a Atrevido y cantaba: "Y mejor avísenle a Inglaterra/ que vamos con micrófonos por la segunda guerra". Ahora sube con Damon Albarn y revisa: "Desde Argentina llegamos hasta Inglaterra, por culpa de un micrófono ya no existe más guerra". Otra cosa: pese a la diferencia de exposición y trayectoria, el feat no fue descabellado desde los números. Trueno tiene 10 millones de oyentes mensuales en Spotify, casi como LIT killah. ¿Gorillaz? 16.
En un momento del show, Trueno hizo su tema para la BZRP Music Sessions #16, que debería marcar el mantra de la actitud festivalera: "Llegamos, quemamos, comemos, cantamos, nos vamos del party así como si na'". Ese flujo trabado en shuffle de un festival es absolutamente distinto al de una marcha o un acceso a la cancha, incluso es diferente al de un recital cualquiera. Tiene más que ver con la fiesta que con la procesión, con la posibilidad de entrar y salir de la experiencia sin que importe el recorrido completo. ¿Querés ir a ver bandas durante 12 horas? ¿Querés ir una hora a chaparte a tal? ¿Querés ir a escuchar desde la vereda comiendo un choripán? Andá, máquina, nada te detiene.
► El festival de la canción
Compartiendo los escenarios principales siameses (Quilmes y Rock, como una especie de Argen y Tina o de Catdog; y a la manera del Buena Vibra) pero desde una propuesta de cuajo diferente estuvo Conociendo Rusia. El grupo de Mateo Sujatovich funciona tan imantado al rock argentino canónico que de a ratos es como si alguien hubiera corrido un bot de inteligencia artificial sobre la programación de alguna radio de pura música nacional.
Con vestuario y colores a tono, el show de Conociendo Rusia es hitero, elegante y conecta evidentemente con cada vez más público, con una experiencia reconocible para quienes habitan el rock desde los '90 y haciendo el puente entre artistas que aún siguen en el indie y popes de la movida que vienen desde el primer Quilmes Rock, como Los Auténticos Decadentes, Las Pelotas, Divididos, Guasones, Turf o Los Tipitos. Ante el gen deliberadamente for export del trap y las bifurcaciones de freestylers y rapers al reggaetón y el pop melancólico, Conociendo Rusia contrasta con una propuesta arquetípicamente argentina.
Al mismo o a un nivel un poco más alto de convocatoria amplia y momentum, Bandalos Chinos ensayó los movimientos con los que se va ahora de gira mundial para mostrar El Big Blue por España, México, Colombia y Perú, antes de volver en octubre al Luna Park. Las dos bandas han tocado en los mismos lugares muchas veces, y hasta compartido ciclos o festivales. Al igual que El Príncipe Idiota, el proyecto de Mariano di Césare de Mi Amigo Invencible que se sustenta en una poesía, un sonido y una manera de cantar más bucólica, contemplativa. Todos proyectos que habitaron el indie.
Por ahí todavía se mueven Los Besos, uno de los secretos peor guardados. ¿Por qué? Porque que no se conozcan más no es una virtud, es un error. Su show pareció encapsulado en una burbuja extraña, mezcla de humo artificial, vapor de agua y melodías inquietas, densas. Con algo entre victoriano y renacentista en el vestuario y en las canciones, la banda de Paula Trama mantuvo conectadas a cientos de personas.
► Apuntes finales sobre otro festival de rock
El de este fin de semana en Tecnópolis no fue ni a palos el festival definitivo. Pero fue una edición evolucionada por no pensarse como una cajonera de escenarios, carpas y días de rock, pop, reggae, heavy o punk sino como un ambiente con circulación, variedad de propuestas, la música en el centro y un menú de servicios periféricos. Como un festival y no como un catálogo, aunque lo haya sido igual porque la mayoría de las bandas, y los nombres de los escenarios, correspondieron con el multiverso PopArt (así como Lollapalooza tiene origen internacional y tuvo en su última edición un batallón de headliners de RCA Records / Sony).
¿Los horarios quedaron muy ajustados? Seguro. ¿Demasiado lejos un escenario de otro? También, pero no era cancha ni descampado: Tecnópolis tiene una infraestructura previa y la distancia es funcional a que no haya zonas donde las músicas de distintos escenarios se crucen y hagan mierda mutuamente. Además, la distancia estuvo tibiamente acompañada de una ambientación para cada escenario.
Así, mientras LIT killah o Trueno quedaron de a ratos coronados por lenguas de fuego, Nathy Peluso pudo explotar todo el contraluz, Gorillaz metió invitados vía pantalla, en el Géiser se tocaba con elegancia e intimidad, en el escenario Claro se rompían los bailes y en el Enigma se encontraban propuestas emergentes de todo tipo. Cada escenario propuso una experiencia, con el armado general obligando a pasear el predio para amortiguar el precio y encontrar el premio (¿hay heatmap del finde en Tecnópolis?).
Una de las cosas molestas y que dificultaron el libre desplazamiento fue el corralito vip que contenía las partes delanteras de los dos escenarios principales. Sobre la utilidad o no, si pagan o no los costos, si tienen sentido, si "son rock" o no, ya se habló y escribió mucho hace una década. No hay argumentos distintos para ninguno de los dos lados. Pero hay algo del orden de la ingeniería: un escenario doble como el del Quilmes Rock implica doble mangrullo, doble control, pasillos para técnica, operación en simultáneo. El campo vip parecía kilométrico, pero buena parte eran estos fierros.
El vip es una de las cosas que el Quilmes Rock trajo del pasado, como fénix renacido de la brasa de los festivales dosmileros, la era dorada de eventos sponsoreados que terminaban citados como "el festival de la cerveza/la gaseosa/la telefónica" porque llamarlos por su nombre parecía caer en alguna clase de PNT. En el medio vino la marea influencer con todo tipo de PNT y ahora se puede dejar la boludez y decir Quilmes Rock en paz. Aquello pasaba en una época donde se disputaba tensión entre el carácter más popular o más elitista de cada festival. Esa discusión nunca se zanjó, con o sin campos vip, y sigue sin respuesta.