Hace poco, de visita en Argentina, Pierre Lemaitre se quejó, entrevista mediante, de las terribles consecuencias que debe afrontar cada vez que confiesa su falta de interés por la música. “Podés ignorar la escultura o la pintura con toda tranquilidad pero si decís que no te gusta la música la gente se vuelve loca, se pone violenta, no lo puede entender y no te lo perdona”. Acaso con esa misma certeza en mente pero la astucia de unirse a los imbatibles, Olivier Bourdeaut escribió su primera novela. Esperando a Mister Bojangles está inspirada en la célebre canción del músico country Jerry Jeff Walker que, al parecer, no refiere al popular bailarín Bill Bojangles Robinson sino a un músico callejero con quien Walker tuvo un fugaz encuentro en la cárcel de New Orleans. En su meteórico camino a la fama el tema en cuestión fue versionado, entre muchos otros, por Sammy Davis Jr., Nina Simone (esa es, precisamente, la versión que toma en cuenta la novela), y Frank Sinatra.
Con una tirada inicial de 10.000 ejemplares que se agotó en una semana para sorpresa de los responsables de la modesta editorial francesa Finitude, la opera prima de Bourdeaut también viene teniendo un enorme éxito debido al nunca bien ponderado —no podía ser de otra forma— boca a boca: ventas tan masivas como prolongadas, la obtención de prestigiosos premios literarios que incluyen una nominación al Goncourt de primera novela y la traducción a más de treinta países. Todos los requisitos para reconocerla, en definitiva, como una verdadera revelación literaria.
Georges, un niño sobreexpuesto a la poesía y alejado de casi todas las convenciones sociales, relata la particular vida que lleva junto a sus padres en una atmósfera idílica, llena de amor y de extravagancias. Su padre nunca llama a su madre con el mismo nombre dos días seguidos, los tres disfrutan de la compañía de Doña Superflua, la particular grulla a quien tienen por mascota, y cada una de sus acciones persigue el único propósito de pasarla bien, como los banquetes con invitados que organizan casi todos los días y, sobre todo, los deslumbrantes bailes en torno a esa misma pieza que, tal como le sucedía a Ión con respecto a su admirado Homero, es la única que escuchan. Aun cuando su estado de éxtasis y bienestar permanente, más que a la canción de Walker, recuerda a “La vie en rose”. Al menos hasta que la incipiente locura (o algo parecido) de uno de los tres protagonistas del libro empieza a teñir de tragedia semejante felicidad.
Uno de los puntos fuertes de esta novela con título beckettiano y una frescura entre humorística y surreal que parece hacerse un lugar entre Boris Vian y David Foenkinos, es abordar la conducta alucinada de un núcleo familiar, y no ya de una única subjetividad, una especie de síndrome del Quijote reproducido en toda una constelación familiar, y cuya estela alcanza también a los personajes secundarios que van tomando contacto con la familia: “En el mundo hay dos tipos de personas a las que hay que evitar a toda costa. Los vegetarianos y los ciclistas profesionales. Los primeros porque alguien que se niega a comerse un entrecot tiene que haber sido un caníbal en otra vida. Y los segundos porque un hombre que se pone un supositorio en la cabeza y exhibe descaradamente sus atributos enfundado en unas mallas fluorescentes no puede estar bien de la azotea”.
Esperando a MisterBojangles tiene como gran tema no tanto la vida marginal sino más bien la vida al margen, esas vidas al costado del camino que construyen y destruyen las personas que, por anacronismo, desfase o simple inadecuación, parecen salirse de todos los moldes y, por eso mismo, permanecen casi a la intemperie porque “cuando vas vestido como todo el mundo nunca te sientes ridículo”.
Una inusual primera novela que va de menor a mayor, efectista y con momentos de muy buena escritura como sucede en uno de los apoteósicos bailes finales: “las guitarras se encabritaron, los platillos resonaron, las castañuelas chasquearon, mi cabeza empezó a dar vueltas, y mis padres, a volar. Mis padres volaban, volaban el uno en torno al otro, volaban con los pies en el suelo y la cabeza en el aire, volaban de verdad, aterrizaban con suavidad, volvían a girar como impacientes torbellinos y volaban de nuevo con pasión en un frenesí de movimientos incandescentes”.
Es cierto que, por momentos, y sobre todo en las primeras cincuenta o sesenta páginas, la novela resulta un poco evanescente, algo superflua incluso como si le sobrara inspiración y le faltara un poco de trabajo y de espesura. Pero aun así se trata de un libro que, al igual que Frantz, la última película de François Ozon (inspirada, a su vez, en “Le suicidé” de Édouard Manet), tiene el don de celebrar la vida desde la orilla de la muerte y de ubicar al arte (en este caso, la literatura) en ese intersticio siempre en movimiento, siempre impredecible, entre la mentira y la verdad.