¿Qué buscaban Sofía y José en esa huida? ¿De qué escapaban, tan jóvenes? Cruzaron media Europa hasta llegar a un puerto francés que significaba la salvación. Sofía era menuda, baja, de ojos celestes. Llevaba el cabello con dos gruesas trenzas rubias que le circundaban la cabeza como una tiara. Había llegado al país en 1912 con José, su pareja, escapando de la persecución a los judíos en el Imperio Ruso. Ella tenía diecisiete años y él diecinueve, se habían conocido en una fábrica de zapatos en Varsovia. Ambos habían nacido en Vilna. José fue llamado para hacer el servicio militar. Los judíos no tenían un buen desenlace en la milicia polaca, así que no se presentó. Desertó y huyeron hacia Francia.

Habían soñado establecerse en Estados Unidos pero en Francia, en el puerto de Lyon, le descubrieron a Sofía algunas caries y no los dejaron embarcar. Debieron rumbear para Argentina. Recalaron en Rosario y se asentaron en un conventillo en el barrio Abasto. En el patio central, un pequeño rectángulo de tierra y césped, jugué con mis primos durante los años de la infancia y Sofía nos corría porque allí extendía la ropa, sobre el césped, para que el sol las blanqueara.

Fui su primera nieta mujer y tuve la suerte de que me fuera contando partes de su vida. Tengo, sin embargo, lagunas sobre su historia. Nos obligó a decirle nona. Cuando fui más grande, y supe de sus terrores, comprendí. No quería que le dijéramos bobe. Me contó parte de su vida en Rusia. Su padre era rabino y dueño de un viñedo. Su mamá había muerto muy joven y él se había casado con una muchacha apenas unos años más joven que ella. Como no se llevaba bien con su madrastra se fue a vivir con una hermana mayor a Varsovia. Pero sé que se guardó muchos recuerdos que le causaban dolor. Me cuidó y me cobijó cuando empecé la universidad.

Tenía una larga cabellera rubia, casi hasta la cintura. Adoraba su pelo. Así como era: menuda, delgada, bajita y sus ojos casi transparentes me solían mirar con ternura, fue una mujer fuerte y dura, que crío a sus cinco hijos lavando ropa para afuera. La experiencia en la fábrica de Varsovia fue crucial para que José pudiera trabajar como zapatero aquí. Ninguno escapó a las largas jornadas de trabajo pero fue sobre todo Sofía la que se encargó de sostener a sus hijos.

Después de bañarse se sentaba sobre una silla baja, de asiento de paja, en la que peinaba su larga cabellera. Cuando íbamos a visitarla, ella dejaba que yo la cepillara. Era feliz mientras hundía el cepillo en ese pelo rubio que me parecía eterno y que caía suave sobre el respaldo de la silla. Podría haber estado horas acariciándolo. Yo sabía que mientras la peinaba ella cerraba los ojos y dormitaba. A mí me encantaba verla cuando tomaba su preciado peine de carey que había traído de Europa y separaba su pelo en dos haciendo una línea perfecta en la mitad de la cabeza. Una parte caía pesada sobre su hombro derecho y la otra, sobre su hombro izquierdo, cubriendo ambos pechos. Sus largos y finos dedos trabajaban raudos y en un tris surgían dos gruesas trenzas, una de cada lado. Tomaba la trenza de la izquierda y la llevaba sobre la cabeza hacia la derecha y la sujetaba con largas horquillas. Hacía el mismo trabajo con la de la derecha y surgía una tiara dorada. Le había descubierto la suave canaleta que le circundaba el cráneo y que me llamaba poderosamente la atención. Mi dedo se hundía un poco cuando lo apoyaba en ella.

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No pude despedirte, querida Sofía, estaba lejos, de vos y de mis padres y no pude salir. Le envié una carta a mi madre para abrazarla cuando te fuiste. Te quise, abuela.

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