Desde el rinconcito del sofá, enroscado sobre mí mismo, observo con atención como transcurre la vida de esta familia.

Ser un simple gato, debo reconocer me ha dado ciertas ventajas. Pero nada es tan fácil como aparenta. Sin ir más lejos no tengo registro de mi familia gatuna. Pasé poco tiempo con mi madre y mis hermanos, además eso ocurrió hace tanto que ni me acuerdo. ¿Debe ser lindo compartir parte de la vida con la familia sanguínea? Yo los veo a ellos, mis dueños ¡Que feo que alguien sea tu dueño! y a veces, no siempre, se los ve disfrutar el vínculo.

Por la mañana temprano más de una vez soporto la frase: “nosotros nos vamos a la escuela y este vago mirá como apolilla”. No contemplan, por ejemplo, que antes de salir atacaron un suculento desayuno que yo miré deseando probar. A mí, con suerte, si la señora se acuerda, me dejarán un platito con comida para gato. Las veces que aprovechando un descuido se me ocurrió subirme a la mesa para aprovechar los alimentos que sobraron, si fui descubierto me sacaron a los escobazos.

Ahí tengo la primera crítica. Tema alimentación, los escucho habitualmente hablar sobre la importancia de consumir alimentos diversos, como eso favorece la salud y no sé cuántas cosas más. Por lo visto mi salud es distinta a la de ellos, ya que debe hacer siete años que a mí no me cambian el alimento y si lo hacen es porque encuentran uno más barato, que casi siempre es horroroso. A veces he decidido no comerlo pero al segundo o tercer día escucho decir: “a nadie se le ocurra darle otra cosa al gato, ya se lo va a comer y si no que se cague de hambre”. Entonces no me queda otra que aceptar la porquería que me dan. 

Otro tema, les conté que si me pescan en lo ellos creen que es infracción, me revolean como una pelota de trapo, de pronto a la noche o durante el fin de semana cuando todos están de buen humor son capaces de acariciarme, me hacen upa y hasta llegan a decir que soy un genio. Si viene alguna visita y quieren mostrar todo bárbaro, me bañan y hasta perfuman, sin importarles si tengo frío o si me desagrada el olor a esencias. Creo, si no entendí mal, que eso se llama hipocresía y de eso aquí he visto bastante. 

Por ejemplo, algunas noches, cuando ando merodeando cerca del dormitorio de mis amos, buscando un lugarcito mullido para dormir, he escuchado al señor decirle a la mujer que la amaba. Por un acto de justicia, si pudiera hablar, gritaría: contale, desgraciado, que hace un tiempo te quisiste levantar a chica que vino a cobrar el seguro. En realidad tampoco hubiera equilibrado las cosas, ya que la señora invitó a sus amigas el día de su cumpleaños, y cuando se fueron todas y quedó sola con la más íntima le contó que su jefe le parecía alguien con mucha pinta y lo pensaría dos veces si alguna vez le hiciera alguna propuesta.

Los chicos de la casa son más frescos. Salvo el dinero que le bolsiquean a sus padres o alguna prueba con malas notas que esconden o destruyen. Comparadas con los padres, lo que ellos hacen son tonterías. Pero ya van a ir aprendiendo. La mayor de las hijas, sin ir más lejos, estuvo en la cama con su novio y cuando los padres llegaron leía inocentemente una revista debajo una enredadera ¡Una santita!

A menudo escucho decir: “mirá que vivo el gato, como se hace el tonto”, me deshago por replicarles que aprendí de ellos.

Yo quisiera trasmitirle mi honestidad. Desde el día en que nací odio y soy cínico con los ratones, odio y soy cagón con los perros. No he cambiado en absoluto, es un mandato genético y milenario y así habré de morir. Sin embargo ellos mutan su cariño, según sus conveniencias, y pese a que en esta familia no hay políticos, sí  hay televisión y allí yo veo como un montón de mentirosos un día se maltratan y al día siguiente se abrazan como si nada hubiera pasado. 

A propósito del perro, han traído uno de raza, una bestia enorme, creo escuchar que es un rottweiler, al cual han pagado en dólares. Y es un forro cagón, que al principio hicieron dormir en un lavadero que hay afuera, pero el idiota ladraba todo el tiempo y como los vecinos se quejaron, no tuvieron más remedio que traerlo a pasar la noche adentro de la casa, ¿Creen que alguien pensó en mi seguridad? El guacho me mira sobrador, desde un rincón sabiendo que me asesina de un mordisco. Tuve que adaptarme a estar atento y conciliar el sueño con un ojo abierto.

Los escucho hablar de la importancia del placer, eso será para ellos, porque a mí se me ocurrió una madrugada salir a ver si una gata en celo me devolvía esa picazón en la sangre. La encontré en una terraza cercana, era una gata joven y como mis uñas, por la edad, son filosas y duras al clavárselas en su piel, la pobre gritaba con toda su energía. Un vecino abrió la ventana y, puteando, me acertó un medio ladrillo en el lomo. Por lo poco que sé y por lo que me contó un gato amigo que tiene un conocido en no sé qué lugar del mundo, allí les pasa lo mismo.

Muchas veces me copio sus malos hábitos, como creer que si tengo el celular más moderno o la ropa más cara seré más importante y más respetado. Así fui teniendo un deseo por semanas, era una alucinación, casi un deliro. Me robaría un sobre con dinero que el señor esconde en un estante del lavadero. Tomaría un taxi hasta el centro. Me sentaría a comer en el lugar más careta. En el shopping más lujoso compraría anteojos caros y la mejor ropa. Después iría a una concesionaria y compraría un auto nuevo, el último modelo de la mejor marca, flamante y brilloso. De allí vendría manejando por la avenida, despacio, sin ningún apuro, como desentendido de todo, porque no, fumando un habano. Llevaría la mano afuera de la ventanilla, mirando al mundo como lo miran quienes se sienten superiores, gozando de la envidia que les produciría esta situación a esos pavos de los perros y a los otros gatos sumisos y obedientes que nunca van a llegar a nada. Disfrutaría de su sorpresa al verme pasar con el auto brillante y los miraría de reojo, sin darles importancia, o a lo sumo saludaría con un gesto mínimo. Por no decir despectivo.

Pero cuando estaba disfrutando en la parte más alta del sueño. Cuando una sonrisa se esbozaba en mi cara de solo imaginarme la situación. En ese preciso momento todo se derrumbó de golpe. Era imposible lo que yo estaba haciendo. Algo, en lo profundo de mi ser, me hizo recordar que hace como cincuenta y pico de años, al escritor que me dio vida en este cuento su maestra de segundo grado le recriminó severa: “Osvaldito, rehacé tu composición de ayer, por una vez, al menos por una vez, dejá de imaginarte cualquier fantasía y escribí algo sobre un gato normal como cualquier gato que anda por ahí, los gatos no piensan, no hablan, y mucho menos manejan autos o aviones”.

 

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