“La noche ha quedado huérfana”, se oye decir en una Francia de luto desde el pasado domingo por haber perdido a “la reina de nuestros desvelos”, como manifestó una acongojada Anne Hidalgo, alcaldesa de París. Una de las tantas figuras de la política y la cultura que han despedido a la legendaria Régine, muerta el 1 de mayo a los 92 años. Con irrenunciable optimismo y eterna vitalidad, la artista y empresaria dejó su huella en la chanson gracias a títulos como Nounours, que Charles Aznavour escribió especialmente para ella. También compusieron para esta indómita pelirroja personalidades como Henri Salvador o Serge Gainsbourg, quien le obsequiara su tema consagratorio: Les Petits Papiers; también el sugerente Ouvre la bouche, ferme les yeux; el arriesgado Les Femmes, ça fait pédé… La elegante y jovial Régine nunca tuvo miedo de asumir canciones que coquetearan con la provocación, a veces teñidas de humor; otras, rematadamente serias.
Así las cosas, la también actriz ocasional veía la interpretación como un hobby: donde descolló desde la década del 50 fue en la noche, como dueña de discotecas topísimas. Llegó a gestionar alrededor de 20 clubes en simultáneo, en distintas partes del mundo, que eran frecuentados por Andy Warhol, los Kennedy, Maria Callas, Yves Saint Laurent, Audrey Hepburn, Elizabeth Taylor, Ava Gardner… Solo lo más selecto del jet set, por cierto, contaba con la tarjeta dorada de membresía, entregada en lustroso estuche Cartier.
“La gente joven ya no baila en pareja, lo hace mirando a los parlantes. Sospecho que será una moda pasajera, dudo que dure demasiado”, vaticinaba hace unos pocos años quien amenizaba sus ratos libres con música clásica, practicaba judo, coleccionaba zapatos. “Hoy en día la sociedad exige grandes salones para miles de personas. Pero no me gusta el anonimato. El club nocturno perfecto es de 400 personas, ni una más”, daba su experto parecer la dama que, además de míticas discotecas, fundó restaurantes, creó líneas de ropa, de perfumes… Como no era fan del alcohol ni de las drogas tras ver sucumbir a tantas amistades por culpa de adicciones, en los 80s fundó una organización de ayuda: SOS Drogue International. También se involucró en campañas por personas refugiadas, desplazadas.
Nacida Régina Zylberberg en Anderlecht, Bélgica, en 1929, su familia judía polaca se mudó a Francia siendo ella una pequeñuela. “Papá, jugador empedernido, era dueño de una panadería que perdió en una partida de póquer. Mamá huyó a la Argentina cuando yo tenía 2 años, esperando que la siguiéramos…”, compartía Régine, que durante la ocupación nazi, se refugió en un convento de Lyon. En esos años difíciles conoce a “Claude, mi primer, gran amor, pero la Gestapo lo arrestó antes de que pudiéramos casarnos. Lo deportó y él murió en el exilio”.
Después de la guerra, su padre abrió un modesto café, La Lumière de Belleville, que ella ayuda a atender desde las 5 de la mañana. Al tiempo, en 1953, empieza a laburar en un club nocturno, Whiskey à Gogo, donde hacía de “camarera, portera, asistente de baño, bartender, anfitriona, también ponía música. Esa fue la primera discoteca moderna, y yo, la primera disc jockey”. Se endilgaba el título por cierta ocurrencia: consciente de la incómoda brecha entre canciones, de ese silencio de segundos o minutos, reemplazó la rockola por dos tocadiscos, que ella misma pinchaba. Así, a la par que ayudó a posicionar el exclusivo lugar, fue trabando amistad con Gainsbourg, Belmondo, Alain Delon…
Con el respaldo financiero de los Rothschild, también habitúes de Whiskey à Gogo, Régine inauguró en el ’57 su primer club: Chez Régine, en la rue du Four, suceso desde el primer minuto. Rindió frutos el pícaro truco de la flamante empresaria de poner, semanas antes del debut, un letrero cada noche que decía “Discoteca llena”… “Era el único lugar divertido en el aburrido París de los 50s”, ofrecería un joven modisto, Karl Lagerfeld, que -desde allí- solía ir directo a la maison Balmain.
Desde Françoise Sagan hasta Brigitte Bardot pasando por Georges Pompidou, nadie quería perderse de Chez Régine, donde la dueña enseñaba el hula-hoop, el cha-cha, el merengue, bailaba tango con Chaplin, el twist con el duque de Windsor. A las 3 de la matina, pequeño break de tanta danza: para comer espaguetis, que entregaba a los presentes “para que nadie fuera a su casa borracho”. Al poco tiempo, le sigue la apertura de New Jimmy's en Montparnasse, y ya luego establecimientos en Nueva York, en Inglaterra, en Mónaco, en Brasil, en Egipto, en Malasia…
Dos veces casada, dos veces divorciada, Régine tuvo un solo hijo -Lionel- con el que mantuvo una relación tirante, y aunque se llevaba estupendamente con su nieta, decía carecer “de vocación de abuela”. No suscribía al arrepentimiento ni a la nostalgia, y las críticas ni le iban ni le venían: se desternillaba, de hecho, echando a correr rumores sobre sí misma, para ver qué le devolvía el teléfono descompuesto. Ojo, con esa voz ronca tan característica admitía unos cuantos romances, incluido un affaire con Gene Kelly tras un mutuo flechazo en la pista. Y eso que, a su decir, se le daba fatal coquetear.
Cuenta la historia que, cuando inauguró su club
neoyorkino, hubo un lío con los caños. Entonces cargó tres limusinas con platos
sucios, condujo unas pocas cuadras hasta el restaurante francés Le Cirque. “De
repente, allí estaba ella, esta pequeña dama en la puerta con todos estos
platos”, relata el dueño del lugar, Sirio Maccioni: “Por supuesto, abrimos la
cocina y los limpiamos. Por Régine, hacías lo que fuera necesario”. En el país
galo era tal su estatus que, según algún que otro testigo, en el aeropuerto la
saludaban con reverencia, sin pedirle los papeles. El pasaporte, ¿para qué? ¡Ni
falta hacía!