La oscuridad le sienta bien desde la infancia. No tenía muchos amiguitos esa niña excéntrica que vivía en una típica “casa chorizo” en Lanús. En una de las habitaciones había un piano y la abuela le decía que no lo tocara porque “si lo dejás abierto lo toca el diablo”. También había una baulera, que para la nena era como un sótano, adonde invitaba a algunos amigos y les decía que ahí estaba su abuelo, que era vampiro. “El terror me refugió de la realidad de crecer en la dictadura; era todo terrorífico afuera, pero el adentro al menos no era peligroso porque era de ficción”, planteó Mariana Enriquez en diálogo con Nora Veiras, directora de Página/12, en la Feria del Libro.
La amoralidad
Una multitud disfrutó de la charla en el stand del Grupo Octubre. Enriquez escribió Nuestra parte de noche porque estaba “harta de escribir cuentos” y quería medirse con una novela de terror, “cosa que había intentado y había fracaso estrepitosamente; era un libro pésimo”, confesó sobre esa tentativa fallida. Entonces fueron apareciendo los personajes Juan y Gaspar porque tenía ganas de escribir sobre varones y acerca de la relación padre e hijo. “Hay una orden que son malísimos y ricos y quieren vivir para siempre y para eso van a convocar a un Dios que no tiene forma y que come; una oscuridad que come gente. Eso es lo que sabía y ahí empecé a escribir, medio a ciegas”, repasó la escritora. No le gusta mostrar lo que escribe porque es “muy influenciable”: “me decís ‘esto no funciona’ y lo saco; me decís ‘esto está buenísimo’ y lo dejo. No tengo criterio”, se sinceró ante sus lectores.
La autora de los cuentos Las cosas que perdimos en el fuego aseguró que no da talleres literarios porque le parece como ir a terapia de grupo. “No quiero escuchar el texto bueno, me da odio; y el malo me digo para qué estamos perdiendo el tiempo”. Veiras evocó una frase de Nuestra parte de noche, “La amoralidad tiene una marca de clase”, para preguntar si esa amoralidad la circunscribe a la clase alta, una clase caracterizada como despreciativa y cruel. “No lo circunscribo, pero tienen las mejores posibilidades de poder llegar a esos niveles de amoralidad por el hecho de que sean totalmente impunes. Es una marca de clase en el sentido de que pueden zafar. Yo no puedo zafar si llego hacer alguna de las cosas que hace esta gente. Ellos sí”, comparó Enriquez y recomendó la lectura de la novela autobiográfica El padre, del escritor inglés Edward St. Aubyn, un autor que fue reiteradamente abusado por su padre, que estaba tan lejos de la moral burguesa que “si quiero destruir a mi hijo lo destruyo y nadie va a decir absolutamente nada porque yo soy diferente, porque estoy más cerca de un Dios que de un común mortal”. Enriquez destacó que fue la primera vez que leyó a “un rico escribiendo sobre esa clase y metiéndose en la cabeza de su padre, un tipo que había estado en la India matando gente y animales como si fuesen la misma cosa”.
Desprecio a lo popular
Su gusto por la oscuridad y el terror vienen de las lecturas de la infancia en la biblioteca de sus padres, que no eran artistas pero los definió como “súper lectores”. Entonces fueron llegando libros como A sangra fría, de Truman Capote; Historias extraordinarias, de Edgar Allan Poe, y uno muy especial: un tío le regaló Cementerio de animales, de Stephen King, cuando tenía 8 o 9 años, en la traducción de César Aira, libro que eligió “porque tiene un gato en la tapa, pero abajo tiene a un tipo llevando a un niño muerto en brazos”, aclaró Enriquez, quien descubrió gracias a King que eso era lo que ella quería hacer.
Sobre el impacto que tuvo la desaparición de Miguel Bru, estudiante de periodismo desaparecido el 17 de agosto de 1993, después de haber sido detenido y torturado en la comisaría 9a. de La Plata, precisó que “las dictaduras no terminan cuando terminan” y reconstruyó el clima ambiente de su primera juventud platense con razzias policiales permanentes. “Era salir a ser adulto con la hiperinflación, con uno de tus amigos más conocidos asesinado por la policía, con la epidemia del Sida y con el aborto ilegal. Esa era mi juventud. Yo no entiendo por qué me dicen que escribo cosas oscuras, yo no sé qué quieren que escriba. No me parece una sensibilidad muy descabellada”, evaluó la escritora.
A Enriquez la saca de quicio que se invalide a un escritor por su popularidad. “Charles Dickens era popular, Flaubert era popular, Victor Hugo era popular; Los miserables se sigue dando hoy en Broadway. Shakespeare era popular, iba de pueblo en pueblo con su carromato; las tragedias griegas eran populares. Separar la alta literatura de la baja literatura es un problema que tiene que ver con el desprecio a lo popular”, reflexionó sobre este fenómeno mundial de la segunda mitad del Siglo XX. “Hay un problema grave en pensar que la literatura que se vende y le gusta a la gente es una literatura para despreciar, como si el escritor escribiera para un grupo selecto”, advirtió Enriquez.
“El genio masculino ha hecho mucho daño”, afirmó Enriquez y comentó que se encontró con “más escritores varones que están convencidos que son genios” y recordó que su primera novela, Bajar es lo peor, la editó Juan Forn. La primera semana que entró a trabajar a Página/12 un periodista varón la encaró y le dijo: “decime la verdad, ¿te escribió Juan el libro? ¿Le hubiesen dicho eso a un varón? Creo que no”, subrayó la escritora. La autora de Los peligros de fumar en la cama no quiere ser desagradecida con el movimiento de mujeres. “Si hay una puerta que se abrió es porque se abrió a patadas. No dijeron ‘pasen, chicas’. Lo que sí me irrita es que te pongan en una mesa a hablar de la escritura femenina, cosa que no existe”, admitió Enriquez y reconoció que como escritora tiene cuestiones en común con Samanta Schweblin, Mónica Ojeda, Fernanda Melchor, pero también con el escritor boliviano Maximiliano Barrientos, el mexicano Yuri Herrera o el argentino Luciano Lamberti. “Si vamos a hablar de terror, siéntenme con Luciano, no me sienten con una chica para hablar de ropa”, ironizó Enriquez y agregó que hay un tipo de escritor que sabe intervenir con facilidad en la coyuntura, como Martín Kohan o Beatriz Sarlo, en cambio ella necesita escribir y pensar. “Pedirle a un escritor que sea un intelectual público es una exigencia injusta. Hay escritores que no lo quieren hacer”, concluyó.