Desde Londres

En internet encontramos la “Missingcats in Pandemic”, una ONG fundada por gente de dinero, las desoladas familias y jubilados de Chelsea, Hampstead y Richmond que buscaban sus gatos de raza misteriosamente desaparecidos a poco de empezar la pandemia. El dato nos lo había pasado Sam, que había visto nuestro anuncio clavado en los árboles del barrio con la recompensa de 500 libras por cualquier información sobre Flash The Cat. Sam nos dijo que no éramos un caso aislado, por todos lados había bandas que aprovechaban la soledad y el miedo reinantes. Mucha gente pagaba fortunas por tener compañía en esos meses de calles vacías y hospitales llenos, de muertes que trepaban todos los días, cada vez más alto, cada vez más cerca.

En la versión de Sam se trataba de operaciones nocturnas, bastaba con dos o tres maleantes, un coche y un poco de paciencia para localizar a un gato errante, meterlo en una bolsa y llevárselo. Sam no parecía estar exagerando. A las dos semanas del secuestro de Flash, habían aparecido avisos en el barrio de otros gatos desaparecidos, todos muy lindos, no tan pura raza como el nuestro, un bellísimo Chartreux, pero lindos igual, como el blanco ese que parecía un conejo o el de rayas grises y verdosas o el negro estilo pantera. Incluso en nuestras esporádicas salidas empezamos a ver carteles similares en los árboles del resto del municipio y hasta llegando al centro, como si las desapariciones fueran una extensión del coronavirus, un artero golpe bajo para despojarnos de lo que quedaba de nuestra vida cotidiana.

Los chicos estaban destrozados, lloraban todos los días o andaban con una cara tristona, preguntaban si Flash estaba vivo, con gente buena o mala, si tendría comida y rincones secretos para remolonear. Encima teníamos que ayudarlos con la enseñanza remota y era inevitable, no sabíamos cómo, pero siempre, de una manera u otra, la aritmética o la geografía desembocaban en Flash. Recordábamos su fastuoso pelaje, esa densa nube gris oscura y cenicienta que lo envolvía como una manta y cuando se ponía panza arriba bajo el sol o con pose de esfinge en los sofás o las camas, satisfecho como una deidad suntuosa y milenaria. A los chicos les hacía reír hasta las lágrimas aquella vez que Flash había tumbado media cocina para salir al jardín a cazar una paloma.

Sam nos mantenía al tanto de las últimas novedades, nos mandaba whatsapp o nos llamaba, siempre con ese optimista acento rural que era una de las pocas cosas que nos hacía sonreír en aquella época funesta. Una vez nos contó que los barrios de Chelsea, Hampstead y Richmond habían reforzado las medidas de seguridad con un sistema de cámaras y vigilancia privada que estaba empezando a dar resultados. Aparentemente no era fácil sacarles información a los que agarraban, ni el miedo a la policía o la justicia les hacía cosquillas, un poco de zarandeo de los detectives los volvía más razonables, pero muchos estaban hechos de piedra, preferían cualquier cosa a denunciar a sus secuaces. Por suerte había unos cuantos que se avenían a ayudar, más cuando se les ofrecía a cambio un precio razonable con la promesa de que jamás volverían a pisar el barrio.

A los chicos les decíamos que Sam tenía una agencia de detectives que iba a cazar a los maleantes, pero también hacíamos lo posible para distraerlos, para que no pensaran que era otra epidemia de fin del mundo, claro que, con tanta foto de gato perdido dando vuelta por el barrio, era misión imposible. A veces hablaban del asunto en voz alta, otras los escuchábamos cuchichear de noche, armar una larga historia, mezcla de Disney y cuento de terror con sorprendente final feliz. El protagonista era, por supuesto, Flash The Cat que lideraba a todos los gatos de la zona en un largo regreso cruzando barrios, tejados, jardines y parques, huyendo de la feroz cacería de una flota de siniestras camionetas blindadas que los buscaba por todo Londres para volver a encarcelarlos.

Sam decía que los raptos precedían la pandemia, pero que la cosa en serio había empezado con el coronavirus y el abrupto desempleo, con tanta gente que ya no tenía sus trabajos normales y se ganaba la vida como podía. En cuanto a Flash, consideraba que había dos posibilidades. Que los tipos lo hubiesen vendido muy rápido en el mercado negro o que estuvieran esperando para que ellos elevaran la recompensa, esa era la experiencia más frecuente de la MissingCats in Pandemic.

Un día vino con la noticia. Había recibido un mensaje sobre un posible avistamiento de Flash The Cat. Era un poco lejos de nuestra zona, pero estábamos tan hambrientos de noticias, tan derrotados, que nos hicimos ilusiones. El llamado llegó a los dos días. El acento era extranjero, vaya a saber de dónde, un tono a la vez abrupto, humilde y brutal. El tipo dijo que tenía a Flash The Cat, había aparecido en su jardín una noche, lo había recibido y alimentado porque él era muy compasivo con el mundo animal, aunque después le había roto media casa, si hubiera sabido el desastre que le iba a hacer se lo habría pensado dos veces. En resumen: quería más plata. Arreglamos en 750. Me citó en el parque, al lado de las hamacas, a las siete de la mañana. Me recomendó que fuera solo: nada de intrusos o desconocidos.

Así fue. Al rato de esperar, vi una cara bronceada y añeja que se acercaba cautelosamente, los ojos entre prepotentes y paranoicos. Dijo que lamentaba mucho lo de Flash The Cat, que haría lo que estuviera a su alcance para ayudarnos. ¿Ayudarnos?, me escandalicé, ¿para eso vine a las siete de la mañana? Me dijo que lo siguiera. El barrio estaba tranquilo: él no. Miraba todo como si fuera a salir una brigada entera de policías de detrás de los árboles. ¿Adónde vamos?, le pregunté. Por toda respuesta me mostró las fotos en su celular. Era Flash The Cat, no cabía dudas, pero yo no quería imágenes: quería nuestro gato. Le mostré lo que había traído, en billetes de 50, nuevitos: 100 ahora, el resto con el gato.

Flash The Cat estaba enjaulado en un Nissan envejecido, la patente tapada con un trapo blanco. Había dos tipos adentro que apenas me miraron. El rubio de unos 40 años era de acá, el otro parecía eslavo. Mi mujer trajo el resto del dinero. Cuando el eslavo abrió la puerta de la jaula, Flash se tomó su tiempo. Miró alrededor como quien tantea un precipicio o sospecha una trampa, dio un maullido de pedido o saludo o reconocimiento y se sentó en el asiento con los ojos clavados en nosotros. Recién cuando pagamos lo que faltaba, pude tomarlo en mis brazos y apretarlo contra mi pecho. El coche arrancó cuando llegamos a la esquina. De Sam no supimos más nada. Ni nosotros, ni los dueños de otros gatos en el barrio.