La aerosilla del neuquino Cerro Bayo sobrevuela entre las copas de un bosque de lengas con sus enramadas blancas por la nevada de anoche: cerca de la cima entro a una nube. No veo nada de nada y avanzo en soledad por la blancura etérea. Al final distingo una ventana azul y por allí pasa la silla con su vuelo lírico de alfombra mágica. Del otro lado se abre el panorama del firmamento sin nubes, homogeneizado por un azul radiante del Oriente al Poniente. Impactado por la escena vuelvo la cabeza hacia atrás para seguir mirando y olvido levantar a tiempo la baranda. El empleado que recibe a los esquiadores grita “¡abrila!”: obedezco a las apuradas y se me traba en un esquí. Abandono la silla un metro después de lo indicado deslizándome con torpeza y se me cruzan los esquíes: caigo de bruces en la nieve.
El percance resulta menor ante lo que descubro al pararme y mirar hacia abajo: un abismo blanco. A mis pies se abre una descomunal hoyada nívea rodeando al lago Nahuel Huapi, donde a media altura parecen comprimirse todas las nubes de la galaxia en un colchón algodonado. Me quito los esquíes para sentarme en una roca a contemplar la imagen invertida del cielo. El paisaje desconcierta porque desde la cima veo las nubes por debajo de la línea proyectada desde mis pies. La nubosidad inferior crea una continuidad visual con la lisura del manto de nieve que trepa el anfiteatro de montañas desde el pie hasta la cima.
Hoy, desde el Cerro Bayo, el universo es bicolor: mitad blanco abajo, mitad azul en lo alto. Y no se ve otra cosa. La única irregularidad en este simétrico mundo del revés está sobre la línea del horizonte, donde se recortan los picos triangulares de los cerros Dormilón y Tres Hermanas, y el volcán Puyehue perforando con sus filos el plumón de nubes en la lejanía.
-¿Flaco te lastimaste?
-Para nada: ¿pero vos me podés explicar qué es este sueño blanco?
El empleado de pista se las sabe todas: “Es un plafón, una masa de nubes bajas que se forma por una inversión térmica; el sol calienta la montaña y después el lago; considerate un hombre de suerte porque no es común ver esta maravilla”.
Observo a algunos esquiadores, tan concentrados en el deporte -indiferentes a la visual- y pienso que cruzaría el país entero nada más que para sentarme cinco minutos en esta roca fría y sobrevolar con mirada cenital el onírico plafón, ese cielo surrealista que bulle debajo de otro cielo. Enmudecido, no quisiera salir nunca de este nimbo. Pero me calzo los esquíes y me zambullo al mar de nubes en estado de gracia.
CONVERSACIÓN EN EL CATEDRAL Florencia Ferro, instructora de esquí en el Cerro Catedral de Bariloche, se remueve los bucles rojizos que contrastan con la nieve: “Así como no te puedo explicar la sensación de tener un hijo, tampoco es posible hacerlo con el esquí”. Pero Florencia piensa y encuentra las palabras, incluso con cierta poesía: “Un día perfecto es cuando amanece a pleno sol después de una gran nevada, con una nieve en polvo suavecita cubriéndolo todo. Si llegás a primera hora, está lisa sin un rayón. Y te tirás como un rayo sin el menor esfuerzo, atraída por la fuerza misteriosa de la pendiente; absorbés su omnipotencia mientras vas como volando a ras de tierra. En cada zigzag acariciás la ladera y te sentís la reina de la montaña, en éxtasis, rayando la virginidad blanca”.
Inspirado por semejante definición subo a buscar algo parecido. Catedral es el centro de esquí más grande de Sudamérica, con pistas que se entrelazan a todo lo ancho de un gran cerro. No sé por dónde empezar y consulto a una informante por un recorrido para esquiador intermedio, pensado más bien para en el disfrute del paisaje.
Con un plan de ruta y conexiones marcadas en un mapa, subo a la cima del cerro por la telesilla Séxtuple y combino con la Lynch. Llego al filo del Catedral: a un lado y al otro de las laderas veo lagos, volcanes nevados y montañas. La imponencia me impide sumergirme de golpe en la concentración del esquí: primero tomo un café en el parador Lynch con vista al Nahuel Huapi para serenar la intensidad de la mirada.
Comienzo a descender por las pistas intermedias de color azul, abriendo bien la cuña con los esquíes para no levantar velocidad. Un caminito de nieve conecta la pista Lynch con otra llamada Punta Nevada y regreso a la base del medio de elevación. Cerca de allí, de acuerdo con el mapa, subo a otro sector del filo de la montaña: me deslizo por la pendiente hacia la derecha y conecto pistas y caminos de nieve hasta el medio de elevación Nubes, que me lleva a otro sector distinto de la cima.
En media hora ya llevo explorada media ala del cerro. Clavo los bastones en la nieve, miro una vez más la panorámica buscando inspiración y me dejo caer zigzagueando casi en trance, a través de los viboreos de una pista que se interna en un bosque encantado.
NIEVE CON MAPUCHES “Estos se la dan de mapuches pero andan todos en 4x4”, me dijo una vez un hombre en la Patagonia ahogándose en sus palabras. En el pueblo neuquino de Villa Pehuenia esos pobladores originarios surcan la montaña en modernas motos de nieve entre bosques de araucarias en su comunidad, donde gerencian un centro de esquí más bien pequeño: es ideal para los primeros pasos en este deporte, recomendable también para quienes no busquen esquiar pero al menos disfrutar de la nieve sin exigencias deportivas.
Salimos a recorrer en moto de nieve las montañas del Parque Batea Mahuida al pie del volcán del mismo nombre, guiados por los hermanos Claudio y Alejandro Cafulqueo, quienes compraron los vehículos por su cuenta y aportan el 30 por ciento de la ganancia a la comunidad. Cada uno conduce una moto llevando un pasajero detrás.
Avanzamos a toda velocidad como flotando sobre la nieve. Detrás queda una estela blanca y nos internamos en los vericuetos del bosque de araucarias. Nos bajamos para ver de cerca y tocar su rugosa corteza con sus las ramas cargadas de nieve; muevo una a ver qué pasa y toda la nieve me cae encima.
El silencio del bosque blanco es perfecto, no hay viento ni más gente a la vista. El ambiente minimalista tiende al blanco y negro. Alejandro cuenta que a veces algunos viajeros le preguntan en su propia cara: “¿Y los mapuches dónde están?”.
Seguimos viaje rasgando la virginidad del paisaje para ascender hacia la cima del volcán Batea Mahuida, inclinándonos en 45°. Nos detenemos en el borde del cráter a observar los lagos Aluminé y Moquehue conectados por un río, y siete conos de volcán. Abajo, a nuestras espaldas, brilla una laguna color esmeralda y Alejandro aclara que el Batea Mahuida ya no tiene un cráter muy definido, porque explotó desde la base hace 7000 años.
PERROS EN CHAPELCO Pablo Germann organiza paseos en trineo tirado por perros en el centro de esquí Chapelco. Es uno de esos privilegiados fanáticos de los animales que, sin ser Brigitte Bardot, se puede dar el gusto de tener 96 mascotas a las que reconoce por su nombre y carácter.
“¡Hop Hop Ok!”, grita Pablo y los perros arrancan desde una cabaña de troncos a 1600 metros de altura en el Cerro Chapelco, junto a la ciudad neuquina de San Martín de los Andes. Nos internamos a toda velocidad en un bosque bajo una suave lluvia de copitos de nieve. -“¡Ohhhh!” –grita y se frenan.
Paseamos media hora y Pablo detiene a su jauría domesticada para conversar en el bosque níveo y se convierte en barman. Sirve unas copitas de licor de chocolate y me cuenta que sus perros son descendientes directos del lobo ártico domesticado por los esquimales chukchis en la estepa siberiana: “Nacieron para esto y los tengo en caniles con camas de pasto bajo techo; su genética les requiere correr varios kilómetros por día y su cuerpo está adaptado a bajas temperaturas”.
En 1986 Pablo trabajó en Antártida para una empresa de turismo en la Base Esperanza, guiando viajeros que bajaban del barco Bahía Paraíso: los llevaba a pasear en trineos con perros. Su mayor aventura fue cruzar la península antártica de lado a lado con los trineos y sus perros más un vehículo oruga, donde el ambiente extremo volvía más salvajes a sus mascotas y por eso cazaban pingüinos. La guía de aquel barco turístico era la novia de Pablo y la pareja fue la primera en casarse por civil en el continente blanco.
ESQUÍ DE FONDO Llego al centro de esquí Cerro Castor en Tierra del Fuego para practicar la modalidad más antigua de desplazarse en la nieve, que se remonta 5000 años a los tiempos del hombre primitivo en los pantanos suecos y finlandeses: el esquí de fondo. Me recibe el instructor Pablo Valcheff en la base del cerro, donde alquilo los esquíes y tomo una clase de una hora. Esta es la forma más sencilla del esquí y la pueden practicar personas sin experiencia, desde niños hasta ancianos. En el esquí alpino uno se tira por las laderas con la ayuda de tecnologías de ascenso. En cambio esta alternativa sirve para la relajada vivencia de ir por el bosque sin depender de nada ni nadie. Es un deporte aeróbico –completo como la natación– donde uno se impulsa a sí mismo con brazos y pies.
Pablo me enseña a moverme avanzando cuatro metros por cada impulso. es casi como caminar sobre la nieve, deslizándose sin levantar los pies. El equipo consiste en dos bastones que se apoyan alternadamente, por equilibrio y para impulsarse, y dos esquíes finos y livianos con una bota blanda, cuya punta se fija al esquí mientras el talón queda libre.
La clase termina y quedo libre para salir a recorrer los 25 kilómetros del circuito de nieve pisada con máquinas, el único del país donde se hacen carreras internacionales. Arranco con la técnica clásica, más sencilla, encajando los esquíes en dos surcos paralelos que deja la máquina pisapista.
Voy por la planicie blanca de un gran valle bajo el sol radiante. Al principio los movimientos son torpes y lentos, pero al rato entro en ritmo y me desplazo con plasticidad. Entro a un bosque nevado y me cruzo con un trineo tirado por seis perros alaskan-huskies. Entonces me siento en un tronco caído a disfrutar del silencio entre los árboles y descubro por su toc-toc a un pájaro carpintero de cabeza, roja casi a tres metros encima mío.
Continúo el circuito pasando por distintos centros invernales dedicados a los trineos y el esquí de fondo, y cruzo la ruta por debajo a través de un esquíducto hasta Tierra Mayor, donde arranca cada año la Marcha Blanca, una carrera de esquí de fondo. He recorrido seis kilómetros hasta aquí y el gasto calórico me genera hambre: almuerzo al aire libre en ese centro invernal un suculento cordero patagónico al asador, contemplando las montañas nevadas.
Cuesta arrancar pero debo volver y la moza me da aliento: “El camino de regreso a Cerro Castor es casi todo en leve descenso; ya no te vas a cansar. Pensá que los vikingos en el siglo X la tenían más difícil”.
TERMAS Y NIEVE Partimos en camión oruga desde el pueblo neuquino de Caviahue con un plan muy singular: caminar sobre los techos de las casas de Copahue enterradas ocho metros bajo la nieve. Están las opciones de ir en trineo tirado por perros, en moto de nieve y en camioneta 4x4 combinada con caminata con raquetas. Pero optamos por ese transporte con algo de tanque de guerra transparente para surcar un paisaje que, a medida que ascendemos, es pura nieve sin otra cosa a la vista salvo las fumarolas sulfurosas de las termas.
Pasamos sobre la laguna congelada Las Mellizas y al llegar al pueblo asoman algunos techos. Estacionamos en el Café del Montañés, que por estar justo frente a una fumarola que derrite la nieve, está habitable: aquí almorzaremos más tarde un guiso de montaña.
Los niños se van con guías especiales para ellos y construyen un iglú con pala y serrucho, donde merendarán. Pero las actividades de niños se mezclan con las de adultos; nosotros también queremos jugar tirándonos del techo de las casas como por un tobogán. Algunos salen a caminar con raquetas sobre el pueblo enterrado pero nosotros optamos por ir al complejo termal, que en invierno abre una pequeña parte, especialmente la Laguna del Chancho donde nos metemos a untarnos el cuerpo con barro sulfuroso rodeados de montañitas de nieve. En un momento comienza a nevar y nos caen en la cara suaves copitos que se deshacen por el vapor del agua caliente. Entonces pasamos a la Laguna Verde -también cálida y rica en algas- y por último a la sala de masajes del spa.
Regresamos a media tarde con el chofer haciendo camino allí donde no lo hay. El veredicto es unánime entre los pasajeros: “Esto es como ir a la Antártida”. Y a pesar de que ninguno de ellos ha estado allí, los hechos parecen darles la razón. A lo lejos vemos una construcción de chapa donde se entrenan los militares argentinos que irán a pasar una temporada en el continente blanco.