Hay un conjunto de ejes que marca siempre una época literaria. No es descabellado pensar que la escritura del Boom estuvo atravesada por la emergencia de Cuba como una experiencia política nueva para el pueblo latinoamericano, y que, en algún punto, la disolución de esa explosión de ventas, de reconocimiento crítico y periodístico, de impacto, tuvo mucho que ver con una pérdida de entusiasmo, al menos, por parte de algunos de sus representantes (Mario Vargas Llosa es, siempre, el primero que aparece en esa lista) y, claro está, con los golpes de Estado que pulularon por estas patrias. Hay modos y modos de interpretar o entender la pérdida de vigencia de una experiencia. Para ir a un caso literario concreto, no se puede entender la literatura de Juan Rulfo si no se encuentra en él un punto de vista teñido por la decepción frente a la experiencia histórica de la Revolución Mexicana, lo cual, para el autor de cuentos como “Nos han dado la tierra”, “El llano en llamas” o “Es que somos muy pobres”, no cambia en nada el destino de soledad y miseria que marca a quienes nacieron en México, o en Latinoamérica, en algún punto. Es por eso que se vuelve interesante la lectura de la novela El asedio animal de la joven escritora colombiana Vanessa Londoño. En algún punto, este trabajo permite repasar la manera en la que se articulan violencia, política y subjetividad en un mundo posterior a los utopismos, en una tierra tan cansada y bella como las personas que la transitan.
En ese sentido, en El asedio animal la mejor metáfora de esa pérdida estructurante del sujeto latinoamericano es la amputación: en cuatro historias breves, escritas con tonos que varían en función del narrador, modificándose con una plasticidad realmente notable a partir de lo que se cuenta y quién cuenta, Londoño nos presenta un panorama de personajes que sufrieron una pérdida terrible de alguna parte de su cuerpo, víctimas del ejercicio del poder por parte de los altos nombres de la guerrilla, de sus caudillos, de los propios vecinos, que imponen caprichosamente a los más humildes lo que consideran que es la Ley y lo que ese Ley habilita a hacer. Así, por ejemplo, empezamos el relato con la historia de una india, Fernanda Huanci, castigada por los hombres de la comunidad por usar botas, reprimenda aleccionadora cuya crueldad reverbera en todo el libro: luego de una suerte de juicio popular, le cortan las piernas con una motosierra. Pero esta es apenas uno de los muchos cuerpos mutilados que recorren la historia: está también la de Yarima, quien intenta huir como puede de la violencia sexual de Torero, que quiere desvirgarla como a todas las chicas del pueblo; o la historia de aquel viejo que sufre en su mirada las consecuencias de una operación militar que lleva un nombre terrible (y que tiene cierto paralelo con las consecuencias de la represión en Chile sucedida hace pocos años): “ojos muertos”. Londoño va construyendo una cartografía colombiana repleta de miembros faltantes, de relatos imposibles acerca de personas que han perdido algo y que se demoran en ese fantasma, pero no de una manera neurótica. Muy por el contrario, hay algo de esa falta que se complementa con la naturaleza mansa del paisaje, con el ruido de los insectos chocando contra la puerta, un tono que en verdad recupera algo que puede leerse en la literatura latinoamericana ambientada en territorios humildes, donde la exuberancia de la naturaleza se contrapone a la falta de comida o, en este caso, a la falta de cuerpo.
Vanessa Londoño, nacida en Bogotá en 1985, se ha hecho del Premio de Literatura Aura Estrada con esta novela en 2017, cuyo título original está, en algún punto, más en sintonía con lo que se cuenta: Los impares. La pérdida de esa simetría corporal tan idealizada se choca con cuerpos que atraviesan la historia y son modificados por ella: de ahí que la mutilación constante, la sangre seca que tantas veces aparece en los relatos (la de las manos cortadas, la del piso, la de las gallinas) funciona como una huella de ese transcurrir histórico, vigente pero detenido, como el agua “pandita y lisa” del Bajo Mamey, o el cementerio de barcos invocado en la primera línea de la obra: fluidos o construcciones móviles estancadas, quietas, estáticas. Londoño logra una novela muy bien escrita, que tiene ecos de procedimientos inevitables para cualquier escritor latinoamericano, como esos diálogos (¿o monólogos?) fantasmales, mutilados, también, de Rulfo en Pedro Páramo o en cuentos excepcionales como “Acuérdate”, pero que logra actualizar sin que se sienta una influencia desproporcionada. No es mero epigonismo, ni mucho menos, es reapropiación desde otro punto de vista.
Las comparaciones son siempre peligrosas, de todos modos: sería absolutamente inconducente encontrar en las escenas de lluvia ecos del realismo mágico de García Márquez, porque Londoño escribe desde el hoy, con una mirada que encuentra otro modo de representar esa naturaleza, no como algo que raya lo sobrenatural, sino como el camino que se recorre, las cosas que se ven, inmóviles, y el peligro que acecha. Quizás las partes que quiebren esa fructífera traducción entre dos momentos de la literatura latinoamericana, en el camino que va desde mitad del siglo XX hasta el siglo XXI, sea la aparición de reflexiones acerca del cuerpo y el deseo, propias de nuestro presente, sí, que, en literatura, a veces, queda como un término que marca contemporaneidad. Una palabra clave que define a una época, pero que en este relato parece por momentos que va de suyo por lo que cuenta. El estilo de Londoño es más fiel a ese presente que esos pocos párrafos reflexivos: ahí hay que encontrar el deseo, el cuerpo, la mutilación.
El asedio animal es una novela que sirve, a fin de cuentas, para pensar la relación de Colombia con su pasado y presente político, algo que es imposible de trasladar con sencillez a las experiencias guerrilleras de otros países, desde Perú, pasando por Chile y terminando en Argentina. Aún al día de hoy ese pasado no se encuentra del todo saldado: los cuerpos mutilados, la novela parece decir, siguen estando allí, como fantasmas activos, parlantes, que dicen lo que les pasó, que dan testimonio. Los mutilados y los enterrados: varias son las escenas donde cadáveres aparecen en la tierra, fruto de alguna actividad natural, y no se sabe bien a qué época de ejercicio de la violencia, a qué represión, o hasta a qué fatalidad natural corresponden. El posicionamiento del lector o de la crítica con respecto a esto, a ese modo de relacionar literatura y política, puede variar según tal o cual perspectiva, pero no se puede negar que lo que se narra interpela, y eso es mucho decir en una novela que en pocas páginas presenta un panorama, un paisaje de una violencia latente. Violencia que, en definitiva, deja suspendida una pregunta acuciante que la literatura se hace entre línea y línea, sin resolver: la pregunta no es por qué existe la violencia, sino para qué y contra quiénes.