(Esto es una ficción ambientada en Rosario; cualquier parecido con la realidad es mera consecuencia).

Iluminó el paredón del potrero con la luz alta de la moto. Miró un rato largo el mural; en el muchacho sonriente, de pelo largo, negro y ondulado, se veía a sí mismo treinta años atrás. Dos gotas de agua, le decían.

Iba cada vez que lograba dar vuelta una página. Iba para decirle al hijo que las cuentas se seguían cobrando, aunque fueran antiguas, aunque las deudas sobrevivientes alcanzaran ya a otros.

Tres pibes que quemaban cables en la esquina se acercaron hasta el alambrado y se quedaron ahí afuera, mirando, fumando. El viejo los vio y levantó una mano; los pibes le devolvieron el saludo.

- Lo estábamos esperando, don.

- Pasen mañana cuando esté el Osito – les dijo y sintió la presión de la pistola que cargaba en la cintura; llevó la mano hacia atrás para acomodarla mejor y uno de los pibes se asustó. Estuvo a punto de salir corriendo, lo frenaron los otros dos.

- Qué hacés, amigo, rescatate – le susurró el más flaquito.

- Habilite algo ahora, don. Para la teca – le gritó el otro al viejo.

Les clavó la luz de la moto; el que había gritado, por la cara de idiota, parecía el más inofensivo de los tres; sin embargo, era el que había gatillado más duro.

- No te desconozcás, renacuajo. Mañana andá a verlo al Osito, te dije.

Puso primera y se fue.

Dio un par de vueltas más antes de volver a su casa. El viento frío le golpeaba en la cara pero era nada en comparación de lo sintió arriba del carro cuando aquellas mismas calles todavía eran puro barro y cualquier cosa con ruedas se empantanaba. Ahora había un casino, un hotel de lujo, el bulevar iluminado como si todo el año fuera carnaval; pasó por la antigua casa, la calle ahí también estaba asfaltada. Al frente se lo habían enchastrado con un grafiti. Además del barro, lo que había desaparecido era el respeto, pensó.

La casa en el barrio nuevo era más sólida, más acabada, aunque no muy diferente de la que había levantado en La Granada. Ahí, a pocos metros, contra las vías, todavía guardaba el carro de madera que lo había movido por todo el sur; descansaba encerado, reluciente, debajo de una media sombra junto con otros dos más derrumbados que usaba para las cinchadas y les prestaba a los vecinos para cirujear. Nadie le tocaba nada, nadie se las daba de garompa, ahí sí el respeto se demostraba.

Un zaino flaco y medio pelado en las ancas de tanto palo y picana andaba suelto y se comía el poco pasto que quedaba en el frente; dejó la moto y lo llevó al campito de atrás, donde entre la caballada chusca tenía además dos criollos que le hacían ganar sus buenos morlacos en las cuadreras de Villa.

Entró a la casa por el fondo y se metió a la pieza que usaba de oficina. Un ventanal inmenso le permitía luz natural todo el día. Ahí se sentaba para ver el vareo de los potrillos, el entrenamiento de los gallos, y, cuando estaba solo, para pensar. Como ahora, que era noche, y no veía otra cosa que las palabras en la cabeza.

Pensaba mucho últimamente. Estaba envejeciendo, el viejo. En cualquier momento lo volvían a cazar.

Abrió el primer cajón del escritorio y, entre fajos de pesos flamantes, como recién salidos de la imprenta, dejó la pistola.

Sobre el escritorio todavía estaba el diario que había hojeado en la mañana, abierto en la página donde se informaba de la pareja y el bebé acribillados adentro de un auto, por el oeste. Habían contado cerca de cuarenta tiros.

Las cosas hace rato que habían cambiado, a nadie le importaba nada, y mucho menos tendría que importarle a él, pensó.

El interior de la casa era de un confort desubicado: pisos flotantes en habitaciones con paredes de revoque desnudo, una tv enorme conviviendo con sillas de caño y mesa de nerolite en la cocina, la ducha escocesa en un baño con olor a orín y humedad; vivía a mitad de camino entre lo que había sido de pibe y lo que ahora podía, como si no terminara nunca de sacudirse la pobreza.

La mujer miraba televisión; el volumen estaba como para que escucharan hasta los muertos.

- Bajá un poco eso, querés.

Ella lo miró y le alcanzó un papel con nombres y números anotados, y un teléfono celular.

- Recién llamó tu sobrino, dice que le pagués a los pibes para que no le rompan más las pelotas, lo están jodiendo a cada rato. Llamalos después. Y a ver cuándo te conseguís un teléfono limpio para vos.

- Mañana – dijo. Y la mujer creyó que se refería al celular.

Oyó el motor de dos motos 110 que se detuvieron al frente de la casa. Luego sonó el timbre. El viejo corrió apenas la cortina de la ventana y espió de costado; cerró los ojos, decepcionado. La mujer lo miró.

-Abriles – dijo el viejo.

Los tres pibes de la canchita se asomaron a la puerta. El viejo les dio la espalda y se fue caminando lento, chancleteando las alpargatas, a la pieza que usaba como oficina.

- Hacelos pasar.

Los recibió sentado detrás del escritorio.

- El Willy nos dijo que le avisó para que nos pagara– habló el de cara estúpida, el atrevido.

- Sí – respondió el viejo. Y abrió el cajón donde tenía la plata. La luz de la lámpara rebotó en el plateado de la pistola. Contó 53 billetes de mil y se los dio. -50 rupias, como quedamos.

El pibe agarró la plata y miró a los compañeros. Nunca habían tenido tanta toda junta.

- Contalo – le dijo el viejo.

- Está todo bien, don.

- Contalo, te digo. No quiero quedar en falta.

Ninguno de los tres sabía leer, ni mucho menos ir más allá del diez. Pero al viejo no se lo podía contradecir. Pasó los billetes de mano en mano, moviendo los labios como si contara.

- Está bien – le dijo.

- ¿Seguro? ¿No querés contar de nuevo?

El pibe miró a los otros dos y le respondió que no, que había 50.

- Bueno. Las herramientas – reclamó.

Dejaron las armas sobre el escritorio, salvo el de cara idiota, que sostenía en alto la suya pero sin empuñarla ni apuntar.

- ¿Me la deja? Para otro laburo, si pinta.

- Ponela ahí.

Obedeció.

Cuando los pibes salieron de la pieza, separó los 47 billetes restantes del toco y se los guardó en el bolsillo para llevarlos después al comedor del barrio. Tocaba contraponerle pesos al plato con plomo de la balanza.

Fue hasta el frente y se asomó a la ventana; vio alejarse las motos. Un viento frío le sacudió el pelo todavía negro. Cerró y volvió a la cocina. La mujer reía a carcajadas mirando a los Argento con la tele a todo volumen. Abrió una botella de Coca Cola y se sentó a la mesa.

- Bajá eso, querés – le pidió y con el control remoto encendió el equipo. Empezó a sonar una cumbia romántica de Leo Mattioli.

- Qué atrevidos, esos tres cachorros. Venirse hasta acá –dijo ella.

El viejo la miró. Pensaba. Pensaba mucho últimamente. Dudaba, perdía reflejos. Una buena zarandeada, para que aprendan, para que entiendan. O un cuetazo en las patas. Al pedo, tienen el copete alto, se creen pillos, hablan de más. Mañana el Osito podía encontrar a otros veinte y por menos plata; eran descartables, como la botella que sudaba en la mesa.

- No respetan nada – le respondió.

Cuánto más iba a pensar para mandar a cortarles el pelo.