Qué difícil se me hace, querides lectóribus, escribir estas líneas cuando, mientras las escribo, siento que cada palabra vale, segundo a segundo, menos. No me refiero a la valoración intelectual, afectiva, sentimental o incluso antropológica de mis escritos, porque eso en todo caso depende de usted misme, en quien confío. Mis tristes asociaciones están referidas al valor, la cotización, en tomates, mandarinas, kilovatios, fichas de taxi, gigabites, empanadas de seitán, alimento balanceado para tortugas, cuotas de prepaga, entradas al cine o cualquier otra unidad de medida que nuestra clase medianera utilice como patrón para medir su no poder adquisitivo.
Quizás por eso sabrá usted disculpar la extensión del párrafo anterior. Tal vez tenga un par de renglones de más, algunos ejemplos innecesarios, dirá usted. Sí, “dirá usted”, porque lo que diré yo es que necesito escribir párrafos más largos, que me alcancen para comprar la misma cantidad de berenjenas que antes podía comprar con una línea. Si hago un poco de historia, ahora necesito todo un cuento para comprar lo mismo que antes adquiría con un refrán, una oración unimembre, un sujeto tácito. ¡Ta cara la prosa; y el verso, ni le cuento!
Y hablando de versos, es posible que se justifique este verdadero ataque al diccionario con la ya devaluadísima explicación: “Es por la guerra”.
En la década del 40, la guerra era una excusa para que los chicos argentinos comieran más, según canta una deliciosa canción de Jorge Schussheim (Z’L’), Las tijeras de mamá: “Si yo no comía, cómo se enojaba mamá / en la guerra en Europa quisieran lo que vos tirás”); ahora, solo 80 años después, cuando esos chicos ya son posiblemente abuelos, la guerra es la excusa para que los chicos coman... menos. “Como Putin es muuuy malo –podrá explicarle una abuelita a su asombradísimo nieto–, invade Ucrania para que aumente el precio de los miñones”. El nene en cuestión mirará a la nona-bobe-abu con ojos de: “Abu, yo tengo mis propios medios hegemónicos que me mienten, no necesito de tus fábulas” y seguirá deslizando los pulgares por el teclado de su celu para mandarle un “dislike” a su hermanito menor respecto del perfil de la abuela.
Pero, más allá de la infancia, los que no somos ni tan nonos ni tan nietos recibimos día a día, hora a hora, nanosegundo a nanosegundo, “fake news en oferta”, palabras que no valen nada disfrazadas de promo para que alimentemos… el odio, que es el único órgano (si me permiten la metáfora) capaz de tragarse semejante “goebbelsdad” (si me permiten el neologismo) sin expeler la nefasta “información” por el agujero que le quede más cerca. Así de mal.
Además, en la Argentina se le declaró la guerra a la inflación, hace no mucho. No tengo claro si esa declaración sigue vigente o se firmó cierta clase de armisticio (“hambristicio”, como dijimos Daniel Paz y quien esto escribe en el chiste de tapa de hace unos días), porque, al menos en mi pobre experiencia personal, veo a mis compatriotas en la primera línea de fuego (en el súper, el chino o la “carnicejoyería”) no cual partisanos dispuestos a luchar por la conquista la canastita de tomates cherry, sino más bien como si no hubiera habido guerra, o como si ya la hubiésemos perdido. Sí: más bien parece la marcha de un ejército vencido, prisionero o más bien "precionero" (es que hoy encontré una promo de cuatro neologismos al precio de uno).
Y no es un secreto que, aunque "en la guerra todos pierden", como decía mi abuela, hay ganadores o, al menos, quienes se creen tal cosa. En la guerra contra la inflación, esa que parece que perdimos antes de lucharla, algunos poderosos –sin duda, seres “del lado oscuro de la Fuerza”– han multiplicado sus ingresos de un modo tal que haría sonrojar al mismísimo George Cienlucas.
Y encima Darth Vader anda por ahí diciendo que en el 2023 quiere jugar el segundo tiempo.
Sugiero acompañar esta columna con el video La Cha-carera, de RS Positivo (Rudy-Sanz).