“Si hubo justicia fue gracias a los vecinos”, dice Segundo Argañaráz parado en Guaminí y Figueredo. En esa esquina, hace hoy 35 años, su hermano Willy (24), el Negro Agustín Olivera (26) y Oscar Aredes (19) fueron fusilados por tres policías bonaerenses en un hecho que quedó en la memoria colectiva como la Masacre de Budge. Pero cómo fue el dispositivo vecinal que desbarató parte del aparato que mataba a sus hijos y encubría a los asesinos, y que hasta hoy agradece Segundo.
Se dice que el caso fue el primero de Gatillo Fácil. No es así. Fue el primero en que una comunidad harta de la violencia policial explotó y creó una organización épica de reacción, autoprotección e investigación.
Lo que más se sabe del caso es que el 8 de mayo de 1987 Roberto Argañaráz y Agustín Olivera discutieron con la dueña de un bar, que los denunció ante la Comisaría de Puente la Noria. El policía más rabioso de la zona, Juan Ramón Balmaceda, junto con los cabos Isidoro Rito Romero y Juan Alberto Miño salieron a cazar a los pibes. Los encontraron a tres cuadras tomando cerveza con Oscarcito y sin mediar más los fusilaron (ver aparte).
Lo que menos se sabe fue lo que germinó esa misma noche, cuando los cuerpos de Olivera y Aredes seguían tirados en la esquina y la impunidad de la fuerza de seguridad era tal que un operativo con 32 patrulleros y dos carros de asalto llegaron más policías para fraguar la escena del crimen.
Plantaron armas frente al centenar de personas reunidas allí y que al ver lo que ocurría “se empezaron a enardecer”, recuerda Pedro Álvarez. “Fue una pelea campal. Si no se metían las mujeres adelante nos mataban a todos; a Raúl, a Cochín, a Pichón y a Pedrito, que era el más enardecido. Al otro día junté las vainas que habían disparado y llené un tachito”, agrega mirando a la ronda de allegados, amigos y familiares de las víctimas que se juntaron con Página/12 para charlar sobre esos días.
La dictadura en democracia
Se autodenominaron Comisión de Amigos y Vecinos (CAV). Nació formalmente el 9 de mayo y una de las primera tareas que realizaron fue “de convencimiento de los vecinos para que salgan de testigos, porque la gente que es del barrio tiene desconfianza de la política y los abogados”, sostiene Pedro. También tenían miedo.
Eran días en que los estudiantes de allí bromeaban con una frase: “A vos te anda buscando Balmaceda”. Ese suboficial “era la imagen visible de la represión, el que le dio a la dictadura continuidad en la democracia”, define Germán Quique Arévalo, otro referente de la CAV.
“Los mataba y los tiraba a las zanjas de ahí”, añade María Silvia Álbarez y haciendo un flashback señala hacia un lugar donde ahora hay pavimento y veredas de cemento. Ella estuvo entre los primeros que el 9 de mayo instalaron una mesa en la esquina de enfrente para organizar y recoger testimonios.
“Un día vino una mujer para decirme que Balmaceda también había matado a su hijo. Agarré un cuadernito y anoté el caso: fulano asesinado tal fecha, de tal forma, a tal hora y en tal lugar. Después aparecieron más mujeres. ¿Sabés cuántos casos junté? Cincuenta. Cincuenta madres llorando a sus hijos. Yo sabía que Balmaceda era asesino, pero no tanto”, evoca Pedro sin poder esconder la angustia en su voz.
“Fuimos casa por casa”
Él fue uno de los responsables en convencer a los testigos. Estaba tan embalado que un día llevó a los abogados defensores a un niño de 4 años que también había visto todo. “¡No Pedro, tiene 4 años!”, le dijo Ciro Annicchiarico, defensor de las familias junto con el emblemático León “Toto” Zimerman, padre del concepto “gatillo fácil” que se usó por primera vez en el caso Budge.
Lo que convenció a los vecinos para presentarse ante un Poder Judicial esquivo a la justicia “fue la organización social”, dice Quique. “Fuimos casa por casa para preguntar si habían visto algo y les garantizábamos el traslado al juzgado”.
También les brindaron seguridad. Alrededor de la mesa, sobre las veredas y las calles embarradas, se instalaron carpas que sirvieron de guardia nocturna. Es que la policía de Budge acechaba de noche y los vecinos frenaban esos intentos con un por entonces novedoso sistema de alerta: golpear cacerolas.
Pero el amedrentamiento estaba en todas partes. Nueve horas tenían a los testigos declarando. Miguel Videla se acuerda de que cuando fue a indagatoria entró al juzgado y se encontró con que los testigos esperaban sentados enfrente de una fila de policías. “Decían cosas tremendas para intimidarnos, pero si hubiéramos tenido miedo no habríamos hecho lo que hicimos”.
“Yo vi todo. Vi con impotencia cómo le tiraron a los pibes. Son imágenes que me las voy a llevar a la tumba”, dice y mira hacia la mítica esquina en la que, salvo por algunas manos de pintura, se notan los disparos de aquella noche.
El barrio cambió, los problemas no
El lugar está cambiado. El pavimento tapó el barro que dejaba las inundaciones, las casas son altas y están pintadas con colores claros y luminosos, como los nuevos murales que se pintaron en la ochava de enfrente.
Donde había un dibujo de los chicos ensangrentados sobre la vereda ahora están sus tres rostros en cerámicos, hechos por Marcela, miembro de Mosaico Urgente. “Esta vez la idea fue salir de los murales violentos y mostrar que la lucha y la organización trascienden”, explica Iván del colectivo NN Arte Urbano, que en la pared de al lado le dio color y nuevas formas a una foto de las primeras movilizaciones encabezadas por los padres y las madres de las víctimas.
La infraestructura del barrio mejoró. Lo que sigue igual son algunas historias de tiros, golpes, amenazas y detenciones. “Maltratos y abusos siguen habiendo”, admite Silvia Vilta. En 2016 sus hijos viajaban en un colectivo de la línea 31 cuando la policía los bajó “por negros”, los golpeó y disparó balas de goma en los pies para que caminen rápido.
“La doctrina Chocobar fue la semilla que reavivó todo eso”, lamenta Rubén Gauna, director de un Centro Educativo Secundario (CES) donde jóvenes y adultos hicieron poemas, narraciones y ensayos fotográficos sobre la masacre. “Conocer el caso les abre la cabeza sobre cosas que siguen pasando”, agrega.
Relatos de aprietes
Días atrás, mientras los artistas pintaban el mural “un patrullero subió a la vereda y se quedó ahí –señala Pedro-. Les pedí que lo corran y uno me dijo: ‘Si te molesta, avísame. Igualmente no somos de acá, somos de La Matanza’. ¿Me querés decir qué hace un patrullero de La Matanza en Budge, que es Lomas de Zamora?”, se pregunta.
“La otra vez, entre diez policías apretaron a un pibito”, añade Silvia. Pedro detalla que “todos los sábados viene un patrullero y se para acá, allá, da vueltas... Ves, mirá”, interrumpió justo en el momento que un móvil policial pasaba lentamente frente a todos. “¡Retiro lo que dije!”, bromea susurrando en dirección al patrullero.
Todos ríen y María Silvia aprovecha con otra historia. “El otro día pararon a un chico por la vestimenta y la gorrita. Así que fui, me paré al lado de él y le dije a la policía que lo dejaran, que yo lo conocía”. Ser de la CAV le dejó esa conducta. “Miedo no tengo. Estoy alerta y cuando veo un patrullero me quedo mirando a ver qué hace”.
Nahuel, de NN Arte, deja de pintar un rato y se acerca: “Todavía hay un ensañamiento contra la clase obrera y la juventud, los pibes morochos siempre somos las víctimas”.
El legado de la CAV
La CAV plantó un mojón en la historia de la lucha por los derechos humanos y contra la represión institucional. Cuatro meses estuvieron con la mesa y las carpas, pero fueron cuatro años de trabajo intenso siempre de la mano de don Antonio y Mercedes, padre y madre del Negro; Ramona, la madre de Oscar. Segundo, el hermano de Willy Argañaráz, dice que “ellos eran los más fuertes”. Quique lo ratifica: “Eran nuestra bandera, los seguíamos a ellos”.
Pero después de 35 años ocurrió lo que ocurre con todo: “De los que éramos la comisión original falleció el 70 por ciento, otros se mudaron y, viste cómo es esto, la vida sigue”, sostiene Quique.
El logro del juicio y castigo a los culpables, el desgaste y el tiempo disminuyeron la frecuencia del trabajo de la CAV. Se reúnen para los aniversarios y algún evento que la convoque. No obstante, rescata Pedro, “su dimensión es grande y quedó vigente en la historia, porque estas cosas siguen ocurriendo y el discurso del gatillo vuelve siempre y apunta contra los jóvenes”.
“Toda necesidad es política”
Para Rubén Ciuró, docente y militante de DDHH, “la perseverancia en la lucha” que la CAV le dio al barrio “derivó en una memoria que está intacta”. Para Vilta, “los vecinos organizados dieron una lucha que sentó un precedente de cómo desactivar una causa armada”, en la que un sector de la gobernación radical y del Poder Judicial se confabularon para proteger el aparato policial residual de la dictadura.
Por esos días recibieron ayuda organizaciones como Madres de Plaza de Mayo en Lomas de Zamora, sindicatos, universidades y partidos políticos. La CAV no se comprometió con ninguno en particular porque “nuestra necesidad de justicia no era partidaria sino política”, aclara Quique.
“Toda necesidad es política”, refuerza Pedro y parafrasea a su tocayo Pedrito, que ya murió y que cerca de aquel 8 de mayo dijo que “en Budge no se sabía lo que era la democracia, porque para qué carajo sirve la democracia si estos tipos (por la policía) vienen y te matan así”.
Quique opina que después de la masacre “de alguna manera nació la democracia en Budge”, porque “con la CAV utilizamos las herramientas que da la democracia para impulsar un juicio y lograr una condena. Si no estábamos en democracia –reflexiona-, esto no hubiera ocurrido”.