Esta materia merecería un libro completo. Empecé a jugar al tenis a los seis años, al principio con clases particulares y miles de horas de frontón haciendo partidos imaginarios con mis ídolos del momento: Connors, McEnroe, Lendl, Wilander, Vilas, Clerc. Más tarde, a los quince, cuando las cosas se volvieron serias, tuve mi primer entrenador, y desde ese momento hasta mi retiro siempre mantuve vínculo con alguno que se ocupara de mi juego y de mi carrera.
Julián, mi hijo mayor, empezó a jugar desde muy chico. Contrateé a alguien para que lo guiara a partir de los nueve años, momento en el cual nuestra relación en la cancha empezó a desgastarse. Según él, todo lo que yo hacía estaba mal; entonces la mejor opción fue delegar su tenis a un entrenador. Como ex tenista, me era imposible no estar pendiente de sus golpes y también me sentía responsable por dar con el entrenador indicado.
Siempre pensé que era clave para el desarrollo tenístico de mis hijos. Hoy, con una mirada más amplia, creo que los entrenadores están sobrevalorados. No estoy queriendo decir que no sean necesarios -son una parte del conjunto de elementos para hacer un buen jugador-, pero el principal son las ganas y la pasión que tenga el chico por el deporte. Sin eso, no hay entrenador que funcione. La química entre las dos partes es clave para la elección.
En la búsqueda, hay una serie de aspectos importantes. Algunos son especialistas en la técnica; dejás a tu hijo en su academia y seguro que va a tener golpes limpios con movimientos armónicos. Otros se focalizan en la habilidad para competir y construyen carácter y capacidad de lucha. Rafael Nadal es un claro ejemplo. Hasta el Tío Toni dice que fue demasiado duro con Rafa de pequeño. Una vez, a los once años, Rafa estaba jugando un torneo y, después de unos games, se dio cuenta de que no había llevado nada para tomar. Toni estaba mirando el partido y Rafa se acercó para preguntarle sí podía conseguirle una botella de agua. La respuesta del tío fue premonitoria: “Traer las cosas de tenis al torneo es tu responsabilidad. Hoy vas a jugar sin agua".
La pregunta es qué entorno es el mejor para tu hijo. Tiene que sentirse cómodo. Por supuesto que tiene que competir y afrontar adversidades, pero su carácter debería estar en línea con el entorno. John Wooden, famoso entrenador de básquet de la UCLA, dijo alguna vez: “Un entrenador es alguien que puede corregirte sin provocar resentimiento". La química entre entrenador y jugador es clave para desarrollar el juego. Es como la confianza, difícil de conseguir y fácil de perder.
Pensamos que somos nosotros los que tomamos la decisión de cortar el vínculo con el entrenador cuando la relación se ha deteriorado. No es tan así. Son nuestros hijos los que deciden; nosotros somos sólo el brazo operativo. Inconscientemente, lo deciden cuando no están dispuestos a seguir entrenando duro, o cuando el vínculo ya no fluye. La relación con los entrenadores no es diferente a otras.
Al principio, está todo bárbaro y apoyamos el proceso. Vemos que nuestro hijo mejora, puede ser por la nueva experiencia que lo motiva, y sin darnos cuenta queremos ser parte de ese grupo. Una vez un padre, ex jugador profesional de voley, me comentó que su objetivo era integrar el equipo de trabajo de su hijo. No nos involucramos con el profesor de matemática o ciencia de la escuela, pero queremos ser parte de la mesa chica deportiva.
Hay un límite difuso entre apoyar e invadir y es mejor quedarse cortos en apoyo que pecar por exceso. Este padre afirmaba que entendía el juego y asa es una habilidad que no todos tienen. Pero entre jugar y comprender hay un camino enorme, y un buen entrenador no es un mero traductor de informaciones o conocimientos, sino que va dejando pistas para que el jugador las descubra. A este padre, la mesa chica le fue esquiva y todavía lo es al día de hoy; igualmente la esperanza es lo último que se pierde.
Es más que suficiente una reunión mensual con el entrenador para que nos comente cuánto habrá de táctica, cuánto de técnica y cómo va a trabajar lo mental. Por supuesto que tu hijo tendrá esa información, porque previamente acordó una serie de objetivos con su entrenador. Podemos delegar en otros las actividades del día a día y contar con ciertos datos en forma periódica.
Hay una historia divertida de Andre Agassi que publicó en su biografía, Open. Su papá se mudó a Las Vegas y tenía una cancha de tenis en el fondo de su casa, donde Andre se encontraba todas las tardes con una máquina lanzapelotas seteada a máxima velocidad. Él entrenaba diariamente porque era algo que se suponía tenía que hacer.
Su padre era bastante duro con él. ¿Habrá desarrollado en el joven Andre alguna habilidad? La respuesta es definitivamente sí. Su devolución de saque, la mejor de la historia, es producto de esa práctica específica. En algún momento algo se rompió entre los dos y tomaron caminos diferentes. Andre tuvo épocas buenas y otras no tanto: se retiró por un tiempo, tuvo un matrimonio con Brooke Shields que no colaboró con su tenis. Es más, sentía odio hacia el deporte y, cuando en su biografía compartió ese sentimiento con el mundo, fue movilizador y liberador.
Algunos crecen, evolucionan y buscan alternativas o nuevos senderos. Otros, lamentablemente, no pueden salir de la espiral negativa. Después de un tiempo, Agassi tenía una final con Pete Sampras, su clásico rival y uno de los duelos más relevantes de la historia del tenis. Su padre había sido internado en un hospital, con pocas chances de sobrevivir. A pesar de que estaban distanciados, Andre fue a visitarlo. Una vez en la habitación, se sorprendió al verlo entubado, casi sin poder respirar. El padre notó su presencia y le hizo un gesto para que se acercara. Andre se inclinó sobre él y no pudo creer lo que escuchó. Entre susurros, el padre le dijo: “Jugás contra Pete, cargale el juego sobre el revés. Es por el revés, Andre”.
*Hernán Chousa es empresario y escritor, además de haber sido tenista profesional (llegó al puesto 297 del ranking ATP en 1991)