Montserrat, Montse, Mon. Eras un barrio y una montaña a la vez, eras un mundo, pero también eras mía, masculina, en francés. Una especie de Moreneta perdida, la virgen negra y mugrienta de la leyenda merodeando por el Passatge de la Pau, en donde te encontré escarbando en los restos floridos de una paloma desventrada. “Asquerosa”, te susurré bien suave, aquella vez, para que me miraras. Dos ojos dorados se engancharon como imanes telepáticos en los míos. Fuiste la joven gata callejera y famélica que en mis brazos se transformó en una suave nube negra y mullida, donde se envolvieron mis días más ermitaños de traductora.
Como una bruja elástica te paseabas de puntillas por mis libros y papeles desparramados por la mesa sin tirar ninguno. Hasta que, en un movimiento exacto, pequeño y silencioso, derrumbabas alguna torre de poesía o filosofía, no te importaba nada, con tal de provocar mi mirada para ignorarla y bajar tranquila de la mesa en dos saltos calculados. El primero te depositaba, leve y brevemente, sobre la silla de madera infectada de carcoma, rescatada del desguace de uno de los bares de abajo. Con el segundo salto aterrizabas sobre el suelo fresco de baldosas blancas, amarillas y negras, que conservan los pálidos motivos vegetales que estaban de moda en el siglo diecinueve, cuando construyeron estas fincas desvencijadas que rodean la Plaça Reial, desde donde veo pasar el tiempo hace cuarenta años.
Muchas veces, al observarte me asaltaba la idea de que tu tranquilidad gatuna reposaba sobre la certeza de saberte admirada en el recorrido magnánimo y perdonavidas, que hacías en cada desfile hacia tu cuenco floreado para beber agua con esa manera rebuscada, tan tuya: sumergiendo la pata para después pasarte la lengua pequeña y rosada en una caricia infinita que te hacías a vos misma, con un cariño, una paciencia y una autoestima francamente envidiables. Por mi parte, puedo decir que mi colaboración a tu bienestar era organizar una cadena de detalles dirigidos a tu cuidado, procurando que no te faltasen premios de latitas de pescado y que, al menos, tu agua fuera mineral y no del tanque comunitario, calafateado por las cagadas arcaicas de las palomas milenarias de la plaza. Cada mañana, cuando me despertaba tu concierto tiránico de maullidos, me apuraba a renovártela puntualmente. En tu otro recipiente de porcelana azul volcaba el desayuno de galletitas de pescado, pollo o hígado, según tocara la oferta del supermercado. Con unos guantes de goma naranja y lejía limpiaba meticulosamente tu baño de piedritas y me lavaba las manos, antes de colocar al fuego la cafetera moka para ponernos, al fin, a trabajar en nuestro pequeño estudio con balcón, inundado del olor de cigarrillos Ducados, jazmines marchitos y café.
Digo ponernos, porque también trabajabas conmigo, a tu manera, siendo la guardiana del silencio que necesitaba para concentrarme en hacer viajar los conceptos desde un envase a otro, sin que se alteren demasiado las ideas que alguien, que no soy yo, quiso escribir. Antes de que pudiese percibirla, ya me marcabas cualquier alteración por venir con un movimiento único y veloz de las orejas, arqueando el lomo encendido por la curva de tus pelos negros erizados. Con tu hocico fino apuntabas hacia el sitio desde donde detonaría el alarido en inglés de algún o alguna desprevenida que hubiese sido sorprendida por los carteristas que vigilaban los callejones traseros. O saltabas sobre las cuatro patas juntas cada vez que estallaba la ronda de palmas y guitarras flamencas que recogían la limosna de los turistas que, después de perderse por el enjambre húmedo del Gótico, estiraban las piernas reventadas, de color camarón, bajo las pequeñas mesas atiborradas de paella y sangría, que se cotizan en alza en toda la circunferencia de los bares de la plaza.
No puedo reconocerme como una persona amante de los animales, por supuesto que amaba a Mon y todavía la quiero, aunque ya no esté conmigo. Su fantasma no deja de acompañarme, la escucho ronronear por los rincones. A veces veo, fugazmente, sus ojos amarillos como un relámpago en la oscuridad, y todavía le hablo, aunque sé que estoy sola. Pero, personalmente, no me considero una especialista en seres vivos, ni tengo especial entusiasmo por nuestros compañeros del planeta. Nunca me verán alzar la voz para defender sus derechos, como tampoco lo hago por los de los seres humanos, a quienes considero una especie más de animales y por los que no tengo ninguna clase de animadversión, así en general, ni tampoco un apego especial. La humanidad y la fauna me merecen la misma consideración, hablando en términos absolutos. Después, individualmente, digamos, en un tête à tête, la cosa es diferente, y reconozco que hay más humanos hijos de la gran puta que animales; eso está fuera de dudas, no soy tonta.
Pero en cuanto a los gatos soy de la idea absurda de que no son animales, son criaturas más evolucionadas que eso, son las únicas que no trabajan, y esta particularidad merece todo mi respeto y mi devoción. No puedo decir lo mismo de los perros, y lo digo a pesar de estar totalmente en contra de esa vieja dicotomía entre perros y gatos, es ridícula. No hay punto de comparación. Los perros son animales simpáticos, fieles, cariñosos, leales, generosos, sabios, dulces e hinchapelotas, sí, un sí rotundo a toda esa alabanza perruna; pero los gatos son más que eso: los gatos son dioses.