Otro valiente anónimo, directo desde Chile:
“Qué patético que vivas en Estados Unidos y critiques ese país. Si vivieras en Venezuela o en Moscú ya te hubiesen deportado”.
La respuesta es muy simple, y la voy a resumir aquí, no para quien sufre de frustraciones personales sino para aquellos otros con quienes todavía es posible un diálogo civilizado:
Creo que hace mucho me hubiesen deportado de este país y de cualquier otro si fuese por gente como usted, que se llena la boca con la palabra democracia, pero, al primer indicio de verdadera disidencia, su primera reacción es eliminar, silenciar, estigmatizar o desmoralizar al sujeto. Pero de Estados Unidos no me han deportado porque también hay gente que no se parece en nada a usted. Gente decente que resiste el nuevo y el viejo fascismo.
Cuando Washington estaba matando millones de vietnamitas con lluvias de bombas y agentes químicos, esa gente estaba luchando contra la barbarie imperial blanqueada con millones de dólares invertidos en propaganda belicista. Si alguna libertad ganó este país fue por gente demonizada como Mohammed Alí y el socialista Martin Luther King; no por ningún ejército derrotado (“que luchó por nuestra libertad”) ni por fascistas como usted.
Esta gente, cuya larga lista de notables luchadores por la democracia y contra las agresiones imperiales, es la que ha hecho posible que la mayor potencia económica y militar del mundo no sea un régimen abiertamente nazi, es decir, una continuación de su tradición esclavista. Bastaría con mencionar al genio de Mark Twain, fundador de la Liga Antiimperialista y azote de fanáticos como usted. Por suerte, son muchos los verdaderos demócratas, aunque sean minoría y solo puedan usar ideas y palabras y no armas y capitales. Son ellos quienes le hacen un favor a la libertad de sus sociedades, a la democracia, por poca que sea.
Curiosamente, este tipo de catarsis me llegan casi siempre, sino siempre, de América latina. En Internet no hay secretos.
Alguna vez un señor retirado y militante de un partido militarista de Uruguay me dijo que en lugar de criticar las políticas de Washington debería volverme a mi primer país. Típico de una mentalidad fascista: si uno vive en un país, debe defender a su gobierno.
Si uno es un “latino” (cajita inventada por Washington en los 70s) viviendo en Estados Unidos, debe ser doscientos por ciento “americano” para sentirse “casi americano”. Algo que, naturalmente, nunca hacen ellos cuando los pueblos deciden elegir líderes desagradables para su gusto y no pueden sacarlos con algún complot o algún golpe de Estado.
Sí, ya sé. No debí contestarle tampoco, pero esa vez lo hice (copio y pego):
“Señor, no estoy contra ningún pueblo de este mundo. Soy antimperialista pero no antiestadounidense, sino lo contrario. De hecho, estoy rodeado de gente brillante que me apoya en todas mis intervenciones públicas, en todas mis ideas y posiciones políticas, aunque no siempre estén de acuerdo conmigo.
Y no es sólo un apoyo de palabra, sino que cada uno de mis ascensos académicos y profesionales fueron el resultado no de decisiones personales de los de arriba, sino de competencias a nivel nacional y de múltiples votaciones de comités y asambleas compuestas por colegas. Al menos un par de veces el rector de nuestra universidad recibió pedidos escritos en mal inglés para que me despidieran bajo razones que sólo le hicieron sacudir la panza de risa…
Volver a Uruguay es mi mayor aspiración, a pesar de ya no ser el joven que vagaba y trabajaba por los continentes de este mundo y, además, tengo una familia a la que cuidar. Quienes no somos capitalistas, sino asalariados, vivimos donde nos reconocen algún mérito y nos pagan un salario, no donde se nos antoja (lo cual, según la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU y de cualquier persona sensata, sería razón suficiente para vivir en el país que uno decide, así como nadie cuestiona el barrio que usted, por alguna razón, ha elegido para vivir).
Quienes dejamos nuestro país en la gran crisis del neoliberalismo hace veinte años, éramos, en su abrumadora mayoría, jóvenes sin capitales y sin acomodos ni políticos ni sociales, y nunca dejamos de aportar al país cuando más lo necesitó, ni económica ni intelectualmente. Ahora, debo reconocer que mi mayor sueño es volver a Uruguay, pero cuando pienso que voy a estar más cerca de fascistas como usted, se me quitan todas las ganas.”
No sin ironía, quienes sufren o gozan de esta mentalidad fascista se erigen como los campeones de la democracia y la libertad de expresión. No pocos son devotos de un pobre carpintero, alguna vez inmigrante, refugiado, llegado a Jerusalén de otras tierras y ejecutado junto con otros dos criminales por el imperio de turno y la complicidad de la oligarquía criolla por cuestionar demasiado, incomodidad que era una tradición desde siglos antes en el Antiguo testamento (ver Amos, por ejemplo). Crimen que llevó a la pseudodemocracia ateniense (gracias a demagogos enriquecidos del partido democrático como Anito, Licón y Meleto) a ejecutar a Sócrates, porque andaba corrompiendo a la juventud con eso de enseñarles a cuestionarlo todo.
Un último recordatorio: no importa cuánto se envuelva usted con alguna bandera nacional y se rodee de símbolos, tatuajes y discursos sobre el patriotismo: los países no tienen dueños. Mucho menos los individuos y sus pueblos.