Cada vez que lo veía llegar a Don Pablo eran las siete en punto. Dos relojes superpuestos, uno de sol, otro de arena, tal vez alcancen la exactitud plena. Su arrugada bolsa de piel curtida de tiempo y sol guardaba granos de penas que, al chocar entre sí, alarmaban a su corazón y lo devolvían a la rutina diaria.
Casi despierto llegaba hasta el kiosco pedaleando sin darse cuenta, saludaba con un gesto, me daba la plata justa a cambio del matutino, extraía del interior de un bolso azul un manojo de maíz el cual arrojaba al piso, destinado a las palomas que habitan la plaza, esperaba que la luz del semáforo cambiara al verde y volvía a pedalear hasta el bar para cumplir con la ceremonia del desayuno.
Bolichero de alma, aseguraba que nunca nadie le había pagado un vino ni prestado un periódico en público. No fue fácil ganarme su confianza, parco como pocos, no hablaba con nadie porque no lo necesitaba, le sobraban recuerdos con quienes dialogar. La vez que acusé frío me dijo que mejor que quejarse era abrigarse, cuando critiqué a la humedad reinante, me aconsejó que valía más hablar a favor de algo antes de que estar siempre en contra de todo.
Cuando le pregunté si había nacido en Rosario me contestó que si la patria es la infancia, entonces él era rufinense. Creo que me empezó a considerar el día que lo enfrenté, cuando le manifesté de mala manera mi cansancio sobre el cebadero en el que había convertido mi lugar de trabajo, comedero para las únicas aves que detesto, consideradas bíblicamente prenda de paz pero que para mí son una plaga, bichos que no cantan, se reproducen como ratas, y viven bombardeando bosta.
El anciano me miró extrañado, la fricción pareció despertarlo, me pidió disculpas, abandonó el hábito y se quedó a charlar conmigo. Me contó que durante muchos años había enjaulado pájaros y cenado palomas en guisos o con polenta, hasta el día que una tórtola le enseñó para siempre el significado de la palabra libertad. Me aseguró que la paloma carece de canto porque no necesita pregonar sus actos, no simboliza la paz, lucha por el derecho divino que tiene todo ser vivo de vivir en paz. Para lograr su objetivo es capaz de soportar el encierro, el anillado, el corte de alas y todo otro tipo de castigo en el más completo silencio, pero no dudará ni un instante en volver a sus orígenes el día que su carcelero se olvide de cerrarle la trampa.
Con el tiempo las conversaciones se fueron enriqueciendo, lo esperaba ansioso con una renovada sensación de que me iba a enseñar algo nuevo. Si bien contaba con poca visión, con el ojo derecho casi cerrado y lagrimeando constantemente, su viva memoria lo hacía ver cosas que yo no veía. Supo pintarme con palabras los imponentes eucaliptos y jacarandás que lucían en el cantero central de la ancha avenida antes de la gestión del intendente Carballo, recordó emocionado el cine Alberdi, el bar "La cueva”, el rosedal y la banda dominguera.
Se definió como lector precoz, fueron las ganas de imitar a su padre las culpables de que aprendiera a leer solito los chistes de las contratapas de los diarios. De aquellos tiempos conservaba la costumbre de recorrer el periódico desde atrás hacia adelante, ya no leía historietas, empezaba por los avisos fúnebres. Tal vez sus convicciones fueron sus propias prisiones. Consciente de haber pagado con soledad la libertad de no sentirse vigilado, sólo contaba con un teléfono de línea. Leía todavía las noticias de la prensa local porque decía que prefería angustiarse por la suerte de los habitantes de Aarón Castellanos, amenazados por las aguas de La Picasa y los canales clandestinos de campos aledaños, antes que preocuparse por la indigestión de osos pandas en el zoológico de Viena.
Insistía en proclamar que era imposible amar aquello que no se conocía y que el desconocimiento de lo genuino era la base de cualquier colonización mental. Disfrutaba de la lectura tanto como del café con leche. Dos veces a la semana visitaba la biblioteca Alberdi para renovar textos. Sostenía la idea que el libro era el mejor aliado de cualquier esperanza.
Las aves lo divisaron antes que yo. Fue un mediodía de otoño en el que me sorprendió verlo de a pie, con traje azul y lustrosos zapatos negros, una valija con ruedas que arrastraba su mano derecha y la conocida bolsa colgada en el otro brazo. "Ayer me vendiste el diario con la peor noticia que leí en toda mi vida", me dijo con ambos ojos llorosos. Cuando me contó que había leído el nombre de una persona muy querida publicado en la sección sepelios traté de levantarle el ánimo preguntándole si había chequeado la información, si había visto bien la foto porque existía la posibilidad de que hubiera confundido los datos. Arrastrando una mueca de dolor me explicó que no había retrato alguno, que le había bastado con el presentimiento y el nombre, al final de cuentas, Paloma no se llaman muchas mujeres en nuestro país. Dolido pero vivo, me dejó la comida para las torcazas acompañado por estas palabras: "Voy a desaparecer por un tiempo, ya no tiene sentido mi presencia aquí, de todo lo que no me dijiste me quedo con una hilacha de ese silencio, aquella que me induce a pensar que vos también tenés alguna remembranza que alimentar".
Salí de mi habitáculo y lo seguí con la mirada hasta que se subió a un taxi. Dicen que nunca es tarde, menos aún lo será entonces para un viejo palomo que acababa de escapar de su último calabozo abandonando al fin la quietud de la espera y decidido a volver a desplegar sus tullidas alas para emprender su último viaje, el ansiado regreso al lugar en donde alguna vez fue inmensamente feliz.