" A todos les da esperanzas, y a cada uno en particular le hace promesas y le envía mensajes: pero son muy diferentes los pensamientos que su inteligencia revuelve." La odisea. Canto II.
Subida al parpadeo de las luces que serpentean hacia el horizonte, se deja llevar por el nombre que no deja de circular, mientras espera que la luz del alba, descubra en la margen del río a la figura del hombre que cada veintidós de junio, dicen, la viene a buscar. Allí está. Una sombra redondeada apenas distinguible entre los eucaliptos, aparecida a la hora exacta medida por los dichos de toda la ciudad. Nada reconoce en el andar del vagabundo. No recuerda haberlo visto, aunque siempre esas personas fueron invisibles para su vida ajedrezada.
Esteban Zulsky. Piensa en ese nombre que viene a buscar su promesa de amor. Al pensarlo, nota desaparecer la figura entre los eucaliptos, y al querer dejar de pensar, más se adentra en los recuerdos, cuando apenas graduada, la fuerza de su madre, quien supo sola ser su vástago, declinaba hacia la inestabilidad y ella misma caía en el abismo por el rechazo de un gran amor. Muchos por entonces comenzaron a buscarla y poco a poco comprendió que necesitaba, como condición, la insistencia de un hombre que pudiera sostenerla sobre el curso inalterable de las cosas; los insistentes desordenados, la fastidiaban al punto de terminar desorbitados. Casi treinta años pasaron desde aquella época en que supo encontrar su camino.
Frente al ventanal, la recuerdan de esas memorias, el reflejo de su cara compartida en la pantalla junto a unos ojos opacos, de hombre envejecido, que no entienden la mirada de las cámaras. Parece estar carcomido por una barba rala que se continúa en pelos endurecidos con (imagina, ya que solo puede ver el reflejo), las moscas volando a su alrededor. Siente en su propio perfume el alivio de pertenecer a un mundo paralelo. Un mundo inaccesible, hasta ahora, a las disquisiciones mentales de la opinión pública que repiten sin capacidad de relativizar por su voluntad destructora. Escucha en la pantalla la voz del vagabundo, y una fuerza desconocida la arrastra, sin poder saber cuál es ya su posición, como si girara caóticamente por entre los círculos de un eco.
Sucesivamente los micrófonos, frente a Esteban Zulsky, y al oído de ella desorientada, lo interpretan oriundo del interior, peletero, vendedor de oro, estudiante crónico de medicina, poseedor de un rico prontuario, aunque otros lo afirman siendo del gremio de los portuarios. Todos traducen sus propios datos. Ninguno puede esconder el timbre de voz ni el modo extraño de hablar de Zulsky. Hay giros antiguos en su gramática, cuenta sus ideas en frases completas, usa el usted en vez del vos, che, y le dice Pampero al simple viento del sur.
El sol borra el reflejo en el ventanal al tiempo que la voz del vagabundo se apaga en música o comentarios. También ha dejado de estar bajo los eucaliptos junto a las moscas que lo gravitan; no sus pertenencias que se reducen a un carro, unas mantas y algo que una vez fue un colchón. Y de repente, en esos objetos, se aclara el recuerdo de verlos desde hace mucho tiempo cada veintidós de junio (ahora nota), inalterados y en la misma posición. Una vez se decidió bajar para tirarlos o esconderlos de su vista y no recuerda cuales pormenores rápidamente la olvidaron de esos objetos.
La niebla rebaja la mañana a una luminosidad difusa. Los eucaliptos tardan en aparecer, y bajo ellos, el cuerpo inerte de Esteban Zulsky descansa sobre las mantas al lado del carro y el colchón desordenado. Sus ojos brillan. La barba y los pelos han sido cuidadosamente recortados. Un anhelo en su sonrisa lo viste, justo para los micrófonos, veinte años menor que en las imágenes del día anterior. Los dichos de la ciudad parecen haber encontrado su realidad, aunque no podrán explicar, y mucho menos ella, cómo alguien pudo haber vivido en el pasado de una promesa (si es que existió) sin que su biología no se degradara.