En la dramaturgia de Felicitas Kamien lo primero que se desafía es el verosímil, o, más precisamente las variantes de una causalidad que puede quedar atada a la lógica. En su escritura es la inventiva la que se apresura a entender cierto drama social, a partir de una estructura que dialoga con el realismo para extirparle una progresión dramática, una intriga que contiene y encausa una anécdota fantástica.
Pero es verdad que en Alfa sucede algo más desconcertante. Las formas de la especulación, esas que le dan al género de la ciencia ficción la calificación grandilocuente de anticipación, se parecen bastante a la realidad más cercana. Un mundo del futuro donde las personas salen a la calle con una mascarilla que les permite respirar, cuidarse de un aire que se imagina infectado, envenenado. Una ciudad desolada, peligrosa hasta los límites de la supervivencia, una vida puertas adentro donde el bien más preciado sale del propio cuerpo.
En el universo de Alfa quedan pocos hombres capaces de procrear, el semen se ha convertido en un agua chirla inútil para gestar una vida. Las mujeres tampoco pueden quedar embarazadas con facilidad. Entonces el saber científico se convierte en el mejor negocio. La probabilidad de conseguir el semen de los pocos machos alfa que quedan es la proeza y el objetivo. Así pasa sus días Sofía, embelezada midiendo las cualidades de esa leche que los hombres ofrecen como mercancía. La cocina es un lugar lúgubre entre una madre un tanto divagante y una empleada sumergida en esa vida gris.
Alfa podría ser una obra de los hermanos Discépolo, especialmente cuando aparece el padre (a cargo de Abian Vainstein) y la locura deviene en ilusión millonaria. El laboratorio casero se sustenta en un saber científico que funciona en la clandestinidad. Ya no se sabe qué pasa fuera de esa cocina, todo se supone reducido a un tráfico humano. La sociedad necesita reproducirse, las mujeres especulan con hijos que tal vez nunca podrán tener y desde allí, desde el lugar más íntimo del hogar, se desarrolla una factoría humana.
Sofía, a cargo de Paula Manzone, nunca sonríe. Hay algo sacrificial en ella que se rompe con la llegada de Luciano, su padre, un médico genetista que estuvo preso y ahora deambula como un vagabundo. Alfa contiene una trama de seres desterrados y se construye en base a contrastes. Si la escena se resuelve en torno a una escenografía realista (creada por Victoria Kamien), la situación tendrá el formato de una obra de ciencia ficción (género casi inhallable en el teatro) pero la historia deviene en lectura política de esta época aunque se sitúe en el futuro. El cuerpo como espacio de extracción de materia prima, el ser humano como un ser a copiar por las máquinas, la naturaleza destruida por la contaminación, operan como el mecanismo de esta pieza. Lo que hay que volver a armar es lo básico de la reproducción humana y en esta línea los personajes masculinos muestran un humor, una energía descarada que juega en oposición con la seriedad o el dramatismo de los personajes femeninos.
Podríamos pensar que en ellas existe una mirada más exacta de la situación, una mayor comprensión de los riesgos y una lectura menos inocente y entusiasta de las posibilidades. Si el padre entra en una algarabía que anticipa el desastre, el personaje Santo que interpreta Diego Quiroz (el semental, el macho alfa, el dueño de la sustancia que podría salvar la vida de todxs) es el que enuncia el discurso machirulo. Ahora son las feministas, la principal amenaza para este muchachote que se mueve por la ciudad como carne proletaria. El acierto de Kamien es instalar en ese cuerpo la síntesis, el conflicto de toda la obra. Si el saber está del lado de Sofía, de su madre y de Luciano, es Santo el que se convierte en la matriz explotada, en el cuerpo que, al mismo tiempo deviene en objeto de deseo porque Kamien asume las contradicciones de un sistema que no puede desentenderse tan fácilmente de la dominación masculina.
Alfa se presenta los sábados a las 20:30 en el Camarín de las Musas.