El nueve, en fútbol, crea la jugada. Es al diez lo que el compositor al intérprete. Si el diez hace el gol, es porque el nueve lo hizo posible. Gracia del nueve: volverse impredecible, invisible para el adversario. El nueve danza entre los límites blancos del césped y dibuja, con su arabesco sorpresivo, la posibilidad de acertar. Al prologar la antología 9 nueves (Rosario: Serapis, 2022), el escritor santafesino Francisco Bitar comienza por desarmar la ecuación cuento = oficio. Estos y estas nueve cuentistas de las provincias de Santa Fe y Entre Ríos son nueves en el campo, son hábiles maniobradores que van llevando la trama por los remolinos menos pensados. Y que con un lenguaje preciso, pero no por ello prosaico, guían la lectura hacia un remate inesperado. En algunos de los textos puede leerse en filigrana cierta revisión muy específicamente generacional de Saer: el Saer nerd, el de las microscopías, el de la lente macro, el que se demora en el picado fino de un salamín, o en un fósforo encendiéndose. ¿Una versión en Ritalin de Saer?
En otra clave, puede leerse "nueves" como revisión política del viejo adjetivo "nuevos". Claro, es que se trata de autores y autoras que nacieron a partir de 1983: la generación millenial. A la categoría de generación le entra Bitar por un sesgo historiográfico tardío: "El tiempo de esta selección no se corresponde... con un bloque o tendencia definida o definitiva, sino con las puntas de un entramado que comienza a deshilacharse: es el tiempo posterior al espejismo de una generación". Bitar se encuentra en estos cuentos de sus pares con "el tiempo de desintegraciones" que es el leit motiv de su propia obra.
Testigos de la desintegración de lo precedente -de la herencia- son estos personajes, y, con una discreción propia del nueve, cada obra les crea un devenir que se va moviendo astutamente por entre los mínimos intersticios de lo posible que agrietan los interiores de unos mundos secretos, absortos en la rutina o en la obsesividad. No hay desmesura, nadie sobreactúa. La gravedad asume el papel estelar. "Y sin embargo, se mueve": una astronomía galileana del giro de lo que parece quieto provoca la peripecia y el estallido.
El nueve mueve. Diego Oddo (Santa Fe, 1983), en "La rutina de las máquinas", y Maia Morosano (Rosario, 1986) sitúan la perversión al inicio de transformaciones inesperadas por la vía del crimen o de la orgía: actos que agotan su ciclo al sucederles la muerte y el olvido, y el consiguiente retorno del status quo. Hay un humor negro sutil en estos dos relatos donde la proximidad física de la vecindad en las ciudades habilita el horror o el amor, en una azarosa ruleta de intercambios donde no sabe qué saldrá, o qué vendrá después de eso que salió. Cuentos de una época fluida en que las cosas se van dando, también retratan el fracasado afán de cristalizar en institución los impulsos: de eso trata la joya que corona el libro, a la que alude la imagen de tapa por Sebastián Pachoud. En "Puf rosa", Ariel Aguirre (Santa Fe, 1991) disecciona la ruina de un proyecto a través de las tecnologías y los objetos que operan como testaferros de las pasiones. El relato fue publicado como parte de su imperdible libro Vértigo (Rosario: Editorial Biblioteca, 2021). Aquel macho prescindible encarna quizás el devenir del entenado en "Canto", de Juanjo Conti (Carlos Pellegrini, 1984), quien juega allí con los nombres en una filiación espuria.
Lo fantástico irrumpe con modos de cuento infantil para adultos en Agustín González (Rosario, 1983), cuyo relato "La historia del señor Hopkinson" es atribuido a Corazón, la gata escritora, en uno de los volúmenes de una trilogía publicada por Danke, y aquí es presentado como texto autónomo. El disparate victoriano, a la manera de Lewis Carroll o Edith Sitwell, anima esta escritura singular. Los objetos, ya en su búsqueda como en su construcción, cobran protagonismo en tanto sinécdoques (metáforas de la parte por el todo) de mundos completos perdidos, en tiempos en que una relación constituye un mundo cerrado: esto pasa en el saereano "Zippo", de Natalia López Gagliardo (El Trébol, 1987) y en "Miniatura", donde Leonardo Bernieri (San Lorenzo, 1991) gira a lo fantástico y tira, como al pasar, una alegoría sobre la relación entre literatura y experiencia. "Obra muerta se le llama a la parte de arriba del casco de un barco, la que no toca el agua. La obra viva está debajo y, una vez que el barco es lanzado al agua, ya no se vuelve a ver".
Una pintora alcohólica busca un verde imposible en "El color de una búsqueda", de Raúl Andrés Cuello (Las Heras, 1988), en un acto de travestismo y de dandismo literarios que tiene su reverso drag king y lumpenizado en el cuento "Los vecinos", de Maia Morosano. Una indecidible ambigüedad entre lo fantástico, lo sobrenatural como elemento de un realismo expandido o la franca locura se hace letra en la voz, en estilo indirecto libre, de un narrador inocente a lo Faulkner, un niño que se extraña de la generación anterior en el bellísimo relato "Puntos cardinales", de Paula Galansky (Concordia, 1991): "Una parte de él envidia el conocimiento que su papá tiene sobre las cosas del mundo. Se pregunta cómo es que sabe lo que sabe, de dónde lo saca". Como toda antología, esta selección excelente configura una cartografía posible, que puede -indudablemente- ampliarse; cumple así su función como mapa de lecturas de "les nueves" en la literatura regional.