Tres días en Buenos Aires, acompañando a mi marido qué, como jurado, tiene que ver (y oír) veinte películas del Bafici.

Yo no tengo ningún compromiso. Tres días sin rumbo fijo, sólo acoplarme a algunos horarios, esperar para ir a comer o a caminar por los lugares de siempre.

El departamento en el que estamos no está en el centro, está en Villa Crespo. El primer día llegamos en taxi, después preferimos el subte. Para tomarlo recorremos cuatro cuadras que mutan según el horario, mientras el tren pasa por un túnel que se sacude arriba de la calle.

Me gusta recorrer el barrio, encontrar una quesería con quesos raros, una verdulería pequeña en un local inmenso que antes fue un cine, un local de shawarma exquisito y barato. Es un barrio con muchos árboles y calles de adoquines, las vías que lo atraviesan, el Club Atlanta, omnipresente en cada tapial de baldío o casa abandonada. Para el segundo día ya puedo identificar el bar al que van los vecinos, el edificio que tiene las baldosas de la vereda lustradas, los techos y los patios que puedo ver desde el balcón de nuestro monoambiente, quinto piso D, contrafrente.

El domingo me toca esperarlo cuatro horas, de 17 a 21. Decido hacerlo caminando por Corrientes, entre la 9 de julio y Callao.

Todavía hay sol, y es una tarde casi primaveral. Entro a una librería a comprar un libro que no encuentran, aunque la computadora les dice que sí está. No tengo apuro. Miro todas las estanterías, hasta las de astrología y derecho, cosas que nunca iría a comprar. Al primer empleado se agrega otro, y otro, y también el encargado. Todos buscan: en los estantes más altos, en el depósito, en el subsuelo, en la piecita de descartes. Si la computadora dice que está en existencia, tiene que estar, no se van a dar por vencidos. Finalmente aparece, en unas cajas apiladas en el rellano de una escalera, donde se guardan los elementos de limpieza. Todos nos alegramos, pago y me voy. Me paro en la vereda y miro para los dos lados: el obelisco a contraluz, mucha gente que camina sin apuro, un chico que pasa corriendo, una pareja con traje y tapado de piel. Miro todo lo que me pasa por al lado, todo lo que podría tocar con sólo estirar la mano, y todo es extraño, lejano. Pero es una extrañeza que no lo hace hermoso, pienso, que no lo mejora.

Y entonces me digo, aunque inmediatamente me arrepiento: “Está todo triste. Sórdido”. Me arrepiento porque debe ser mentira, sólo una consecuencia de mi mirada nostálgica y fuera de época. El resultado sesgado y oblicuo del paso del tiempo.

Las librerías de Corrientes, el San Martín, los cines de Lavalle, fueron durante años el lugar donde pasaba la vida que no llegaba a Rosario, el objeto deseado, lo que se nos escapaba por estar a 300 km al norte.

Me pregunto, mientras unas veinte personas bailan tap en la mitad de Corrientes que ahora es peatonal, si en aquel momento no seríamos también tristes y sórdidos, buscando lejos algo que no sabíamos encontrar cerca. A las mujeres que bailan tap se las ve felices, como nosotros cuando descubriamos a Kantor, o a Genty, o pasábamos horas mirando las galerías con cuadros o fotos de artistas ignotos, que tal vez ahora también estén tapados por la tristeza. A los jóvenes que esperan para entrar a una función del Bafici se los ve entusiastas y se saludan con besos y se cuentan cosas, pero los que salen se van cada uno para su lado, y la nochecita deja aparecer a los que tienen la sordidez como único destino. No puedo recordar si en aquellos momentos, cuarenta años atrás, alguien metía el cuerpo entero en un tacho de basura para buscar comida. Creo que no, pero no estoy segura. No sé cuándo nos pasó esto que nos pasó.

Entro en el bar de la esquina. Es un bar viejo, pero no de los antiguos. De los años 50, parece. No tiene el encanto de las mesas de madera oscura, ni la barra con estaño, ni revestimientos de mayólicas o maderas encastradas. Es un bar grande, casi impersonal, un “no lugar”, diríamos ahora, que inventamos categorías para que nos calmen un poco la incertidumbre que nos provoca lo que no entendemos.

El bar tiene el mismo nombre que una ciudad de Estados Unidos. Un nombre sonoro, potente. ¿Quién lo habrá elegido? ¿Qué película de vaqueros lo habrá nombrado? ¿Será el nombre del caballo ganador de un Derby? ¿O la ciudad donde nació el abuelo del primer dueño?

El bar tiene fotos en blanco y negro y decenas de botellas de mistela en un estante arriba de las puertas, para que no olvidemos que tiene historia. Tiene vidrios biselados, un cartel (pintado, no escrito con tiza) que dice el nombre de los Maestros pizzeros de cada turno y lámparas que cuelgan, una al lado de otra, con ocho esferas cada una, a modo de sistemas solares luminosos.

Y en las paredes los carteles de neón. Los de verdad, los que tenían gas adentro de tubos de vidrio curvados y transformadores que zumbaban sin parar y eran carísimos y exclusivos. Hay uno que dice “Empanadas fritas de 12 a 16 hs/ 20 a 24 hs”, hermoso, color verde de líneas curvas. Pienso en lo efímero que resulta ahora un horario para vender empanadas fritas, en cómo el mundo cambió, y en que antes era previsible y ya no.

Quisiera aferrarme a ese viaje al pasado, pero tengo la computadora en la mochila y triunfa la tentación de conectarme a la wifi para saber el origen del nombre del bar.

Google todo lo sabe. ¡Y me da la razón en mi teoría sobre el caballo triunfador! Parece que tres futbolistas, famosos pero anónimos, en 1942 apostaron y ganaron el gran premio del Derby de esa ciudad. Con el dinero decidieron poner una pizzería, un lugar donde pudieran crecer amistades perdurables como la que los unía a ellos.

Sigo leyendo y la web me informa que la marca creció, que ahora tienen más de 30 sucursales desparramadas por CABA y otras ciudades, que están franquiciadas, que pertenecen al mismo grupo empresario que también es dueño de las otras dos pizzerías más conocidas y tradicionales de calle Corrientes.

Vuelvo a mirar los vidrios de las ventanas pintados con parte del menú, los carteles de neón, los nombres de los maestros pizzeros (turno día y turno noche), y descubro pintado en un espejo: hashtag (no encuentro en mi compu el signo) Amamos la pizza.

Volvemos a Villa Crespo en el subte, es una noche fresca y ventosa, caminamos las cuatro cuadras que nos separan del departamento. Se escucha el paso del tren, las calles están vacías y vuelan hojas y restos de papeles barrilete violetas, de esos que envuelven las frutas finas.

El viento arma un remolino y se come todo, hasta el tiempo, hasta cualquier certeza.