En una entrevista de 1984 para el semanario Aquí, Eduardo Galeano definió su libro Días y noches de amor y de guerra (Siglo XXI Editores) como “una especie de conversación con mi propia memoria”. En esa misma línea también ubicaba, por ejemplo, la trilogía Memoria del fuego o el célebre Las venas abiertas de América Latina.
El volumen está poblado de claroscuros ya desde su título: los días en oposición a las noches, el amor como contracara de la guerra. Pero aquí la oscuridad y el horror impuestos durante la década del ’70 por los regímenes militares en buena parte del territorio latinoamericano son interrumpidos por esos breves destellos de humanidad capaces de darle sentido a una vida.
En Días y noches Galeano enumera un sinfín de nombres propios: desde el Che Guevara a Juan Domingo Perón, a quienes entrevistó como periodista; Salvador Allende, con quien mantuvo una profunda amistad; algunos colegas como Juan Gelman, Paco Urondo, Juan Rulfo o Alejo Carpentier; y aquellos que nadie volvió a ver jamás como Haroldo Conti, Raymundo Gleyzer o Rodolfo Walsh. También registra el encuentro con personajes anónimos encantadores, la resistencia desde una publicación histórica como la revista Crisis, los amores o la llegada al mundo de sus propios hijos: Verónica, Florencia y Claudio. Hay una oscilación permanente entre el gozo y la tragedia, la vida y la muerte, lo luminoso y la oscuridad.
El escritor analiza las dictaduras de Argentina y Uruguay pero no de manera aislada sino a partir de los vínculos con casos anteriores en la región. Así, puede establecerse un diálogo con otro de sus trabajos, Guatemala. Ensayo general de la violencia política en América Latina, donde identifica los episodios ocurrido en 1967 en ese país como el laboratorio de la barbarie y la violencia que en los ’70 se extendería por todo el continente, “la aplicación de la guerra sucia en gran escala”.
En Días y noches sus análisis no recurren tan sólo a datos duros; Galeano también apela a su pluma sensible a partir de la narración de pequeñas escenas que quedaron impresas en su memoria, momentos protagonizados por personajes como Vovó Catarino, la Abuela, el Bidente, María Padilha o el Viejo, que parecen salidos de una novela.
Según contó en la entrevista realizada por Daniel Cabalero, en ese tiempo había cambiado bastante su estilo. “Tratamiento para adelgazar. Decir cada vez más, con menos”, confesó. Y con esa economía de recursos Galeano era capaz de sintetizar las angustias de una época y toda una generación con tres frases de pajarito, casi como un mantra: “Estar vivo es un peligro; pensar, un pecado; comer, un milagro”.
¿Cuántos son los desterrados dentro de las fronteras del propio país? Esa es una de las preguntas que, de algún modo, atraviesa el libro pero también la vida del autor; una pregunta a la que seguirá dándole vueltas durante años. En la entrevista de 1984, desde su casa en Barcelona, asegura que “nadie se hace héroe por irse ni nadie patriota por quedarse”. Se trata ciertamente de una de las tensiones más fuertes de esa época: ¿irse para salvarse o quedarse bajo el riesgo de perder la vida?
En Días y noches hay un hilo que conecta las doscientas páginas, un personaje omnipresente que encarna toda la vileza del mundo: eso que el escritor llama “la máquina” o “el sistema”. “No se agota en la lista de torturados, asesinados y desaparecidos la denuncia de los crímenes de una dictadura. La máquina te amaestra para el egoísmo y la mentira. La solidaridad es un delito. Para salvarte, enseña la máquina, tenés que hacerte hipócrita y jodedor –escribe–. La máquina, estéril, odia todo lo que crece y se mueve. Sólo es capaz de multiplicar las cárceles y los cementerios. No puede producir otra cosa que presos y cadáveres, espías y policías, mendigos y desterrados”.
En uno de los apartados detalla la situación de Chile, pero al leerla podría dar cuenta también de algunos aspectos de la actualidad: bajo la presidencia de Allende, el país había recuperado el cobre, el hierro y el salitre, los monopolios habían sido nacionalizados y la reforma agraria desestabilizaba a la oligarquía. Sin embargo, “los dueños del poder, que habían perdido el gobierno, conservaban las armas y la justicia, los diarios y las radios. Los funcionarios no funcionaban, los comerciantes acaparaban, los industriales saboteaban y los especuladores jugaban con la moneda”.
Por momentos la noche y la guerra parecen imponerse sobre todo lo demás, pero la pluma del uruguayo registra también esos pequeños detalles que le permitían seguir adelante, escribir, vivir, amar. Así, cuenta la historia de una veintena de compatriotas que, todos los meses, cuando salía la revista Crisis (prohibida en Uruguay), cruzaban el río para leerla. Entre todos compraban un ejemplar, iban a un café y uno de ellos leía en voz alta página por página: escuchaban, discutían, le regalaban la revista al dueño del café y volvían a sus pagos. Al final de ese apartado, Galeano concluye: “Aunque sólo fuera por eso, valdría la pena”.