Bais Arach murió una mañana de junio en un pueblo que no era el suyo. Una injusticia para él, que había elegido vivir 85 años sin moverse de Monje. Poco importaba que le hablaran de otros pueblos, de otras ciudades, de otros continentes. Que su mujer le recordara lo bien que les estaba yendo en el almacén, según les había recordado el gerente del Banco. "¿Para qué?", preguntaba con firme convicción, levantando los hombros ante la consulta persistente de quienes se negaban a aceptar su tozudez.

Vivió aferrado a ese poblado de 12 calles de extensión por cinco de anchura donde lo más importante desde todos los tiempos había sido la cosecha. De maíz, de trigo, de soja. Las sequías enflaquecían los bolsillos de todos, incluso de los que no tenían ni una hectárea. Y las lluvias traían un sosiego que superaba cualquier lodazal, cualquier empantanamiento previsible en las calles sin asfalto que eran mayoría.

La sojización, sumada a la tecnologización de la agricultura con sembradoras y cosechadoras inteligentes, fueron despoblando los campos. Los peones se convirtieron en mano de obra desocupada, y poco a poco el recorrido rural en el que Bais llevaba alimento, ropa y productos de higiene se tornó innecesario. Las hiedras creciendo sobre los candados de las tranqueras fueron la clara señal de que todo había concluido. Era el silbido del viento que precede a la desolación.

El neoliberalismo trajo la privatización compulsiva, corrientes políticas que quedaban tan lejos y que sin embargo abofetearon al pueblo como si fuera responsable de todos los males. Un día el tren dejó de pasar y la única fábrica productora de lácteos cerró.

Para cuando Bais murió, en Monje ya no quedaban bancos. Ni clínicas médicas... ni siquiera estaciones de servicio. Monje era un pueblo cordial, hundido en el olvido llano de la pampa húmeda.

Y entonces a él, que había resistido los embates oncológicos con entereza, no le quedó otra opción que aceptar que lo internaran a 10 km de su casa. Y allí, como vencido por un exilio obligatorio, se dejó morir tan mansamente como había vivido.

La internación era una recomendación del joven médico recién llegado, que cada tanto visitaba la casona con una valijita para ver si "todo andaba bien". "Es el problema de los médicos: siempre tienen que encontrarte algo", repetía en esos momentos Isabel, su mujer. Un rezongo que no impedía sin embargo la cordial invitación a pasar a la casa y tomar mates amargos. Es que en ciertos lugares ni siquiera el disenso es excusa para la falta de amabilidad.

Ella había conocido a Bais durante el invierno de 1942 en una milonga. Tenía 18 y él, que hablaba el español con acento sirio, 20. Una catarata de prejuicios había impedido el matrimonio, que se concretó finalmente en la primavera de 1949 y como era de esperar, resultó mal visto entre la nutrida comunidad de inmigrantes del lugar. Una campesina que apenas sabía leer, casándose con el primogénito de una familia siria. Donde se ha visto.

Isabel contaba esa historia cada vez que podía y dejaba escapar en el tono límpido de la memoria un resabio de aquel rencor. Punto y seguido recordaba como "todos esos" que la habían despreciado y luego se retractaban al verla laboriosa, trabajando de sol a sol, cosiendo ropa para toda la familia, administrando el negocio, cargando bolsas de ropa antes del amanecer para el reparto rural. El, en cambio ofrecía el perdón con una sonrisa displicente.

La mujer, de cabello oscuro y manos pequeñas había aprendido el trabajo duro en el campo. Arriando el ganado, caminando "bajo la helada" las leguas que separaban a su casa de la escuela y hasta hombreando bolsas de papas para cargarlas en camiones. Para ella la vida no fue otra cosa que el rigor de la voluntad.

Con el tiempo, el pequeño almacén pasó a ser una tienda de ramos generales donde se vendía desde caramelos, productos de limpieza y agujas de tejer... hasta telas finas y trajes de sarga. Entre esos estantes de madera que llegaban hasta el techo, a los dos se les pasó la vida. Los mostradores coloridos y abarrotados poco a poco fueron envejeciendo con ellos.

Dos veces se había fundido Bais por vender al fiado. Y sin embargo cada vez que alguien llegaba dispuesto a comprar comida para pagar después, él no se negaba. Anotaba el gasto en una abultada cuenta que ya todos daban por perdida y escuchaba luego con resignación los reproches de su esposa, cansada de dar tanto esfuerzo por perdido.

Me atrevo a decir que en los últimos años, el siguió abriendo las puertas de aquel lugar no tanto para esperar a los clientes que casi no llegaban, sino para recordarse a sí mismo.

"Vaya mija al mostrador, le dejé unos caramelos. Y agarre más si quiere", nos prometía con una sonrisa generosa a las nietas. Desde siempre y hasta siempre.

Entré como buscándolo aquel 8 de junio. Y en el silencio de ese salón casi vacío en el que su voz había dejado el último eco, entendí por fin que ya no estaba.

(A veces los lugares se parecen a los hombres que los habitan. Y cuando estos se mueren, una orfandad los envuelve para siempre)