Las sillas, esas espectadoras silenciosas

ChairPortrait es la última serie del arquitecto y dibujante italiano Federico Babina, conocido por sus inventivas, lúdicas obras, donde lo mismo proyecta casas que recuerdan a personajes de cuentos de hadas (ArchiTale) o imagina qué tipo de edificios hubiesen creado famosos pintores (Archist), por mentar algunas de sus colecciones ilustradas más populares. En esta ocasión, el hombre se centra en cierta ubicua pieza de mobiliario, la silla, sobre la que –dicho sea de paso– el gran Mies van der Rohe dijese en 1930: “Es un objeto muy difícil; todos los que han intentado hacer una lo saben. Hay infinitas posibilidades y muchos problemas; tiene que ser ligera, fuerte, cómoda, en fin… casi es más fácil construir un rascacielos que una silla”. Mal no le fue con su clásica silla-sillón Barcelona, pieza concebida en sociedad con Lilly Reich hace ya casi un siglo, que tiene todavía una vigencia total y es retomada por Babina en su reciente serie, al igual que otros clásicos del diseño de muebles firmados por personajes como Eero Aarnio, Le Corbusier, Charles Eames, Eero Saarinen, Harry Bertoia, Michele de Lucchi, etcétera. Lo que hace Federico en ChairPortrait es –lisa y llanamente– imaginar las sillas como rostros. Puntos o líneas ofician de ojos, mientras los perfiles se manifiestan a partir de los elementos esenciales de cada pieza, a la espera de que sean interpretadas por “las mentes elásticas” a las que apela en ilustrador. “La fantasía es un superpoder que todo el mundo posee, aunque muchos no lo sepan. Con imaginación, las cosas cambian de color y los objetos cobran vida, adquieren una apariencia extraordinaria”, destaca el arquitecto que da personalidad y expresividad “a 30 modelos de sillas, a las que pienso como espectadoras activas –aunque silenciosas– de nuestras biografías”.

Besos combativos

Para denunciar el expolio, un artista duranguense tuvo ocurrente idea: chaparse piezas prehispánicas. En eso consistió la viralizada performance clandestina ideada y llevada adelante por Pepx Romero en el Museo Nacional de Antropología de México. Escabulléndose de los guardias, el hombre logró besar y lamer una treintena de valiosísimas obras en exhibición, de las culturas maya, azteca, teotihuacana, olmeca. Sin que la galería –obvio es aclararlo– le hubiese dado el visto bueno para andar salivando sobre bienes patrimoniales de la nación. Una forma, a decir del también director de teatro y director del colectivo artístico queer Traición, de “visibilizar que son objetos de deseo como demuestran las múltiples y desvergonzadas subastas que se realizan en lugares como Francia de esculturas prehispánicas, a pesar de los intentos vanos del gobierno mexicano por repatriarlas”. Una hora estuvo el combativo y besucón Pepx paseándose por el museo, besando artefactos sin que nadie lo pescara, pensando con indignación en cómo el mercado “convierte a estas obras en algo meramente decorativo, despojándolas de su valor histórico y simbólico”. Su saliva es mucho menos perniciosa que el expolio, conforma intenta destacar su atípica performance, que lleva por nombre Mexique 2022. Más allá de sus buenas intenciones, y de que el propio Museo Nacional de Antropología manifestó su “respeto a la libertad creativa y agradecimiento a las voces que rechazan la venta ilícita de bienes culturales en el extranjero”, evalúan ahora iniciarle acciones legales. Dañar, no dañó nada; pero sí que los dejó en ridículo: ¿alguien le da lengüetazos a una colección antiquísima y nadie siquiera se entera? “Hay muchas obras en exhibición, no podemos controlar lo que sucede a cada instante”, se atajaron desde la institución.

Cuando pase el temblor

“Los fanáticos de Garth Brooks provocan un pequeño terremoto”, titula un reciente artículo del medio NPR a cuento del recital que diera este popular artista de música country en el Tiger Stadium de la Universidad Estatal de Luisiana, al sureste de los Estados Unidos, días atrás. Un concierto que, como se ha dicho, sacudió literalmente la tierra. Con tanta fuerza y sentimiento bailaron y cantaron las más de 100 mil personas del público que un sismógrafo del campus registró el temblor. No durante cualquier tema, dicho sea de paso: sucedió durante la rendición de Brooks de Callin’ Baton Rouge, requerido tema de su repertorio, grabado en el disco de 1993 In Pieces, que cuenta el anhelo de un tipo por encontrar a una dama que conoció la noche anterior; en Luisiana, por supuesto. Ataviado con sombrero y botas de cowboy, Garth cantó con sentimiento la canción que, para los presentes, es una suerte de himno; originalmente escrita por el compositor de Nashville Dennis Linde en los 70s y versionada por otros músicos antes de Garth. En su voz, adquirió proporciones sísmicas, a juzgar por la reacción de una audiencia con pulmones claramente saludables, dispuesta a acompañar cada palabra al unísono. Según reporta la prensa, es la segunda vez en 3 décadas que se registra un pequeño terremoto en el estadio; la vez antes fue en el ’88, durante un partido de fútbol. Dicho lo dicho, hay que agradecer que el track dure menos de 3 minutos: al parecer, fue tal la histeria masiva que, mientras la gente cantaba, relojes Apple de algunas personas empezaron a emitir cartelitos de alerta sobre los niveles sonoros, de casi 100 decibeles, señalando que “10 minutos así pueden causarle pérdidas auditivas temporales”, según relata el Washington Post. Cuyos lectores, bastante poco impresionados por el temblor, dejaron comentarios como: “Eso es porque nadie midió lo que sucedía mientras tocaba Deep Purple” o, lo más curtidos, “¿Desde cuándo 100 decibeles es mucho?”.

Idas y venidas

Iba todos sobre rieles: el vuelo VS3, que conecta Londres con Nueva York, llevaba 40 minutos en el aire sin problemas técnicos, sin turbulencias indeseables, sin amenazantes tormentas, sin que ningún pajarito hiciese de las suyas… Así las cosas, casi una hora después del despegue el pasado 2 de mayo, el avión y su tripulación se vieron obligados a pegar la vuelta. Y por insólita razón: el copiloto no había completado su formación. El error de la aerolínea británica Virgin Atlantic fue detectado un poquito tarde, mientras el Airbus A330 sobrevolaba Irlanda. De hecho, ni siquiera el propio piloto -cuyo nombre se mantiene bajo reserva- estaba al tanto de que le faltaba “la evaluación final”, acorde a las reglas de la compañía, para validar y completar su entrenamiento. Una vez que saltó el pifie, la maquina voladora tuvo que regresar al aeropuerto de Heathrow, punto de partida donde la compañía salió raudamente en búsqueda de un reemplazo experimentado para que el vuelo volviera a partir y llegara a buen puerto. Con todos los papeles necesarios, sobra decir. Al parecer no fue tarea sencilla, y sin comerla ni beberla, los pasajeros terminaron padeciendo un retraso de casi 4 horas. ¿Cundió el pánico? En ningún momento. ¿Estuvieron en riesgo? En lo más mínimo, se apresuró a dejar más claro que agua filtrada un vocero de Virgin Atlantic, explicando que los dos pilotos estaban calificados para realizar la faena de acuerdo a las regulaciones de aviación británicas. Fue una cuestión de protocolo interno de la aerolínea, destacaron sobre el atípico caso. No tan atípico, empero, como otros que ha recordado la prensa en estos días, de aviones que debieron regresar a su base por motivos reales, aunque poco creíbles. Circunstancia extraordinaria, por caso, fue la vivida durante 2021 en un vuelo de 100 pasajeros de Londres a Zúrich, de la empresa Swiss, que debió retornar poco después de salir por… un olor nauseabundo a calcetines sucios. O unos años antes, en 2015, el viaje de British Airways que, de camino de Londres a Dubái, pegó la vuelta a media hora de salir porque el olor a heces que salía de los baños de la aeronave era tan insoportable que ni el capitán lo aguantaba. Pormenores, qué decir.