Un hombre va en su auto por la autopista
y oye que alertan por un parlante:
“Tengan cuidado, hay un auto circulando a contramano”.
Y piensa: “Un auto, no… ¡son miles!”.
(Viejo chiste popular).
Quiero decirles, irles e irlos, querides lectóribus, que siempre me identifiqué con ese conductor. Quizás sea porque no manejo autos (ni personas ni dromedarios; con la bicicleta fija más o menos la llevo bien), pero me ha llamado mucho la atención la habilidad de muchísima gente para ir “a contramano” y hacerles creer a los demás que, en realidad, no.
Aquí les recomiendo la serie Supongamos que [Nueva York] es una ciudad, en la cual un hipercorrecto Martin Scorsese entrevista e interpela a una más que brillante Fran Lebowitz. Ella, escritora, legendaria monologuista, dice, perpleja, en un momento: “No entiendo por qué (las autoridades de Nueva York) gastan tanto dinero en crear leyes y poner señales de tránsito para que solamente yo las obedezca”.
Así de absurdo, así de simple: Fran se siente, también ella, como el del chiste, como la única persona que va en sentido correcto. Que la calle tenga mano hacia el sur, y no hacia el norte, es una decisión arbitraria, pero sirve para que todo el tránsito en circulación vaya hacia el mismo lado, no choquemos entre nosotros, los peatones miremos a la derecha o a la izquierda (pero no en las dos direcciones) antes de cruzar, y para que alguien nos pueda indicar el camino hacia su casa diciendo: “Tomá por Rivadavia desde Once hasta Plaza Flores" (ya que “tiene mano” en ese sentido).
Podría ser al revés, pero entonces sería al revés, y la flecha indicaría al revés.
Quienes me conocen y leen esta columna saben que no hablo desde “el sentido común”. Que tomar por Rivadavia de Once a Flores no es “porque lo dice el sentido común”, sino porque lo dice “la flecha, la ley”, y tomarla a contramano será enredar el tránsito, complicarlo, encarajinarlo, hacer daño a quienes circulan y probablemente a nosotros mismos.
Hoy nos encontramos con un discurso hegemónico que, en nombre de la libertad (de mercado) y el “ sentido común” (sus propios intereses), nos “explican”: "Es cierto, hay una flechita, pero hay que respetar el derecho de 'les que circulan diferente' y no negarles la posibilidad de ir por Rivadavia de Flores a Once, porque eso sería discriminar".
Y lo sería, si todas las calles o avenidas de la zona tuvieran mano hacia el mismo lado, o bien, (mejor dicho, o ¡qué mal!) si todas las calles que tienen mano hacia, pongámosle, el este, estuvieran cortadas porque se decidió privatizarlas y una megaempresa las adquirió y, bajo la excusa de construir “espacios amarillos”, niega el paso por siempre jamás a quien no les pague el peaje correspondiente.
Mientras las megaempresas hacen su negocio, se llama a debatir públicamente si deben ganar mucho, muchísimo o muchérrimo; y si las cabinas de peaje se bautizan con nombres de árbol, prócer, animal extinguido o batalla perdida en la guerra contra la inflación.
También desde el sentido común, se apela a la Justicia, que es ciega y, con una espada en la mano y una balanza en la otra, solo atina a derivar el caso a un juez. El juez no sabe qué hacer, entonces consulta al VAR y finalmente cobra penal a favor de la megaempresa, por “sentido común” o “convicción íntima”, aunque la pantalla le muestre lo contrario.
Y mientras el debate sigue aumentando (casi un 6 por ciento en abril) y les Tiranosauries descubren que no solo no se extinguieron, sino que pueden juntar unos cuantos votos acá y en Europa, seguimos en la autopista manejando nuestro absurdomóvil “hacia donde indica la flecha”. Aunque el sentido común “dictamine” que la mejor manera de ir a Mar del Plata desde CABA es tomar la ruta a Rosario, porque así gastamos más nafta y la rueda del capitalismo sigue girando y girando.
Sugiero acompañar esta columna con el video de RS Positivo (Rudy-Sanz) “Por una terapia”.