No sé si habrán notado que me ausenté por casi un mes. Por lo tanto, no escribí estas notas, faros del pensamiento del país, quizá del mundo todo. ¿No lo notaron? Bueno, entonces se los digo. Estuve ausente. Los dejé solos para ver cómo se las arreglaban sin mí, cual Wakefield, el personaje del cuento de Nathaniel Hawthorne, que se va de su casa para ver cómo reacciona su familia en su ausencia.
Mi diagnóstico es: qué desastre. Yo los dejo solos unos días y el mundo se pone patas para arriba. Guerras, internas sin fin, los precios que galopan hacia el infinito y más allá. Y todo perfumado con un tufillo a ultraderecha que avanza por el mundo sin que nadie se interponga.
¿Dónde quedaron las ideas que compartimos en estas notas, esas coincidencias, esos sentimientos que confirmaban que el mundo iba a mejorar porque nosotros íbamos a ser mejores? ¿Tan poco valían que en un mes se fueron al tacho?
No eran preguntas que pudieran contestar cualquiera. Y menos ustedes, que deben estar tan confundidos como yo. Por eso llamé a mi profesor de filosofía de mis épocas mozas. Lo encontré releyendo todos los libros de su biblioteca buscando explicaciones a las mismas explicaciones que él me había dado en su momento.
Casi ni hablamos. El tiempo lo usamos en reorganizar su biblioteca. La mitad de los libros quedaron en la sección “releer, repensar o descartar”. Antes de despedirme me preguntó el precio del zapallo en la verdulería de la vuelta. Cuando se lo dije se agarró la cabeza. Así, parecía realmente un pensador.
También fui a ver a mi primer psicólogo. El pobre estaba encerrado estudiando alemán y francés para leer a sus gurúes en sus idiomas originales y ver si realmente decían lo que él decía que decían. Me despidió (luego de cobrarme la visita a precio de sesión) con la pregunta de quién había ganado las elecciones en Francia. “Mi madre”, susurró cuando le respondí que la derecha, pero no la peor sino la más coqueta.
Esto, el fracaso de nuestra reserva intelectual, de los libros que nos enseñaban el mundo (bromas más, bromas menos), explica en parte que a la gente se le pueda vender con facilidad ideas estrambóticas, que desafían la lógica y que no se pueden explicar porque sus consumidores no buscan explicaciones sino eslóganes. ¿Así que el mundo es plano? Y daleeee…. ¿Así que el problema real del mundo es que la gente es carnívora? Y daleeeee… Es como si dijeran: “si los libros mentían, ¿por qué deberíamos creerte a vos?”.
¿Qué pasó? Que en parte estábamos equivocados. Nuestros libros nos pusieron sobre pistas de algunas cosas, pero se olvidaron de analizar (o no entendieron) otras que hoy son realidad pura. Nunca hubiéramos creído (como escribí en la nota La última revolución) que sería la derecha la que revolucionaría el mundo, y no nosotros, con nuestras románticas ideas. Y tampoco vimos venir que a la gente se la pudiera estupidizar o aturdir con tanta facilidad para luego venderles candidatos y falsedades.
En mi peregrinación existencial, también fui a ver a un viejo curandero que vivía cual Viejo Vizcacha en un rancho en las afueras de mi querido pueblo santafesino. En una época me lo cruzaba en la cancha y me habían impresionado sus frases sobre la libertad y el desapego, cual un Diógenes gaucho.
Ahora vivía en una casita del Plan Progresar (igual me habló mal de la Yegua), tenía cable e Internet. Se hacía llamar “coach ontológico telúrico”. A mis preguntas contestó que me dejara fluir, que el problema no era el regreso del fascismo sino que yo no podía aceptar que la felicidad estaba dentro de mí. Igual me juró que aún creía en el desapego y que combatía el capitalismo haciendo una quinta ecológica en el patio. Cuando nos despedimos me regaló un ramito de perejil.
Este mes que no estuve presente fue como una mirada hacia atrás por sobre el hombro. Una forma de tratar de entender por qué, si teníamos tantas respuestas, nos faltaron quizá las más importantes. Bueno, no hay que ser filósofo, ni psicólogo, ni coach para entender que, o bien el enemigo leyó nuestros libros para poder escribir la historia hacia otra dirección, o bien no los leyó y siguió su camino histórico de acumulación sin dudas existenciales ni eslóganes culposos ni zalamerías.
Mi impresión personal es que no les importaron nuestros libros. A esos libros los escribimos nosotros y sólo los creímos nosotros. Nuestro romanticismo nos llevó a crear reglas que solo nosotros respetamos. Mientras el poder real, que se reconfiguró a una velocidad imposible de entender, se apoderaba de todo. Ustedes me dirán que estoy equivocado, que en Latinoamérica estamos volviendo, y yo les diré, con algo de escepticismo, que volver es apenas una parte del asunto.
Habrá que escribir más libros, entonces. Más rápido. Más certeros. Más agudos. Menos inocentes. Menos teñidos de optimismo ingenuo. Si a eso se le pudiera sumar algunas de las armas del enemigo, mejor. No es mucho pedir, creo.
¿Cómo termina el cuento de Hawthorne? Un día el tipo vuelve, lo más pancho, a ocupar su lugar dentro de la familia, y todo sigue su curso más o menos normal. Bueno, yo regresé y retomo este lugar. ¿Para qué? Para seguir incordiando. Por ahí, de tanto jorobar, tenemos suerte y el mundo comienza a parecerse a eso que soñamos.