Desde Buenos Aires
Hace bastante tiempo leí que los elefantes, cuando les llega la hora de la muerte, van a morir a un cementerio escondido. Recuerdan el sitio, se alejan de la manada, y durante días caminan hacia ese lugar. Todo esto sostenido por el hecho de que los elefantes tienen una gran memoria. Investigando mejor parece que al final lo del cementerio de elefantes no es cierto. Sencillamente, hubo una vez un grupete de cazadores furtivos que hicieron una matanza fenomenal y quedaron en el lugar de la matanza, los cadáveres hasta que se pudrieron, expuestos. Los cazadores sólo deseaban los colmillos. La verdad, esta teoría tampoco me cierra, porque quien haya descubierto que lo del cementerio de elefantes es un mito, debería, por lo menos, haber notado que a los esqueletos de elefantes muertos les faltaban los colmillos…
Como sea, lo que trataba de decir es que en los rosarinos hay algo de memorioso cuando entregan su alma. Cada uno pide a los suyos ser enterrado adonde nació, ser llevado de vuelta a Rosario, siempre que los costos de traslados interprovinciales lo permitan. Uno tampoco quiere imponerles semejante responsabilidad a los deudos. Así que si no se puede, no se puede. Pero yo sé que está en el corazón de cada rosarino descansar junto a los suyos. En mi caso particular, aunque no adhiero a ningún culto, le tengo pedido a mi hija que me regrese al panteón de mis abuelos. También se lo pedí a mi marido, pero una nunca sabe cuánto los maridos duran, ni quién de los dos tiene la desgracia de irse primero. La ley de la naturaleza indicaría que los padres se marchan antes que los hijos, así que de alguna manera está bien que se lo haya encargado a mi hija. Prever la muerte y qué quiere uno que pase con uno cuando ya dejar de ser ese uno, es un acto casi de soberbia. Sobre todo después de la pandemia, que vino a demostrar la fragilidad de todos los planes humanos, y la vulnerabilidad del cuerpo que cedía ante un bichito parecido al de la gripe pero que no es y que se llevó al 1% de la humanidad allá de donde no se vuelve.
Creo, con mucha convicción, que cuando un rosarino muere en Buenos Aires cae una estrella del cielo. A veces, porque es alguien famoso, conocido popularmente como lo fue el querido Gerardo Rozín. Pero otras veces, cuando nos enteramos que falleció tal o cual persona y era de Rosario, uno reacciona como si se le hubiera ido un amigo. Es irracional, lo sé. Pero uno piensa que esa persona que partió podría habernos prestado ayuda, su casa, dinero, donado sangre, sentarse a tomar un café para hablar de viejos recuerdos, o lo que fuera, y por eso lo lamentamos en el corazón. Ninguno de los que vivimos acá somos indiferentes a la muerte de un coterráneo.
Supongo que tiene que ver, también, por cómo nos relacionamos entre nosotros aquí en la gran ciudad. Hace poco, en la presentación de la revista Barullo en la Casa de Santa Fe, lo escuchaba a Reynaldo Sietecase hablar y él opinaba que a todos los migrantes del interior les debe pasar igual… que los entrerrianos se juntan a hablar de Entre Ríos, los catamarqueños de Catamarca y los quilmeños de Quilmes (hay que pensar que, para el porteño básico, el “interior” empieza en la avenida General Paz, y que el “AMBA” es una entelequia con las mismas vocales de la NASA y de la NADA). Yo no estoy tan segura que funcione como dice Reynaldo. Los rosarinos vivimos en Buenos Aires como en el exilio; los porteños tienen un chiste sobre nosotros: “Hablan de Rosario con nostalgia, y no están al otro lado del oceáno, en la estepa rusa, ¡¡¡están a tres horas y pico en auto!!!” Tienen razón, en ese sentido, claro, y no es casual que quien inventó la aplicación Carpoolear de viajes compartidos en coche, haya sido un rosarino que quiso demostrar que las distancias estaban cerca. Cuando uno conoce a otro rosarino, enseguida busca los vasos comunicantes: si vivían en el mismo barrio, si iban a la misma escuela, si aunque sea iban a bailar al mismo boliche. Algo de la geografía de la ciudad tiene que estar impresa en el ADN, si no compartimos nada juntos, ese otro rosarino y yo, al menos ¿conoció la tienda La favorita, la cancha de Rosario Central o de Ñuls, tomó sol en La Florida, comió dorado? Algo familiar, algo, lo que sea, busca nuestra mente para conectarnos con ese rosarino desconocido sentado enfrente. Y siempre aparece algo: es imposible que no. Aparece, aunque más no sea, la vista majestuosa del río Paraná, que todos compartimos. Al río Paraná lo podés contemplar desde el microcentro, desde Urquiza y San Martín.
Acá, el río de la Plata es mezquino: solo desde la Costanera es visible, o desde una torre muy alta. E incluso, en lo que de mi parte es una aberración geográfica y federal, para mis adentros digo: “¿Existe el río de la Plata, en realidad? ¿No es solo un desaguadero del río Paraná y de otros menores?” Pido perdón a los profesores y entusiastas de hidrografía por mi bestialidad.
Pero volviendo a por qué el inmigrante rosarino en Buenos Aires no es idéntico a cualquier otro del país, a un tucumano o un cordobés, hasta un santafesino de Santa fe capital, creo yo, se debe a lo siguiente. Nosotros estamos en Buenos Aires haciendo algo que tranquilamente podríamos estar haciendo en Rosario: podríamos ser periodistas allá, artistas, editores, showbusiness, guitarristas, etc. Pero de alguna manera la ciudad nos expulsó en estos oficios; casi no hay manera de ganarse la vida siendo actor, periodista, editor, músico, etc. Si no fuera por trabajo, seguro que viviríamos en Rosario y no aquí, la ciudad más invivible de la Argentina. Probablemente, a un habitante de Huamahuaca o de Apóstoles esto no le sucede. Le sucede al rosarino que está a 400 kilómetros, tres horas y media de viaje encima de un coche de Carpoolear y luego se halla -en mi caso – a tres cuadras del Parque Independencia sometido a la deliciosa esclavitud del olor de los 76.400 fresnos que se agitan para darnos la bienvenida a la ciudad.