Los viernes nos encontramos con María Domínguez en el Náutico, el parador de playa. Desde sus ventanas puede verse el mar, el oleaje apaciguándose después de la última sudestada. Esta tarde María me trae un libro prometido, el que escribió con Juan Forn y que Juan no alcanzó a ver. Debo admitirlo, cuando uno está ante un libro escrito por dos trata de discernir qué del texto pertenece a uno o a otro. En este caso no es sencillo, y menos considerando que María es librera y también una lectora nómade en sus gustos, que no cesa de sorprender con sus hallazgos. A veces me pregunto si este don suyo procede de sus estudios de arqueología. Tal vez la respuesta está en una conjugación de las dos prácticas complementarias con un mismo objetivo: salvar cosas del paso del tiempo, que no se pierdan. Otro dato no menor: María es una poeta reservada, cautelosa, que escarba en el lenguaje de la pérdida: “Después de nadar mar adentro/ ibas hasta la rompiente / buscando el impulso que te saque a la orilla. / Entraste en la ola / seguiste la curva/ y saliste del mundo”, escribe. Hay un silencio irreductible en estos versos. Es así: “Un silencio denso / cae sobre las cosas”. Y ese silencio remite al libro que escribieron juntos. Al silencio, justamente, se refiere “Nieblita del Yí”.
“Discutimos mucho cada palabra, cada frase”, se acuerda María. Y se ríe de sí misma: “Yo no soy japonesa, / soy geselina”, ha escrito en un poema. Y volviendo al libro, cuenta: “Juan era obsesivo. Y yo terca. Pero nos reíamos mucho. Sonaba oriental Yí, pero era guaraní. Quiere decir río fuerte, duro. Y nombra un río uruguayo que nace cerca del Chato, cerca de la cuchilla grande de Durazno”.
“Nieblita del Yí”, fue ilustrado con delicadeza cromática por Teresita Olhaberry. Ella y su compañero, el escritor Pablo Franco, ambos editores del sello La Flor Azul, andaban un domingo curioseando por la feria de Tristán Narvaja en Montevideo. En una librería de usados detectaron la novela “La tierra purpúrea” (1885) de William Henry Hudson en traducción de Idea Vilariño. Es sabido, Hudson, un naturalista argentino extrapolado en Gran Bretaña, fundador de la primera gran biblioteca ornitológica de Sudamérica, mantuvo amistad y correspondencia con Joseph Conrad y Ford Madox Ford. En sus cartas les confiaba el deslumbre por este sur y sus historias. De la seducción que destila “La tierra purpúrea” Borges diría que es una obra primordial del criollismo y uno de los pocos libros felices sobre la tierra.
Entusiasmados con el texto de Hudson, Pablo, Teresita, María y Juan eligieron adaptar uno de sus tramos en versión para “chicos”, y las comillas, en este caso, no son gratuitas: “Nieblita del Yí”, con su encantamiento, funciona como infantil, pero trasciende el género y opera como cuestionamiento a la relación que mantenemos los adultos normalizados con la naturaleza que suele resultar distante.
Al terminar una guerra, un veterano de la guerra entre blancos y colorados de la Banda Oriental, llega a un rancho donde viven una vieja y una nena. La nena está triste: no tiene amigos ni tampoco le han contado nunca un cuento. Relato dentro del relato, el veterano le narra a la nena la historia de Alma, una nena que debía su tristeza a no poder hablar con el paisaje brumoso del río y su fauna. Una mujer de piel negra surge de la niebla del Yí. Si quiere hablar con la naturaleza, le dice, debe clavarse una aguja en la lengua. Contra las reticencias del lector desprevenido, Alma empieza a comunicarse con unos perros, una zorra, un pato. Y hasta puede escuchar la conversación de los árboles.
Que la humanidad está aturdida no es ninguna novedad. El lingüista Noam Chomsky, a sus noventa y pico, no se cansa de criticar el capitalismo. Y si no se le presta atención no se debe sólo al tronar de las bombas y misiles de los dieciséis conflictos bélicos que aterran el planeta, el fragor de los incendios, y los desastres de las políticas extractivas. La alienación y la voracidad consumista explican esta sordera. Y “Nieblita del Yí” parece sugerirnos la exigencia de un silencio respetuoso ante la naturaleza y escuchar qué nos está diciendo.
El otro libro que esta tarde trae María al Náutico es el “Tao Te Ching” de Lao Tse en versión de Ursula Le Guin. La primera vez que Le Guin vio el libro era una nena como la protagonista del cuento de Hudson. Se trataba de una edición de 1898 y contenía grabados y caracteres chinos en la cubierta. Era un objeto venerable y misterioso. Su padre lo leía a menudo y tomaba notas. Más tarde le confió a la hija que le gustaría que algunos pasajes fueran leídos en su funeral.
Es cierto que el Tao ha sido interpretado como un manual para gobernantes, pero esto sería limitar su alcance. Desde hace más de dos mil quinientos años el Tao se las ha ingeniado para transformarse, además de en pilar de la filosofía budista, material de consulta de más de un pensador occidental que encontró aquí claves para orientarse en momentos de crisis extremas, tanto colectivas como personales. Su espíritu atrajo tanto al refinado grupo de Bloomsbury como al marxista Bertolt Brecht, quien escribió el poema “Leyenda sobre el origen del libro Tao Te King, dictado por Lao Tse en el camino de la emigración”.
Escribe Brecht: “A los setenta años, ya acabado/ el maestro sintió un ansia de paz. / Moría la bondad en el país/ y se iba haciendo fuerte la maldad.” La resonancia con el presente no es casual. La injusticia se enseñoreaba en su tierra. “Juntó unas cosas necesarias. / pocas. Pero algo más tenía que llevar. / La pipa que fumaba cada noche. / El libro que leía a todas horas. / Algo de pan blanco”. Lao Tse y su guía caminan cuatro días. Un aduanero los detiene, les pregunta qué traen de valor. “Nada”, le contesta el viejo. El guía le explica al aduanero que el viejo es un maestro, que enseña que “el agua blanda termina por vencer la piedra”. El aduanero les ofrece entonces parar en su casa a cambio de sus enseñanzas volcadas con tinta en papel. Durante siete días, el maestro le dicta al guía las 81 sentencias que componen el libro legendario, tan breve como conciso. La última se refiere a la aparición de lo esencial, y Le Guin la traduce como “Lo verdadero”: “Las palabras verdaderas no son gratas, / las palabras gratas no son verdaderas. / Las buenas personas no son obstinadas, / las personas que son obstinadas no son buenas. / Las personas sabias no son eruditas, / las personas eruditas no son sabias. / Las almas sabias no acumulan, / cuanto más hacen por otros más poseen, / cuanto más dan a otros más ricos se vuelven. / El camino del cielo beneficia sin destruir. / Actuar sin competir / es el camino de los sabios”.
María se vuelve a la librería. Y yo me vuelvo a la cabaña con los libros. Lo único que sé es que acá en el bosque, donde escribo estas reflexiones, si a esta hora del anochecer uno guarda silencio, además del susurro de la brisa pueden escucharse unos pájaros tenues que le dan la bienvenida a la oscuridad y se despiden hasta mañana.