Tenía diez años cuando se desató la pandemia.
Los primeros días fueron divertidos: sin escuela, con tareas que recibíamos por WhatsApp –una aplicación de ese entonces-, dormíamos hasta tarde y teníamos a nuestros padres todo el día con nosotras; eso no había pasado antes.
Mi padre salía a comprar alimentos y a la farmacia. Él era hipertenso y mi hermana asmática (el asma aún no tenía cura). Mamá limpiaba todo con medidas mucho menos estrictas de las que hoy son rutina.
La vida social se redujo a charlas en las redes y el contacto con el exterior era a través de televisión e internet.
Al comienzo, hacíamos videollamadas con mis abuelos y con amigos. Cuando internet empezó a ralentizarse pasamos al chateo y a los cuatro meses nos comunicábamos, con suerte, cuando había señal.
El sistema de salud colapsó. Se instalaron hospitales de campaña y se adecuaron hoteles y clubes para asistir a los infectados. Los que necesitaron respiradores -que no alcanzaban para todos-, fueron seleccionados de acuerdo a sus expectativas de vida.
Los comercios de venta de alimentos, que habían estado abiertos durante la primera parte de la cuarentena, se cerraron al tercer mes. El ejército repartía alimentos una vez a la semana. Fue cuando se estableció el toque de queda. Y después el estado de sitio. Nuestros padres nos mantenían ajenas al caos con cuentos y juegos de mesa. Supe sobre las muertes que derivaron de saqueos y robos mucho tiempo después.
Papá redujo a la mitad la dosis de su tratamiento. Sus pastillas y el paf que mamá había reservado para mi hermana pronto se terminaron.
Todos mis abuelos murieron durante el aislamiento. Se despidieron de nosotros con videos, sabiendo que no iban a abrazarnos más. Aún los guardo.
También mi hermana se fue en una de sus crisis. Una noche le atacó fuerte: tosía y no podía respirar. A la mañana siguiente ya no estaba. Me dijeron que la habían llevado en una ambulancia.
Mi padre se contagió al cabo del quinto mes. Suponemos que ocurrió durante una de las salidas que hacía por las noches. Se escabullía, vestido de negro, reptando hasta la plaza, frente al departamento y volvía con las naranjas que podía cargar. Un día nos dijo que ya no había y no volvió a salir. Por semanas, al final de la cuarentena, naranjas fue lo único que comimos.
Papá sobrevivió y no nos contagió. Fue la rutina de cuidados que mamá y él acordaron. Se quedó encerrado en una habitación y solo abría la puerta para sacar sus heces y orina, en un balde, que mamá vaciaba en el baño y luego desinfectaba. Lo dejaba después en la puerta, junto con un taper con algo para comer, siempre con una naranja. Cuando la fiebre empezó a bajar, supimos que sanaría.
Seis meses después salimos a la calle. Nos costaba reconocernos: todos habíamos adelgazado. Muchos no estaban.