El intento de montar un nuevo caso Nisman, mediante el plantado de sospechas ridículas sobre la muerte del financista Aldo Ducler, tiene tan poco de original como nada de insólito. Lo burdo de la maniobra debería augurarle corta vida, pero nadie está en condiciones de asegurar que la frondosa imaginación del marketing macrista no le brinde ciertas garantías de éxito. De hecho, es lo que viene logrando.
La opereta distractiva del Gobierno está dotada de espectacularidad y cabría reconocerle, por ahora, méritos propagandísticos de instalación mediática. La gran pregunta –o una de ellas– es cuánto de esa agenda será apropiado, a la hora de los bifes de las urnas, por el sentimiento popular mayoritario o numéricamente significativo. Casa Rosada y sus medios dicen que toda la verdad sobre el affaire Odebrecht involucra, tan sólo, a funcionarios kirchneristas. El coro gubernamental dice que una de las claves pasa por el Corcho Rodríguez. Macri dice que los jueces protectores de Julio De Vido deberán prepararse para ser reemplazados por otros que le convengan a él, a Macri, como garante exclusivo de la verdad. Marcos Peña, el mejor polemista de que dispone el oficialismo, va al Congreso y dice que todo continúa reduciéndose al pasado de corruptos que el pueblo ya dejó atrás. La artillería de prensa dice que como títulos centrales de toda portada vale destacar solamente el cerco tribunalicio contra Cristina. Las facciones judiciales del Gobierno dicen que debe ser Claudio Bonadio quien entienda en la mamarrachesca denuncia de Nisman contra la ex presidenta, por encubrir terroristas iraníes. Las facciones mediáticas dicen también que la muerte del “financista” del kirchnerismo” es sospechosa porque da vueltas una carta con sus iniciales, que ofrecía aportar información sobre, claro, la corrupción kirchnerista. Macri dice además que la procuradora Gils Carbó, la jefa de los fiscales, esconde pruebas contra quienes cobraron coimas de Odebrecht. Pruebas de las que él, Macri, no presenta ninguna, pero a quién le importa.
De ese conjunto de iniciativas oficiales y paraoficiales sobresalen dos aspectos. Uno es la advertencia de Macri sobre que buscará los jueces propios. No a muchos se les ocurrió al menos alborotarse ante semejante muestra de autoritarismo, por parte de quien dijo que llegaba a la Presidencia para hacer cirugía mayor contra un Poder Judicial adicto al Ejecutivo de turno. ¿Ni siquiera una línea de irritación moral sobreactuada, en las tribunas de doctrina liberales? ¿Nada? El otro factor es una ausencia: la de la economía, la del bolsillo popular, la del trabajo, la del empleo. No existe ese tema en la construcción mediática del macrismo sino apenas circunstancialmente, como ocurrió la semana pasada con el acontecimiento de una multitud urgida de trabajo en la Expo Joven. Esto “levanta la autoestima”, dijo Macri respecto de otra opereta consistente en que algunas empresas tengan un primer filtro de llenado de formularios laborales. Si no es por episodios como ésos y por el trazado de índices económicos que exhiben una Argentina a las puertas de convertirse en un país nórdico, sólo se trata del Corcho Rodríguez, de Gils Carbó, de De Vido, ahora de Ducler; de Odebrecht, pero para primerear lo que al Gobierno pudiera descontrolársele si quedase comprometido algún primo o testaferro, o varios, del clan Macri. La estratagema que habilitó el acceso de la derecha al poder en forma directa, legítima, por el voto democrático, fue la capacidad de convencer sobre el carácter impoluto, creíble o aceptable de unos ricachones sacrificados. Eso y el hartazgo por los modos K, dicho a grandes rasgos. Si eso se cae, el andamiaje de la edificación macrista corre peligro. Y por eso, el Gobierno centra su acometida en re-presentarse como la espada contra la corrupción. Sólo la del pasado, naturalmente, mientras confía en que podrá ocultar la propia.
No hace falta ser un estudioso, ni un intuitivo sagaz, para advertir que este embate oficial es simultáneo con la perspectiva de Cristina candidata. Desde que ella reapareció con esa contraseña, todo el aparato discursivo del Gobierno se vuelca a los carpetazos judiciales y a consolidar la imagen de un tiempo que no debe volver. La base macrista es el anti, no el pro. La oposición, que solamente es identificada como tal a través de la ancha avenida peronista, tiene el problema de que no logra mostrar ni unidad ni pegamento. El papel ciertamente extraño de Florencio Randazzo, apurando una contienda interna que podría ser suicida, desafía la imaginación acerca del origen de sus intenciones y mentores (esto es, el interrogante de si quiere ganarle a Macri o a Cristina). Cada quien hará sus elucubraciones al respecto pero lo concreto, lo objetivable, es que el Gobierno necesita a Cristina para nuclear en contra, porque a favor no le alcanza. De ahí en más, nadie tiene la respuesta de si le bastará con eso porque depende tanto de lo que “la gente” crea como de lo que quiera creer. Si todo radicara en la sencillez de tener memoria, de haber aprendido, de no chocar tantas veces contra la misma piedra, Macri no hubiera ganado jamás. Y tampoco podría tener la probabilidad de volver a hacerlo siendo que el Gobierno ya avisó lo que se viene después de octubre. Más ajuste, recorte de subsidios contra los que menos tienen, reforma previsional para reintroducir de a poco o mucho mecanismos de sistema privado, tarifazos para hacer competitiva a la economía. Etcétera. Todo avisado.
El viernes se conoció –es una forma de decir, porque fueron muy pocos los medios que lo difundieron– la auditoría efectuada por la Procuración del Tesoro, que detalla las maniobras macristas para no pagar la deuda del grupo familiar con el Estado en el caso Correo Argentino. El 13 de febrero de este año, apenas cinco días después de que se hiciera pública la denuncia de la fiscal federal Gabriela Boquín señalando al Presidente por perdonarse un endeudamiento con el fisco de 70 mil millones de pesos, la Procuración ordenó investigar sobre las 25 mil fojas del expediente relativas a esa deuda del clan Macri con el Estado argentino. Tal auditoría fue previa al despido del titular del organismo y del jefe del área. El informe dice que los representantes estatales no hicieron nada para corregir las irregularidades habidas en el proceso desde 2003. Guillermo García, responsable de llevar a cabo el proceso de revisión de la deuda, advierte que ésta ya quedó degradada por el paso de los años (16) y que la situación se agrava porque el Correo de los Macri, como si fuera poco, promovió acciones judiciales contra el Estado tendientes al resarcimiento de daños. Horas después –con igual (in)trascendencia mediática– se reveló un nuevo dictamen de Boquín, quien se opuso a la prórroga de cuatro meses requerida por Macri y sus socios del Correo para sostener un acuerdo ruinoso. La novedad es que, en ese arreglo en que una de las partes atiende los dos lados del mostrador, aparece un banco de Odebrecht canalizando 1600 millones de dólares en coimas. Ese escándalo del Correo, esa obscenidad, que en febrero pasado le significó al Gobierno atravesar sus días más difíciles luego sepultados por la maquinaria de prensa de sus medios adictos, es un caso testigo de la receta obvia: un acusado de corrupción manifiesta debe mostrarse indignado, gritar más fuerte que el resto y contraatacar con denuncias o amenazas más enérgicas todavía. ¿Puede servir(les)? Sí, en la medida de que la oposición continúe funcional al macrismo. Randazzo y Massa-Stolbizer, para poner nombres, son satélites de esa obviedad. Ideológicamente no simbolizan ninguna variante de fondo, por si hiciera falta remarcarlo.
La frase de Macri acerca de que deberá buscar jueces capaces de representarlo, si es que algunos de los actuales no lo hacen, evoca de inmediato a una de las atribuidas al repertorio marxiano. “Estos son mis principios, pero si no les gustan tengo estos otros.” Groucho fue uno de los humoristas más célebres e influyentes de la historia. Macri, en cambio, es nada menos que un presidente al que muchos insisten en creerle sus principios republicanos.
Con ese dato, aunque fuere sólo para empezar, se pueden hacer dos cosas. Solamente indignarse, o tratar de entender.