Me preguntaron una vez cuál fue el primer libro de mi vida. Prefiero hablar del primer libro de cada una de mis vidas. Busco en la memoria y tengo la sensación casi física en las manos al retener aquella preciosidad: un libro delgadísimo que contaba la historia del Patito feo y de la lámpara de Aladino. Leía y releía las dos historias, los niños no tienen eso de solo leer una vez: los niños casi se aprenden de memoria las historias y, aún así, casi sabiéndolas de memoria, las releen con gran parte de la excitación de la primera vez. La historia del patito que era feo en medio de los otros bonitos, pero cuando creció se reveló el misterio: él no era un pato, sino un bello cisne. Esa historia me hizo meditar mucho, y me identifiqué con el sufrimiento del patito feo -¿quién sabe si yo era un cisne?
En cuanto a Aladino, soltaba mi imaginación hacia las lejanías de lo imposible en el que creía: lo imposible en aquella época estaba a mi alcance. La idea del genio que decía: pídeme lo que quieras, soy tu ciervo –eso me hacía caer en devaneos-. Callada en mi rincón, pensaba si algún día un genio me diría: “Pídeme lo que quieras”. Pero desde entonces se revelaba que soy de aquellos que tienen que usar sus propios recursos para tener lo que quieren, cuando lo logran.
Tuve varias vidas. En otras de mis vidas, mi libro sagrado fue prestado porque era muy caro: Las travesuras de Naricita. Ya conté el sacrificio de humillaciones y perseverancias por el cual pasé, pues, ya lista para leer a Monteiro Lobato, el libro grueso pertenecía a una niña cuyo padre tenía una librería. La niña gorda y muy pecosa se había vengado volviéndose sádica y, al descubrir lo que representaba para mí leer aquel libro, hizo un juego de “mañana vente a mi casa que te lo presto”. Cuando iba, con el corazón literalmente latiendo de alegría, me decía: “Hoy no te lo puedo prestar, vente mañana”. Después de aproximadamente un mes de vente mañana, lo que yo, aunque altiva como era, recibía con humildad para que la niña no me cortara de una vez la esperanza, la madre de aquel primer pequeño monstruo de mi vida notó lo que pasaba, y un poco horrorizada con su propia hija, le ordenó que en aquel mismo instante me prestara el libro. No lo leí de corrido: lo leí poco a poco, algunas páginas cada vez para que no se gastara. Creo que fue el libro que me dio más alegrías en aquella vida.
En otra vida que tuve, era socia de una biblioteca popular por suscripción. Sin guía, elegía los libros por los títulos. Y he aquí que elegí un día un libro llamado El lobo estepario, de Hermann Hesse. El título me agradó, pensé que se trataba de aventuras tipo Jack London. El libro, que leía cada vez más deslumbrada, era de aventuras, sí, pero de otras aventuras. Y yo, que ya escribía pequeños cuentos, de los trece a los catorce años fui fertilizada por Hermann Hesse y empecé a escribir un largo cuento imitándolo: el viaje interior me fascinaba. Había entrado en contacto con la gran literatura.
En otra vida que tuve, a los quince años, con el primer dinero que gané por un trabajo mío, entré altiva, porque tenía dinero, en una librería que me pareció el mundo donde me gustaría vivir. Hojeé casi todos los libros de los escaparates, leía algunas líneas y pasaba a otro. Y de repente, uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, cautivada, allí mismo. Emocionada, pensaba: ¡pero es que este libro soy yo! Y, conteniendo un estremecimiento de profunda emoción, lo compré. Solo después supe que la autora no era anónima. Al contrario, era considerada uno de los mejores escritores de su época: Katherine Mansfield.
Refugio
Conozco en mí una imagen muy buena, y cada vez que quiero la tengo, y cada vez que viene, se me aparece completa, Es la visión de un bosque, y en el bosque veo un claro verde, medio oscuro, rodeado de las alturas de los árboles, y en medio de esa buena oscuridad están muchas mariposas, un león amarillo sentado, y yo sentada en el suelo bordando. Las horas pasan como muchos años, y los años pasan realmente, las mariposas llenas de grandes alas adornadas y el león amarillo con manchas –pero esas manchas son solo para que se vean que él es amarillo-, por las manchas se ve cómo él sería si no fuera amarillo. Ahí se ve qué tan precisa es mi visión. Lo bueno de esta imagen es la penumbra, que no exige más que la capacidad de mis ojos y no rebasa mi visión. Y ahí estoy yo, con mariposas, con león. Mi claro tiene unos minerales, que son los colores. Solo existe una amenaza: es saber con aprehensión que fuera de ahí estoy perdida, porque ni siquiera será el bosque (éste lo conozco de antemano, por amor), será un campo vacío (y éste lo conozco de antemano a través del miedo) –tan vacío que me hará ir tanto a un lado como a otro- , un descampado tan sin tapa y sin color de suelo que en él yo ni siquiera encontraría un animal para mí. Pongo la aprehensión a un lado, suspiro para recomponerme, y me quedo disfrutando totalmente de mi intimidad con el león y las mariposas: ninguno de nosotros piensa, solo disfrutamos. También yo, en esa visión- refugio, no soy en blanco y negro: sin verme, sé que para ellos soy de colores, aunque sin rebasar su capacidad de visión, lo cual los inquietaría, y nosotros no somos inquietantes. Soy con manchas azules y verdes sólo para que éstas muestren que no soy ni azul ni verde. La penumbra es de un verde oscuro y húmedo, sé que ya dije esto pero lo repito por el placer de la felicidad: quiero lo mismo de nuevo y de nuevo. Cada uno de nosotros está en su lugar, yo me someto con placer a mi lugar de paz. Voy incluso a repetir un poco más mi visión porque va quedando cada vez mejor: el león amarillo pacífico y las mariposas volando calladas, yo sentada en el suelo bordando y nosotros así llenos de placer por el claro verde. Estamos contentos.
Pequeña conversación sobre choferes de taxi
¿Una persona es chofer de taxi por vocación? A veces creo que sí, generalmente se ven muy a gusto. De repente, en medio del silencio, me preguntan al encender un cigarro: ¿Quiere fumar uno de los míos? Nunca me niego. ¡Y cómo tienen hijos los choferes! Pero dicen que el dinero les alcanza. Y cuántas preguntas indiscretas me hacen. Respondo a casi todas. A veces estoy de mal humor y no respondo a ninguna. Lo más chistoso es que, con los choferes, no surgen conversaciones tontas. Aún no he entendido por qué. Surgen, a causa de mi mano, muchas conversaciones sobre incendios. Por lo que veo, todos ya se quemaron un poco, o por lo menos alguien que conocen. Me dicen duele mucho. Ya lo sé. Por cierto, después de que me incendié, cuánta gente hallé que ya se había incendiado. Parece que es un hábito.