Los investigadores de ciencias biológicas nos enseñaron que nuestra inteligencia no estaba exclusivamente concentrada en los hemisferios de lo que llamamos nuestro cerebro, sino que nuestro vientre (estómago, tubo digestivo, vísceras), donde –de acuerdo con Platón- yace emboscada la hidra de nuestros deseos, está de hecho dotado de neuronas tan numerosas como las de nuestro encéfalo, y debe ser considerado con la mayor seriedad como “un segundo cerebro”. A cargo de proporcionarle a nuestro cuerpo otra forma de pensamiento crucial para nuestra energía virtual, nuestra resiliencia e incluso, según parece, para la dinámica profunda de nuestras emociones. Esta prolongación del perímetro cerebral a un segundo polo, a la vez orgánico y sentimental, debería ser una excelente razón spinoziana o nietzscheana para alegrarnos a todos.
Pero hay riesgo de que la fiesta dure poco porque, al mismo tiempo, parecería que las cosas están a punto de tomar un sesgo inquietante respecto de nuestro “primer” cerebro: el de arriba, principio de toda memoria y de toda intelección, asentado en nuestra cabeza y que reina, en principio, sobre nuestra conciencia y nuestra facultad de juzgar…
Es fuerte comprobar que, para varias de sus funciones, ese cerebro número 1 comienza a abdicar de una buena parte de sus prerrogativas en beneficio de un pequeño encéfalo auxiliar completamente nuevo –al que hay que llamar nuestro tercer cerebro- con el que las nuevas tecnologías nos recompensan desde hace una década: el smartphone, un cerebro electrónico que comunica, exterior a nuestro cuerpo, pero tan adictivo que lo mantenemos constantemente en la mano, listos para responder la menor de sus órdenes, cuando no tenemos los ojos ya pegados a su pantalla.
Mientras que el cerebro número 2 (el vientre) conserva intacta su responsabilidad en la gestión de su territorio, el cerebro número 1 (la cabeza) y el número 3 (el smartphone) conocen cada día nuevas dificultades para delimitar sus zonas efectivas de autoridad, no solo en el campo de las funcionalidades cognitivas y relativas a la praxia (sistema de movimientos coordinados en función de un resultado o de una intención), donde el cerebro número 3 multiplica las incursiones y los enclaves, así como, desde hace poco, en el de las grandes funcionalidades biológicas (ritmo cardíaco, sueño, marcha, dieta, etc), que hasta acá piloteaba el cerebro número 1 pero sobre los que, ahora, el cerebro número 3 pretende desarrollar herramientas de cálculo y de control estadístico.
Además, el cerebro número 3 se las arregló para desarrollar actividades que apuntan directamente al área tegmental ventral (neuronas localizadas cerca de la línea media del piso del mesencéfalo) del cerebro número 1 que se ve solicitada por envíos cada vez más frecuentes y cada vez más masivos de dopamina y de sustancias adictivas por demanda expresa del cerebro número 3 que parece querer tomar el control total de ese tránsito, dejándole apenas al cerebro número 1 el papel de proveedor de estupefacientes.
Mientras que el cerebro número 2 se declara incompetente a propósito del objeto del conflicto, las negociaciones entre el cerebro número 1 y el número 3 resultan cada vez más difíciles. Se producen vagas mediaciones preliminares, pero ante la ausencia de una jurisdicción superior, entre los dos interlocutores parece tener que imponerse un control tácito de libre intercambio: la ley de la oferta y de la demanda, lo que es decir la ley de la selva.
Al ofrecer un servicio idéntico o superior por un precio inferior (una dificultad mucho más débil o nula), el cerebro número 3 se queda, una tras otras, con todas las partes del mercado en los sectores del servicio donde puede rivalizar técnicamente con el cerebro número 1. En el caso de varios dominios claves de nuestra actividad intelectual básica, la cuestión ya está saldada –el que ya manda es el smartphone- sin que nadie haya podido pronunciarse sobre la legitimidad de los procedimientos.
Por otra parte, no fue necesario ningún abuso de poder: todos consentimos. Siguiendo la pendiente natural de las cosas, la relación de fuerza se invirtió espontáneamente, cuando el tercer cerebro le hizo al primero ofrecimientos de esos que nadie puede rechazar, en base al modelo de pequeños arreglos antaño negociados para reemplazar el laborioso cálculo, mental o escrito, por una intervención sistemática e indolora de la calculadora electrónica y de la hoja de cálculo. Desde entonces, las cuentas son más exactas, pero ya nadie sabe realmente calcular.
A partir del mismo modelo, el smartphone ya venía investido de una masa considerable de nuestros procedimientos de reflexión, búsquedas de información y datos de memoria: cada día, liberamos un poco más nuestra memoria, aligerándola de códigos, protocolos, instrucciones de uso, coordenadas, glosarios y contenidos de saber, duraderos o volátiles, formales o sustanciales, con los cuales, hasta ahora, teníamos que cargarla hasta la saturación. ¿Resultados? Una cierta sensación de ambivalencia.
Por un lado, nos sentimos liberados de un peso: aligerados de todas esas rutinas y de todos esos contenidos almacenados en otro lado, nuestro disco duro interno funciona más rápido: nos vuelve más receptivos a los datos nuevos y a las nuevas reestructuraciones que van a favorecer inevitablemente nuestra creatividad, lo que, al menos, esperamos.
Por otro, de manera confusa, esa delegación de poder, cada día más amplia, nos preocupa. ¿Y si fuera una esperanza vana? Desposeídos paulatinamente de todo lo que constituía nuestros conocimientos, nuestras herencias o nuestras conquistas, nos sentimos algo así como amenazados de expoliación. No sin motivo.
Este fragmento pertenece al libro El tercer cerebro: pequeña fenomenología del smartphone del investigador, escritor y artista plástico Pierre- Marc de Biasi recientemente publicado por Ampersand.