Aunque tengo pocas historias personales que contar en el papel de protegida o de sabia consejera, me fascina el concepto de mentor. La palabra en sí, mentor, provoca una nostalgia de una época de mi vida que ya fue, la añoranza de un vínculo con alguien que me creyó digna de la existencia que yo había elegido para mí. Supe que quería escribir a una edad temprana, los trece años, y he leído, estudiado y escrito apasionadamente desde entonces, pero la impresión que sigo teniendo sobre el tema de los mentores es que nunca resolví el anhelo.
¿Anhelo? ¿Por qué anhelo? Sospecho que mi fantasía de un mentor era afán tanto de reconocimiento como de reparación. Se sirve de deseos primarios porque la relación mentor/discípulo reproduce la de progenitor/hijo, pero en una etapa posterior de la vida y de una forma más consciente. Al fin y al cabo, nadie elige a sus progenitores. A un mentor hay que buscarlo y hablarle o seducirlo para que desempeñe el papel. Y para la persona que es objeto de la búsqueda, la admiración es un elixir potente. La reciprocidad es clave en la formación de un binomio, pero la jerarquía también se da por sentada.
“Aplaudo, quiero decir valoro, y la animo a que lo prosiga, su análisis de la vida americana que la rodea”, escribió Henry James a Edith Wharton, que era casi veinte años más joven que él. Ella lo amaba. Él la amaba. Ella tenía dinero. Él no. Eso igualaba las cosas entre ella y “el Maestro”. De vez en cuando se enfadaban, pero entre ellos había más amor que rivalidad. No había sexo sino influencia. Wharton se hartó de la insistencia de los críticos en compararla con James.
Sherwood Anderson escribió una carta de recomendación al joven Ernest Hemingway: veo la puerta del salón de Gertrude Stein abierta, un interior encantado. En las paredes hay cuadros. Oigo voces, pero no puedo descifrar las palabras. Alice B. Toklas está en la cocina “con las esposas”. En París era una fiesta, Hemingway se muestra cruel con Stein. Así se desquitaba con su mentora, cuya influencia había sido profunda. La llamaban “la madre del modernismo”. Él llamaba a su propia madre, Grace Hall Hemingway, “la zorra de mi madre” y “una arpía dominante”. Dicen que Grace Hall amaba a una mujer. En Hemingway, el amor y el odio, lo masculino y lo femenino, se entrelazan hasta formar una masa indistinguible. Él temía esa masa.
En la primera carta que Iván Bunin escribió al gran Lev Tolstói para congraciarse con él, le preguntó si podía ser su mentor: “Soy uno de los muchos que han seguido con gran interés y respeto cada una de sus palabras”. La actitud servil de Bunin dio resultados. Hacía dos años que se conocían cuando este escribió: “¡En este momento tengo ganas de llorar y de besarle la mano como si fuera mi propio padre!”.
Samuel Beckett fue asistente de su ídolo, James Joyce, en las labores de investigación. “Lo que ha logrado es épico, heroico”, dijo refiriéndose a su obra. Peggy Guggenheim comentó que Beckett trabajaba “como un esclavo” para Joyce. Lucia Joyce, una talentosa coreógrafa y bailarina, estaba enamorada del apuesto acólito de su padre, y él la invitó a salir y se dejó ver con ella aquí y allá, pero no la correspondía. Estaba interesado en su padre, a quien seguía la corriente. Esta es la historia de amor homosocial que cuenta James Knowlson en su biografía de Beckett. Pero Joyce acusó a Beckett de haber seducido a su amada hija. La ruptura entre los dos hombres duró años.
Beckett tuvo que librarse de la influencia de Joyce. Tuvo que convertirse en otra persona con respecto a él. La encantadora Lucia se volvió loca. Sobrevive entre las esposas e hijas de la cocina de la literatura.
Paul Auster conoció a su héroe literario, Samuel Beckett, en París antes de que yo lo conociera y me casara con él. Paul tenía veinticinco años. Los presentó la pintora Joan Mitchell, y Beckett se mostró amable e interesado. Miró al joven y dijo: “Bueno, señor Auster, cuénteme todo sobre usted”. El “señor Auster” no supo qué decir. La influencia de Beckett es visible en algunas de las novelas que Paul escribió con veinte años. Yo las leí más tarde y se lo señalé. Luego la influencia deja de apreciarse tan fácilmente, si es que está. La digestión completa de la obra de otro escritor puede pasar por volverse invisible. En 1980, cuando yo estudiaba un posgrado de Literatura inglesa en la Universidad de Columbia con veinticinco años, escribí una carta a Djuna Barnes. Había conseguido su dirección por casualidad.
Viajaba en metro con la novela de Barnes, El bosque de la noche. Una anciana la vio y me preguntó por la autora, y yo me deshice en elogios. Ella me comentó que su marido, que impartía clases en Princeton, la conocía, y que si quería escribir a mi ídolo me enviaría la dirección. Dos o tres días después llegó a mi buzón una postal. El bosque de la noche todavía era una novedad para mí. Había escrito un artículo sobre ella, y cuando me senté ante la máquina de escribir, quise transmitirle a su autora la complejidad del baile que había sentido en mi interior al leer su novela. Mi carta debió de ser apasionada, pero también fui muy consciente de la necesidad de moderarme, y de ser sucinta pero perspicaz. La sometí a una serie de revisiones hasta que me quedé satisfecha y se la envié.
Dos años después, ya afincada en Brooklyn, me llegó por correo una carta mecanografiada en lo que supuse que era una vieja Underwood: “Querida señorita Hustvedt, su carta me ha creado serias dificultades”. Seguía otra frase y eso era todo. La firmaba “Djuna Barnes”. No sé cómo pude perder esa carta. ¿Qué me pasó? ¿Por qué no recuerdo la segunda frase? Sé que tampoco me tomé su respuesta como un insulto. Lo leí como un homenaje a mí misma, la joven escritora de cartas que había perturbado la paz de la vieja ermitaña del número 22 de Patchen Place. Ella murió un mes después con noventa años. Recuerdo que leí el obituario que publicó The New York Times.
No esperaba que la cascarrabias con fama de solitaria de Djuna Barnes se prestara a ser mi mentora. Más bien me sorprendió que me contestara. Pero me alegro de que recibiera la carta y de que esta le creara dificultades. Djuna Barnes es mi mentora fantasma.
En retrospectiva, la caprichosa aspiración de que alguien me creyera digna de la vida que había elegido para mí resulta penosa. ¿Cuál era la vida que había elegido? Podría haber asistido a un curso de escritura creativa y haberme dedicado a dar clases a poetas y novelistas mayores, pero no lo hice. En lugar de ello me apunté a un posgrado. Quería estudiar, leer mucho y aprender a pensar bien. También quería pagar las facturas en ese lugar que se conoce como el porvenir.
“No estoy seguro de que quieras convertirte en profesora de universidad”, me dijo mi padre cuando yo ya llevaba varios años en la escuela de posgrado. Él lo era. ¿Quería decir que le parecía que yo no estaba hecha para eso? ¿Pensaba que debía escribir y pasar sin comer? ¿Se sentía mal acerca de su propia carrera? ¿Pensaba que yo sería infeliz? No fui capaz de articular las palabras para formular alguna de estas preguntas.
Cuando acabó la lectura de mi tesis, me dijo: “No se lee como una tesis”. Eso fue todo. Nada más. Debería haber hablado con él entonces y pedirle que me lo explicara, pero no lo hice. Me había dolido en lo más hondo.
En retrospectiva, mis recuerdos sobre el tema de los mentores han adquirido un tinte amargo, algo que no se corresponde con cuando era joven e impaciente, y me acercaba titubeante a posibles candidatos que a menudo se resistían o rechazaban mis tentativas.
Durante mi primer año en la universidad acudí varias veces a una joven y atractiva profesora especializada en Joyce. Tenía una mata de rizos morenos, pero mi interés por ella no se parecía en nada al de mis compañeros varones. Ella eligió a uno de ellos. La joven profesora L. no duró mucho en el St. Olaf College de Northfield, Minnesota. Era un lugar luterano regido por costumbres luteranas. Eso no impedía que Eros corriera desenfrenado por las aulas, pero nadie podía enterarse de que ibas tras él y menos siendo, además de mujer, profesora.
Recuerdo a otro profesor universitario de quien esperaba obtener alguna orientación. Se trataba de un hombre corpulento y sudoroso con unas gafas de montura gruesa. Me quedé inmóvil en su despacho mientras él dejaba por los suelos un trabajo que yo había hecho sobre Nuestra hermana Carrie de Dreiser. Con los nervios crispados, escupió veneno sin apartar los ojos de mis pechos. ¿Por qué se mostraba tan hostil? Lo que escribí sobre ese escritor de segunda hace mucho tiempo que ha desaparecido. El trabajo podría haber sido malo. Solo recuerdo que no podía entender por qué el profesor se había enfadado tanto conmigo. El asunto de los pechos debería haberme dado una pista, pero estaba aturdida y perpleja.
Luego estaba el profesor S., al que fui a ver durante mi primer año en Columbia. Acudí con una carta de presentación de un colega suyo de otra universidad. Pese a su actitud fría, brusca y rígida, se prestó a mirar mi trabajo. Cuando regresé para que me diera su opinión, procedió a destripar, página por página llena de tachaduras, la prosa, la trama y la mente lamentable que había escrito semejante basura. Yo guardé silencio, aunque antes de irme seguramente le di las gracias.
De nuevo: su rabia inexplicable. Creo que olió mi ambición.
Incluso entonces sabía que el trabajo no era tan malo como para justificar esa reacción y, con algunas correcciones que no tuvieron nada que ver con la masacre del profesor S., lo presenté en un seminario sobre literatura y filosofía del siglo xix. Al prominente cascarrabias que estaba a cargo del seminario, el profesor M., le pareció excelente. Aun así, en su despacho se mostró rígido, reacio a hablar e intimidante. No me atreví a pedirle que dirigiera mi tesis, a pesar de que él era el experto en mi campo. En cualquier caso, acabó encabezando el comité de defensa y elogió mi tesis frente a sus cinco colegas, todos hombres. “Hay frases que desearía haber escrito yo mismo”.
Recuerdo esa frase. Hay frases que, una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me referí a ellas como “tatuajes cerebrales”.
Un tatuaje cerebral: “¿Qué estás haciendo en una escuela de posgrado? Te pareces a Grace Kelly”. Yo no me parecía en nada a Grace Kelly, pero el comentario acabó con todas mis esperanzas de trabajar con la profesora H., una de las pocas mujeres –feminista por añadidura– que había en el Departamento de Literatura Inglesa, que fue quien lo hizo. Yo era y soy feminista. El trabajo sobre Djuna Barnes lo hice para su clase, y fue después de haberlo entregado, mientras salíamos juntas del aula, cuando pronunció esas palabras. ¿Qué tenía que ver mi aspecto físico con eso? Ella parecía pensar que El bosque de la noche era impenetrable, por lo que la relación seguramente no habría funcionado de todos modos. Muchos años después me enteré de que se había sentido maltratada y descontenta en el departamento. La frase podría haber tenido otros significados que yo no estaba en posición de captar.
En mis veintisiete años de estudiante solo hubo un profesor que respondió a mi petición de instrucción, ayuda, diálogo y reciprocidad. Yo estaba en tercero de universidad. La asignatura que él impartía era Historia intelectual rusa y sus clases tenían fama de difíciles. Se había extendido el rumor de que era exigente, ponía notas bajas y le irritaban los clichés y las respuestas perezosas, todo lo cual me atrajo. Enseñaba con un vigor riguroso que me parecía electrizante y durante dos años tuve la satisfacción de que me reconociera como estudiante de dotes inusuales. Me animó a que leyera con detenimiento y argumentara con minuciosidad. Bajo su orientación escribí sobre las vetas nihilistas en la obra de Tolstói. Fue entonces cuando me encontré con el ferviente apóstol Bunin. Sentí que mis poderes intelectuales florecían.
Quedamos para tomar un café. Hablamos de ideas, de literatura y de la vida. Teníamos una relación cordial, respetuosa y correcta. Nos hicimos amigos. Él leyó los ensayos que escribí cuando solicité una plaza en la escuela de posgrado. Lo apreciaba por alentar mis aspiraciones, por entenderme y por elogiar mi escritura, pero nunca se lo dije a la cara. Nunca le dije: “En este momento tengo ganas de llorar y de besarte la mano como si fueras mi propio padre”.
En estos lazos entre alumno y profesor rondan los fantasmas de lo familiar. Cuando era joven, anhelaba la aprobación y el afecto de figuras paternas, de personas dotadas de autoridad. Ahora creo que es bueno que mi anhelo quedara casi sin respuesta.
Un recuerdo de 2017: estoy de pie en un balcón con vistas al lago de Como hablando con un colega alemán, un profesor de Literatura estadounidense. Estamos allí para asistir a una conferencia sobre medicina narrativa en la que ambos vamos a hablar. Resulta que es amigo del profesor M. de Columbia, el que admiró el denostado trabajo y más tarde mi tesis. “Lo vi la semana pasada”, me comenta. “Está muy orgulloso de ti”. Tiemblo de felicidad. La alegría da paso al instante a la irritación. ¿Por qué no me ha hecho saber que ha leído mi obra? Habría significado algo para mí. Luego me irrito aún más. ¿Por qué debería importarme? A mis sesenta años reacciono como una cría.
El profesor M. murió el año pasado. Yo tenía la intención de ir al funeral. Lo apunté en el calendario. Se me olvidó. Sospecho que la palabra que mejor describe lo que sucedió es reprimido.
“Aplaudo, quiero decir valoro, y la animo a que lo prosiga...” Estas palabras fueron para Wharton como un cumplido porque le había enviado su obra al Maestro, pero la historia a la que se refería James en la carta la descubrió por sí mismo, y la admiración fue espontánea.
Están los padres y las madres, pero también los padres que son más como madres, y las madres que son más como padres, al menos desde el punto de vista de los cánones literarios y de nuestras ideas sobre las madres y los padres, lo femenino y lo masculino. Henry James se sumergió en lo que hemos llegado a considerar lo femenino, y Gertrude Stein, en lo que imaginamos que es lo masculino. Se supone que son los niños y los hombres los que se enzarzan en una lucha edípica por la prominencia literaria, académica o científica. He visto repetirse todo ello: los puñetazos y las meadas. Las niñas y las mujeres se quedan fuera del cuadrilátero o no salen de la cocina. Pero en realidad lo femenino y lo masculino están mezclados, son impuros, una amalgama, un embrollo. ¿No tenemos todos componentes de los dos?
No es de extrañar que la gente desee vivir como una persona que no es en realidad ni una cosa ni la contraria. En el pasado lo llamábamos androginia, pero yo no tenía el aspecto ni me vestía como tal; era/es psíquico: las mutaciones de género están presentes en toda mi obra desde el principio. Uno de los primeros poemas que publiqué en The Paris Review en 1983 se titulaba “Paralelos hermafroditas”.
Una peculiaridad de mi historia personal es que se me asignó desde la distancia un mentor que no es, no fue y no ha sido nunca mi mentor: mi marido. Yo soy la humilde alumna de esa fantasía que aparece con frecuencia en artículos, reseñas, ensayos y otros tipos de noticias literarias itinerantes, y entrevistas.
Más tatuajes cerebrales.
El más doloroso: “Creo que lo escribió su marido”. Estaba de gira por Alemania en 1993 para promocionar mi primera novela, Los ojos vendados. El periodista era insistente y yo percibía su rabia. Dijo que mi marido llevaba “una fábrica literaria” en Brooklyn. En ese momento pensé que lo decía en serio, ahora estoy convencida de que fue una treta para herirme. El libro le pareció muy bueno.
“Sus dos primeras novelas son como las de su marido”, me señaló un periodista en Ámsterdam en 2004. “Explíqueme, por favor, en qué se basa”, le respondí. El hombre se puso colorado. “Solo intentaba ser provocativo”.
“Todo el mundo sabe que sus nociones del psicoanálisis las aprendió de Paul Auster”, me planteó con confianza una mujer afable en una entrevista.
Palabras de un periodista en Chile en 2017: “¿Sus conocimientos de la neurociencia le vienen de su marido? El señor Auster lee sobre neurociencia, ¿no?”. El señor Auster no ha leído un artículo de neurociencia en su vida.
Asisto a una conferencia de mi marido. El académico que lo presenta dice a la audiencia que Paul Auster es un experto en la obra del psicoanalista francés Jacques Lacan. Cuando termina, le explico al hombre que Paul leyó un ensayo de Lacan en 1966. Yo he leído con detenimiento la obra lacaniana, que está presente en mi tesis. El hombre se enfada. Se supone que debo guardar silencio.
Un admirador de Auster se me acercó sin aliento en una fiesta en Copenhague. Quería hablarme de los conocimientos de mi marido sobre el teórico ruso M. M. Bajtín. “Pero Paul nunca ha leído a Bajtín. Lo he leído yo. Paul me cogió prestada esa historia”. (En su introducción a La imaginación dialógica, Michael Holquist explica que durante el asedio a Leningrado, Bajtín utilizó como papel de liar su manuscrito sobre el Bildungsroman alemán. Al incorporar el cuento al guion de la película Smoke, Paul hizo memorable la anécdota, un tatuaje cerebral: “Se fumó su libro”). “Me apasiona Bajtín”, le dije al tipo, con la esperanza de continuar la conversación. Pero a él no le hizo ninguna gracia que yo fuera una apasionada de Bajtín. Se le mudó la cara. Pareció alarmado y huyó.
Tengo cientos de historias sobre “mi no mentor que se convierte en mi mentor”. No es posible que lo hayas escrito tú. No puede haber salido de ti. Debe de ser del héroe-mentor-hombre. Es cómico y trágico. Otorgar autoridad a la esposa socava de algún modo la autoridad del marido, aunque el marido que vive y respira no se sienta en absoluto de este modo y así lo exprese en letra de molde. En Una vida en palabras, una conversación de la extensión de un libro con I. B. Siegumfeldt: “Ella es la intelectual de la familia, no yo, y todo lo que sé sobre Lacan y Bajtín, por ejemplo, lo he aprendido directamente de ella”. Se proyectan sobre el héroe. Si se me da autoridad a mí, mujer-escritora-esposa, entonces él y, por la magia de la identificación, ellos se sienten castrados y humillados por la “arpía dominante”.
Todos tenemos nuestros fantasmas.
Épico. Heroico. Eso es lo que es. Es amor. Es odio. Es una mezcla.
He impartido clases en contadas ocasiones, por lo que mis oportunidades de ser mentora han sido pocas. Tengo la suerte de vivir de la escritura. Me gustan los jóvenes internos a los que doy un seminario sobre psiquiatría narrativa todos los meses en un hospital de la ciudad de Nueva York. Los médicos que asisten a él tienen sin duda mentores médicos. A veces se me acercan jóvenes escritores y académicos para pedirme algún favor. Leo sus manuscritos y las galeradas encuadernadas de sus libros. Escribo notas publicitarias y recomendaciones para ellos. A veces percibo en sus ojos la luz de la admiración. En mi caso, esa admiración es un elixir que hay que beber despacio, con prudencia y solo de vez en cuando.
Recuerdo cuánto disfruté el breve tiempo que tuve quien me guiara. También recuerdo el escozor del rechazo y el fantasma paternal que rondó mi fantasía de un mentor, así como a las personas que proyectaron sobre mí su propia fantasía del marido mentor. Me quedo con el fantasma al que nunca conocí y del que solo obtuve dos frases. Es una mentora puramente literaria, de las que nunca salen de las páginas de un libro o una carta.