Estoy a punto de cumplir veintinueve años. Hoy me levanté con síntomas gripales y mucho dolor de cintura. Es el cuerpo queriéndome encender una alarma que la mente no registra. La insistencia empezó el otro día en un evento al que me invitaron a leer. El presentador habló de “jóvenes promesas”, pero mi edad fue la única que no mencionó. A lo mejor se le olvidó, porque veintinueve no es tan asombroso como veintidós, veintitrés… Yo a los veintitrés no tenía libros publicados ni me invitaban a hablar en lugares. Estaba infeliz de lunes a viernes y queriéndome olvidar de eso los findes. Tenía una vida “normal”, casi sin comillas, y lo más interesante pasaba en mi imaginación. Algún día iba a pegarla y a cortar con todo lo que me ponía mal.
Corté con un montón de cosas, pero nunca la pegué. Me atajo: lo de pegarla es una idea muy paki. El punto es que me acerco a los treinta sin reafirmar lo que proyectaba para esta edad. Cuando me preguntaron qué quería ser de grande, mi primera respuesta fue “Batman”. Era muy bebé y no entendía las diferencias estructurales entre Remedios de Escalada y Ciudad Gótica. Después dije cosas como “actor”, “canciller” y “embajador”. Terminé estudiando Letras porque era lo único que me ponía bajón con gusto. Ahora, que a mi pesar soy grande, digamos que puedo considerarme escritor, pero no de la forma en que pensé. Primero, porque me imaginaba que iba a ser escritor mucho antes, es decir, que tendría varios libros a mi nombre y hasta películas basadas en esos libros antes de acercarme a la ladera de los treinta. Segundo, porque me imaginaba famoso, uno de esos prodigios sin fisuras, intachables, que son alabados por la prensa y pueden darse una buena vida haciendo lo que les gusta. Hasta iba a tener hijes, una pareja de mellizes llamades Galileo y Galatea, la versión tana de Luke y Leia.
Qué plato, ya no quiero nada de eso. Igual me pasa, de vez en cuando, que miro por la ventana y pienso en que podría haberme metido a trabajar en un banco, tener una de esas vidas anodinas, sin sobresaltos. Cobrar bonos, comprar ropa, irme de viaje. Podría afirmar que las marchas no me representan, que este país es inviable, que las flores carísimas que consigo son para concentrarme y no para escapar del embole que es mi vida. Son arrebatos de normalidad, así les digo, pequeños ecos de mi mala educación. Pero no, eso ya no es posible. Escribo esto un lunes al mediodía, tecito antigripal en mano. Afuera el día es gris furioso, un páramo desierto que nos dejó el eclipse. Yo también lo aproveché para soltar cosas.
Dejo ir la posibilidad de un futuro normado. Si de verdad vamos a apretar el acelerador hasta agotar todos los recursos, si al planeta le quedan siete u ocho años de fingir esta demencia, ¿qué sentido tienen las carreras, los ahorros, les hijes? No soy una autora aclamada, no voy a serlo, no estoy entera. Tengo fisurados el corazón y el culo, y mi jeta me da más plata que mi mente. El futuro es algo en lo que pienso solo cuando doy clase o estoy por acabar. Entonces me digo: quiero que el fin del mundo me encuentre así.
Hace años que mi vida es este desconcierto. Como un alien que se escurre por un tubo de ventilación, avanzo a través de procesos jodidos: de escritura, de sanación, de estudio, afectivos. A veces me da rabia lo incómodo que es vivir así. Me psicoanalizo para no morder. Para pensar en las alternativas que ya no —mis coney islands, mis what ifs— y volver a la conclusión de que esta vida igual es recontra interesante. Todo el tiempo me pasan cosas que no preví y me disparan a la órbita de lo imposible. Todo el tiempo me pasan cosas. Sin ir más lejos, el otro día en el evento, quizás por no sentir el peso de ser una joven promesa, leí algo que me quebró la voz. No era brillante, pero sí bastante honesto. Terminé y miré al público con los ojos llenos de lágrimas. En ese momento, el mundo me pareció un lugar gentil y hermoso. Estoy a punto de cumplir veintinueve años y, por primera vez, puedo ponerme a llorar en casi cualquier contexto. Es un montón.