María Fernanda Cañás tenía 24 años cuando su hermana le contó que estaban buscando maestras para ir a enseñar español a las Islas Malvinas. Era el año 1974 y Argentina e Inglaterra ya hacía un tiempo que venían entablado conversaciones en la búsqueda de solucionar la disputa por la soberanía. Fue en ese contexto cuando, en 1971, se firmó el Acuerdo de Comunicaciones donde se establecieron unas series de medidas que acercaban las Islas con el continente y que resultaban particularmente importantes para los isleños, ya que recibían por parte del gobierno argentino ciertos beneficios en materia de comunicación, salud y educación.
El Acuerdo fue una manera de mostrarles a los habitantes de las Islas cuáles eran las ventajas de estrechar lazos con Argentina y qué cosas tenía nuestro país para ofrecerles. Pero María Fernanda no conocía el Acuerdo, no estaba interesada en la política exterior ni se encontraba dentro de sus proyectos. Fue la curiosidad lo que la movilizó: la idea de conocer a los isleños y sus formas de ser y de vivir en aquel archipiélago tan alejado y recóndito la empujaron a decirle a su hermana con total convicción: “Buenísimo, vamos”.
Entre las cincuenta personas que se ofrecieron para hacer el viaje fueron elegidas las hermanas Cañás. Quizás justamente por eso, por ser familia y ya haber compartido el día a día, fueron las primeras maestras argentinas en compartir una casa en las Malvinas. El arreglo era simple: el sueldo lo pagaba el gobierno argentino, la casa y el combustible el gobierno colonial. Antes de partir, el Superintendente de Educación de las Islas las entrevistó. Al verlo y escucharlo María Fernanda sospechó que el hombre, un adulto mayor, no estaba demasiado de acuerdo con la política de acercamiento que estaba desarrollando su gobierno. Sin embargo, el funcionario no dejó de ser amable y, en forma de recomendación, les sugirió que no se olvidaran de llevar un hacha y un serrucho. Ellas no supieron en ese momento para qué, después se enterarían.
En Malvinas el frío no era tanto el problema, sino el viento. Hasta que se acostumbró, María Fernanda sufrió de dolor de cabeza todos los días. También aprendió cosas, como a cortar la turba con un hacha. La calefacción que el gobierno les brindó era mediante turba y ellas la tenían que cortar, vigilar que no se apagara a la noche, tirar las cenizas afuera y renegar cuando el viento se las devolvía y ensuciaba la casa.
También aprendió a cortar y a desgrasar ovejas capones con un serrucho. En Malvinas se comía cordero solamente en las fiestas y en Pascuas. Durante el resto del año había capón, una oveja más vieja originalmente destinada a la producción de lana. En la puerta de cada casa había una fiambrera donde las hermanas Cañás, como todos allí, dejaban un cartelito en la puerta dirigido al carnicero especificando qué cuarto del animal iban a querer, si el trasero o el delantero. Él se los dejaba, ellas se encargaban del resto.
El olor a capón invadía la casa. Era fuerte, agobiante y estaba en todos lados: María Fernanda recuerda que en la panadería los moldes donde se horneaba el pan eran engrasados con grasa de oveja y el olor quedaba tan impregnado que decidieron aprender a hacer su propio pan.
En las Islas la vida era tranquila, no pasaba mucho. Puerto Stanley/Puerto Argentino era un pueblo pequeño, de 900 habitantes, donde varios de sus residentes no permanecían todo el año allí, sino que iban y venían. Gracias al Acuerdo, se construyó un aeropuerto donde el gobierno argentino garantizó la presencia de un vuelo semanal.
Cuando el avión llegaba y traía el correo era un evento para el pueblo. Después, por la radio, se les avisaba a los isleños que su correspondencia estaba lista para ser retirada. La radio conectaba a la población transmitiendo los anuncios parroquiales y los unía con el Reino Unido cuando, dos veces al día, se conectaba con la BBC. No había televisión ni demasiado entretenimiento.
La actividad nocturna se reducía a dos pubs, habitados únicamente por varones y estaba desaconsejada su entrada a las mujeres, sobre todo si eran argentinas. Porque Puerto Stanley, Puerto Argentino, era tranquilo y apacible, pero en la noche, bajo el frío y el viento austral acallados solamente por el alcohol y el calor brindado por la turba, las broncas y las hostilidades podían salir a la luz.
En este pueblito en el sur del mundo, donde el viento era, y sigue siendo, persistente y violento, donde el olor a capón invadía cualquier espacio, donde la falta de gas hacía la vida más rudimentaria y donde el entretenimiento era limitado, María Fernanda le dio clases de castellano durante un año a niños de primaria y adolescentes de secundaria.
El Acuerdo de Comunicaciones había establecido la obligatoriedad del idioma español en la currícula escolar y a los chicos les parecía algo divertido y exótico. A la tarde dictaba clases para adultos que, si bien no eran obligatorias, gozaban de gran convocatoria y además, como muestra de voluntad y compromiso, la misma esposa del gobernador isleño tomaba clases particulares de español.
Quienes se encontraban dispersos en el campo tampoco estaban exentos de aprender el idioma. María Fernanda y su hermana dictaban clase por radio y un hidroavión se encargaba de comunicar los campos entre sí, llevando los distintos materiales o devolviendo los deberes para que ellas pudieran corregirlos.
Así pasaban los días en Malvinas, entre el trabajo doméstico y el dictado de clases, la turba y el pizarrón. Y a pesar de no haber ninguna atracción, María Fernanda encontró una: clases de hilanza con rueca y huso. Por esta actividad antigua y congelada en el tiempo, las mujeres del pueblo, todas muy hábiles, se reunían a cardar la lana, hacer sueters de principio a fin y, sobre todo, a conversar.
En esa tarea tan propicia para el intercambio, la joven maestra de español se sentaba junto a las señoras de los representantes de las Falkland Island Company y atravesaban las horas de invierno juntas. Ellas, íntegras y amables, le regalaron a María Fernanda una rueca que la sigue acompañando en su casa en Buenos Aires; una rueca que, como dice ella, vino antigua de Malvinas.
Las maestras que viajaron a las Islas entre 1974 y 1982 no solamente enseñaban español en la escuela, de manera particular o por radio. De alguna manera también estaban representando a la Argentina, ayudando a construir y fortalecer el contacto entre el continente y Malvinas. Compartir e intercambiar con los isleños era parte del trabajo y, si bien algunas veces se encontraron con personas que cruzaban de vereda al verlas o se levantaban de sus asientos cuando ellas se sentaban cerca, lograron tejer un importante vínculo con quienes vivían allí.
Así era la vida en Malvinas antes de la guerra de 1982, antes de que el conflicto bélico transformara la postura inglesa sobre las relaciones diplomáticas con Argentina y se afianzaran sobre el territorio usurpado. La guerra cambió el escenario, pero eso es otra historia.
María Fernanda volvió a Buenos Aires a fines de 1975 aunque a las Islas las trajo con ella. Terminó la carrera de Historia y su tesis fue sobre la población de Malvinas. Quiso volver, pero estalló la guerra. Pocos años después ingresó en el Servicio Exterior con la esperanza de contribuir en la lucha por la soberanía argentina. Empezó una larga trayectoria: trabajó en las Naciones Unidas y en la Embajada de Argentina en el Reino Unido. Fue Subdirectora de la Dirección General Malvinas y Atlántico Sur y Embajadora de Argentina en Marruecos. Lamenta que ninguna estrategia diplomática aplicada haya logrado destrabar el conflicto por la soberanía de las Islas pero piensa, convencida, que en algún momento se va a dar. Hoy, casi cincuenta años después de su llegada a Malvinas, se sienta en el bar Liber en Libertad y Av. Libertador de la Ciudad de Buenos Aires y vuelve a contar su historia. Otra vez las Islas la convocan. Le pregunto si le gustaría volver. No duda. Por supuesto que sí.