Pocos días atrás, una camioneta BMW, conducida por un empresario de 57 años alcoholizado, transitaba a ciento a cincuenta kilómetros por hora en la Avenida Del Libertador de esta ciudad. Al llegar a la intersección con Ortega y Gasset provocó un choque múltiple que dejó un saldo de diez heridos y dos personas jóvenes muertas. A principios de este año, otro hombre alcoholizado (que también había consumido estupefacientes), al volante de un Ford Focus a 120 km/h , se subió a la vereda de la avenida Figueroa Alcorta y atropelló a ciclistas y runners que transitaban por la senda dispuesta a tales efectos. Como resultado de la colisión, una de las ciclistas perdió la vida. Tras el accidente, el conductor huyó del lugar y horas después fue apresado.

Los accidentes viales no constituyen novedad alguna en nuestro país. Sin restar lugar a la responsabilidad que les cabe a los puntuales protagonistas, corresponde interrogar qué factores intervienen en la comisión de estos hechos, cuyas repetidas características testimonian la presencia de componentes subjetivos propios de la comunidad en que vivimos y a diario reproducimos. Dado que la adolescencia suele ser un campo que ilustra las coordenadas por donde transita la tragedia social, tomamos un par de casos de accidentes recientes protagonizados por jóvenes conductores alcoholizados cuya particularidad proporciona cierta orientación respecto de las causas presentes en estos episodios.

En mayo del año pasado un vehículo en el que viajaban cuatro jóvenes impactó contra el guardarail del camino de los Remeros de la localidad de Tigre, para luego arrancar de cuajo las protecciones de la banquina y terminar destrozado junto a los canteros de una rotonda. En el móvil viajaban cuatro excompañeros del colegio Santa Teresa. Como consecuencia del choque, fallecieron dos de ellos --ambos de dieciocho años--, en tanto que otro de la misma edad y el conductor --de diecinueve-- lograron salir con vida. El test de alcoholemia reveló que este último manejaba ebrio y sin permiso de conducir. Se sospecha que regresaban de una fiesta clandestina. Este accidente ocurrido en Tigre revistió características similares al que había ocurrido poco más de un mes en la localidad de Lanús, cuando un auto conducido por un joven excedido de alcohol perdió el control y, como resultado del impacto contra la columna de un local, murieron dos hermanas de 22 y 24 años que viajaban en el asiento trasero. Las cámaras dejaron ver el vaso de whisky compartido de mano en mano por los ocupantes instantes antes del choque. El conductor de 26 años de edad --que manejaba ebrio y también sin licencia-- salvó su vida, al igual que su copiloto de 28.

Estos casos forman parte de la larga lista de siniestros con saldo luctuoso protagonizados por varones excedidos en alcohol. Por lo pronto, va de suyo la responsabilidad de los mayores en los choques en que los conductores carecían de las licencias correspondientes, para no hablar de la abrumadora publicidad que estimula el consumo de alcohol, como condición indispensable de todo encuentro social.

Pero hay algo más, desde nuestra perspectiva, en estos casos de automóviles con hombres al volante, el rasgo que estas tragedias revelan es el de no poder parar. Un punto que por sobre toda otra arista o característica testimonia el dato que ninguna máquina, motor o vehículo puede evitar: la impotencia. (La intoxicación por ingesta de líquido de frenos para potenciar el efecto del alcohol en tres adolescentes de la ciudad de Rosario tiempo atrás, constituye una metáfora que habla por sí sola de la carencia de recursos simbólicos para detener un empuje tan insensato como letal).

Es que cuando el goce fálico excluye la consideración por el semejante lo único asegurado es el mandato superyoico de la frustración. Lacan lo ilustraba --precisamente-- con la loca e inútil carrera que Aquiles emprende tras la siempre inalcanzable tortuga[1]. En efecto, para decirlo claro y sencillo: si para encarar a una mujer (o a quien desee); un varón necesita beber hasta perder casi la noción de lo que está haciendo, hay algo del cuidado de sí cuyo abandono revela la ausencia de todo límite.

Vivimos supuestamente en una época signada por cierta libertad sexual, es más, impera una suerte de obligación por efectuar rendimientos exitosos, y si a esto se agrega algún componente orgiástico, tanto mejor. Lo cierto es que como todo resultado lo que se obtiene es una inhibición generalizada que explica el uso de sustancias para estimular lo que el deseo no alcanza a poner en acto, vaya como ejemplo el uso de Viagra en jóvenes que no superan los treinta años de edad, testimonio del temor al fracaso, si los hay.

El auto --valga la redundancia-- constituye el objeto privilegiado del In-dividuo que se cree tan igual a sí mismo como dueño y señor del entorno que lo rodea. Lo cierto es que estas tragedias, la del BMW; la del Focus; la de Tigre, como también la de Lanús, atestiguan el más absoluto desprecio por la vida del semejante. Esto es: por más “locos” o “sacados” que nos pongamos, el plural que en estos siniestros emerge no traduce otra cosa que la exigencia de satisfacción del Yo. Un ansia que al momento de empuñar el volante y apretar el acelerador parece no dejar espacio para la consideración, el respeto y el amor --para decirlo de una vez-- sin el cual las personas devenimos objetos de una carrera que, según parece, nunca atinamos a parar.

Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.

[1] Jacques Lacan ( 1972-1973) , El Seminario: Libro 20, “ Aún”, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 15.