Escribir la propia vida se llama el taller que empecé a dar en el segundo año de la pandemia para personas jubiladas, dentro del programa Upami-UnaHur, un convenio entre la Universidad de Hurligham -y otras universidades públicas- y el Pami para acompañar a quienes más habían quedado asilades por las medidas de cuidado frente a la covid.
No sé por qué le habré puesto un título tan rebuscado, en los chats de las tres comisiones de talleristas se cambió por pura practicidad a Autobiografía A, B y C. Es que yo quería que la palabra escribir estuviera desde el principio y que también que la propia vida se convirtiera en una materia prima sobre la que poner las manos a la obra.
Escribir es siempre reescribir, como peinar un jardín japonés, rastrillo sobre arena dibujando recorridos que podrían después bifurcar en otros. Los pensamientos rumiantes, las escenas que reclaman una puesta en palabras, la memoria de una emoción que no quiere perderse en el mar de los días; todo se acomoda, se desordena y se mezcla en ese ejercicio de escribir, leer, reescribir. Volver a empezar.
Pero cuando la arena sobre la que se peina son los hechos que acuñaron nuestros rostros, el rastrillo puede ser desgarro y escribir -con sus muchos movimientos de manos, ojos, corazón- la sutura. Lo que está escrito cuenta otra historia que la que se pretendía, los textos se sueltan de la mano y buscan su propio bordado. Ese que ni siquiera sabíamos que era posible hacer.
Así lo fuimos entendiendo en el taller de escritura, un espacio virtual, una pantalla fragmentada en retratos de los que surgen voces, tonadas, experiencias. De Buenos Aires, Córdoba, Bahía Blanca, Bariloche. Entre los 60 y los 90 y pico. Profesionales, académicxs, maestras, administrativas, artesanes y artistas. Todes se aventuraron a escribir, a desafiar a su memoria, a honrar otros nombres, a leer después en voz alta.
Buscamos indagar en las historias que se escriben con minúscula, desarmar esa idea del tiempo como una flecha de estela recta lanzada hacia delante. Porque sino ¿quién habla con la voz de la infancia cuando se recuerda el dolor en la rodilla de una caída del ciruelo sino es este mismo cuerpo ajado que alguna vez trepó?
Fue un refugio para todes encontrarnos y empezar también a entrelazarnos. Aunque ese encontrarnos fuera virtual, sin el espesor y la contundencia de los cuerpos. Había una promesa surgida de un texto, la de ocupar una mesa amarilla debajo de un árbol donde se habían sentado varias generaciones de una familia que la regaron de vino, de risas y de guitarras.
La memoria se fue construyendo colectivamente. Ahí donde faltaba un detalle, alguien más lo aportaba. Donde el dolor nunca dicho surgió, otras heridas llegaron a hacer del coro un consuelo. Y es que la historia con minúsculas se cruza también con esa que queda en los libros y en los textos judiciales o legales. ¿Quién en ese taller, con esos rangos de edades no había sido heride de manera directa por el genocidio perpetrado por la última dictadura?
Esa constatación fue el inicio de la aventura de escribir entre muches el mismo texto, una memoria de la guerra de Malvinas fuera del campo de batalla. Escrita con minúsculas, desde los recuerdos nimios de la visita de una prima cuando la televisión mostraba a la gente vivando en la Plaza de Mayo a Galtieri hasta los Mirage cruzando el cielo patagónico en vuelo rasante. Hubo quien recordó haber visto a los soldados en los trenes que los llevaban al sur y quien se azoró de darse cuenta de que no hubo una vuelta de los derrotados para poder abrazarlos como hubiera querido. También quien metió en un teléfono público en Paris una pluma de gallina de hablar a gratis a Buenos Aires en busca de noticias.
Ese texto colectivo se leyó el lunes pasado en la Feria del Libro. Fue la primera vez que nos abrazamos y que la tonalidad de las distintas voces ocupó su espacio concreto entre nosotres. Se escucharon las voces quebrarse al leer sobre el silencio de los que regresaron del combate, la perplejidad por esa locura colectiva que puede ser el patriotismo. Hubo cuerpos sosteniendo esa historia común que se había compuesto en el aislamiento de cada casa.
Esta misma es una historia pequeña, con minúsculas. Una historia pandémica de gente grande a la que alguna vez se llamó “de riesgo” y a la que sus hijes, en tantos casos, les dejaban víveres del otro lado de la puerta. Una historia de ganas de vivir y no a puertas cerradas porque como sea, el asilamiento se derrumbó a fuerza de hacer reales esos encuentros en pantallas.
Algo conecta la historia de la Guerra de Malvinas con estos años que pasamos y que se empecinan en no retirarse del todo. Y es ese silencio del después, la urgencia de un borrón y cuenta nueva, esa promesa de normalidad que pretende acallar los duelos, tapar las heridas con un dedo al que a veces llaman futuro. Por ocultar también la negación.
No será posible. El coro de la memoria colectiva es como un canto de cigarras. Puede apagarse en invierno, pero estalla en los oídos cualquier tarde de verano y su eco reverbera en las espirales del tiempo.