En 1924, León Trotsky publica un trabajo en el que se dispone a discutir el problema de la literatura después de que la clase proletaria se hizo con el poder. Ese no era un tema menor para los “rojos”: ¿qué hacer con el arte? ¿Se arroja todo al fuego por ser aquello producto de la clase enemiga? ¿Se rescata algo?
En Literatura y revolución, Trotsky llega a afirmar que, en algún punto, la aproximación marxista al problema se alza con una consideración que puede servir para avanzar sobre el asunto: el marxismo no “incrimina a un poeta por los pensamientos o sentimientos que expresa” a la hora de analizar su producción estética, sino que se pregunta: “¿a qué orden de sentimientos corresponde en todas sus peculiaridades una determinada obra de arte? ¿Cuáles son los presupuestos sociales de estos pensamientos y de estos sentimientos?”. En definitiva, cuál es el trasfondo objetivo de algo tan absolutamente personal como un sentimiento o un pensamiento.
La fuga de Siberia en un trineo de renos, texto publicado originalmente en 1907 por la editorial Shipovnik, detalla a partir del recurso a dos géneros propios del siglo XIX, el epistolar y el diario de viaje, la aventura singular de un joven Trotsky, quien, objetivamente, se está escapando de un destino de prisionero eterno en un territorio frío y desolado, subido a un trineo conducido por un borracho. El sentimiento plasmado en estas páginas no es otro, entonces, que el de la desesperación de quien se escapa de una muerte segura porque entiende que tiene que cumplir un destino histórico y político mucho más importante.
Lev Davídovich Bronstein no era un extraño para la estepa blanca siberiana. Entre 1900 y 1902, pasó la mitad de una condena de cuatro años acompañado por su primera esposa, Aleksandra Sokolóvskaya, y nacieron las dos hijas de esta unión, Zinaida y Nina (fallecidas ambas muy jóvenes). De allí se fugaron Trotsky, Aleksandra y las dos recién nacidas: el futuro líder del Ejército Rojo iría a su primer exilio europeo, donde conocería a su segunda esposa, Natalia Sedova, y a Vladímir Ilich Uliánov, el mismísimo Lenin.
Como señala Marx pensando en Hegel, la historia se da dos veces, y Trotsky vuelve a caer como preso de las fuerzas del Zar, esta vez, en un contexto un tanto más heroico y, por lo tanto, trágico. Junto con otros catorce diputados, es juzgado en el marco del bautizado “Caso Soviet” y condenado a una deportación indefinida (con su correspondiente pérdida de derechos civiles) por haber participado y liderado en sus semanas de existencia el Consejo de Delegados Obreros de San Petersburgo, organismo creado durante la Revolución Rusa de 1905.
Como bien señala en su prólogo Leonardo Padura, en La fuga de Siberia no se encontrarán las reflexiones ni la puesta en palabra de las ideas de Trotsky. Muy por el contrario, hallamos aquí a alguien volcado a la acción, dando reportes a Natalia acerca de sus días en el lento camino hacia su destino final, Obdorsk, y en el desarrollo de un plan que lo llevaría a quedarse, fingiendo un inmovilizante dolor de ciática, en Beriózov, el último punto desde el cual era sensato emprender el regreso. Lugar, claro, en donde contrató con la mayor cautela posible a un local para que lo lleve en un trineo tirado por renos, o “toros”, como los llama el oriundo de Ziranía (hoy República de Komi) Nikifor Ivánovich.
Así, el lector se encontrará en “La ida” con una serie de cartas que retratan la lentitud del traslado, lo agobiante de la burocracia imperial, la sorpresa de encontrarse en cada pueblo a una comitiva local que lo espera a él y los suyos como si de celebridades se tratase, brindándole té, alimento y hasta rublos para sobrevivir en el exilio, todo acompañado por un conjunto de guardias que saben que están peleando para el lado de los perdedores, y que el diputado obrero merece respeto y una atención especial.
Con cierta mirada risueña y hasta irónica, Trotsky comprende, a medida que las misivas a Natalia avanzan, que el destino de todo condenado a Siberia es la fuga: quizás él lo tenga más difícil por la atención que suscita, pero el escape no es imposible.
“La vuelta” abandona el tono epistolar para convertirse en un diario de viaje que arranca donde las cartas terminan: demorado en Beriózov, decide ir en trineo hasta las plantas mineras de los Urales, tomar el ferrocarril en Bogoslovsky, llegar a Kushva y de ahí a un pueblo, a otro y otro, hasta arribar al punto de partida, San Petersburgo, y luego a un nuevo exilio.
Atento a las reglas del género, la épica adquiere un carácter de peripecia que raya lo absurdo, con Nikifor Ivánovich estafándolo para darle más y más alcohol (el vodka que llevaba, la última botella de ron que guarda como as en la manga) a él y a los ostiacos, o sea, los habitantes de una porción del territorio que compone la Siberia Occidental. Personas que sorprenden al revolucionario con sus costumbres tan distintas del mundo ruso, del cual sólo toman el vodka, el dinero y las malas palabras.
Por lo demás, todo es registrado casi a la manera de un antropólogo que intenta entender la lengua, las costumbres y hasta los códigos de esos lugares donde las mujeres se tapan el rostro frente a la mirada ajena, aunque se encargan de todas las tareas vitales (incluso, de la caza); en donde las viviendas, precarias y llamadas chum, se abandonan a medida que es necesario moverse de un lugar al otro; y en donde los niños actúan con cierta felicidad en ese sitio cuya idea de una temperatura razonable es de -25 ºC.
La fuga de Siberia en un trineo de renos, por primera vez traducido al castellano, es un libro que muestra la “poesía vital” de un hombre que representa la unión necesaria entre literatura y acción, que muestra en carne propia los ideales precisos de la Revolución Rusa, y que tiene en este trabajo temprano (publicado en el mismo año de los hechos bajo el seudónimo “N. Trotsky”) un manejo coherente de las formas en función de lo que se quiere contar: la satírica decadencia del mundo imperial, la necesidad de las medidas drásticas y aventureras en busca del cambio histórico y la sorpresa de descubrir, con su cuota de ironía (casi podríamos decir: necesaria para la supervivencia), un mundo totalmente nuevo y ajeno.
En algún punto, los revolucionarios escritores siempre mostraron esta inclinación por la literatura de aventuras, como el “Che” con sus diarios atravesados por la lectura de Jack London. Pero, en Trotsky, a esa forma se suma la perspectiva íntima y el sentimiento de azoramiento frente al frío blanco siberiano, la simpatía que se siente por los renos y por un conductor borracho que hay que despertar cada tanto en pleno movimiento, o el azoramiento provocado por las poblaciones más alejadas de las luces citadinas, con sus extrañas costumbres, que despiertan a la vez compasión y rechazo. Trotsky vivió y sintió, en lo que cuenta en este libro, aquello que señaló en Literatura y revolución como la necesidad primera de la creación literaria del porvenir: “El hombre nuevo no puede ser formado sin una nueva poesía lírica; pero, para crearla, el poeta debe sentir el mundo de una manera nueva”.