Dat García usa el tránsito pesado para relajar. A los 38 años, tiene un master de ir y venir entre Monte Grande y Capital. Cuando no era por la música, viajaba para estudiar psicología o relaciones laborales: dejó la primera por la segunda pensando que le iba a servir mejor en su trabajo en el aeropuerto. Ese lugar le encantaba –el perfume en el aire, escuchar inglés– aunque la hiciera levantar a las cuatro de la mañana. Y después no estaba solo la facultad, también estudiaba canto y saxo en el conservatorio. Se esforzaba porque sentía la presión de ser alguien en la vida, pero se desmotivaba cuando la cosa se ponía endogámica y previsible. “Para mí está todo tan unido que el mundo cerrado de una cosa me hace mal”, dice. Por eso cuando el padre la llamó a trabajar a la fábrica de embutidos familiar, aprovechó a volver a cambiar de carrera, por fotografía y diseño de indumentaria, y el conservatorio por la escuela de música electrónica.
Dat ahora se acostumbró a que su música “sea esto”. Hace ocho años era todo una búsqueda, cuando un taller de producción con Pedro –Chancha Vía Circuito– Canale le abrió la imaginación para empezar a integrar todo lo que había aprendido, la mezcla de músicas que la formaron –las coplas y el chamamé de la abuela, la madre experta en solfeo de guitarra, la época de saxofonista de bandas metaleras, la música tradicional de oriente medio de la otra abuela– y su historia emocional. Ermitaño interior (2014), lo primero que logró sistematizar, fue un viaje hacia adentro que le mostró su fachada de persona sana y buena onda que tapaba todo lo que en realidad la destruía. “Estoy iluminada por un ser que no sé quién es ni quiero saber”, cita el primer tema: “Es alguien que estaba ahí concentrado y me daba órdenes, y yo lo tenía que alimentar y cuidar, le ponía toda la intención a ese ser que siento que salió y soy yo”, dice.
Cuando empezó a girar la rueda –Grant Dull de las míticas fiestas Zizek la invitó a entrar en el sello y la comunidad de la cumbia digital–, Dat se enfermó: “Sentía que había algo que no podía sacar, un ahogo. Después empezó la tos”. Constante durante cuatro meses, y un picor en el pecho que se rascaba dormida o distraída: tenía una cicatriz que parecía una cirugía de corazón. Eran tumores en la garganta, el cuello, el mediastino, y al final donde la pincharan. Se trató con medicina estándar y alternativa, sin dejar de trabajar, de manejar, de vivir sola, sin postergar el siguiente álbum que iba a editar ZZK Records. Lo terminó de grabar internada, en una habitación sellada con buena acústica: “Me llevaba los sintes, la compu y los micrófonos en un changuito de compras. Me lo tomé como un retiro”. Fueron quince canciones que mezclan “cosas folklóricas” con sonidos y patrones trip hop y drum and bass, voces anfibias entre el recitado y el rap. Maleducada (2017), lo nombró llegando al final del proceso, “cuando comprendí que lo que me enfermaba era mi mala o escasa educación emocional, una ‘yo’ muy obediente a una bajada de línea, siempre tratando de complacer a los demás a cuestas de mi propia existencia”.
Dos meses después de salir de quimio, todavía con el olor metálico en la nariz, quedó embarazada la primera vez que le gustó un varón. Un embarazo improbable y de riesgo para la ciencia, Dat lo pasó espléndida, yendo a nadar a tres días de parir. Antes del cáncer y de la bebé, Grant le había nombrado los festivales a donde tenía que ir para impulsarse como artista. Ocurrieron en el orden en que los dijo, Dat anota todo: es muy mánager de sí misma. Salió de gira con la bebé, aprendió a confiar su cuidado para poder seguir concentrada en el trabajo, aprendió qué actividades de todo lo que comprende su música son las propicias para compartir con su hija. Coserse el vestuario, por ejemplo. Hay fotos de una de sus últimas presentaciones detrás de la compu – “muy pálida, muy pelada, hinchada, parecía un alien. Un momento muy zen”–, mientras hacía su transición entre productora y performer: “Me dí cuenta de que el mensaje era más cantar y poner el cuerpo y corrí la mesita”.
No es que le guste la ropa sino que no le gusta la que le venden –en Monte Grande siempre fue una rara por sus atuendos–, pero sí necesita estar acicalada, vestida y peinada, para sentirse bien: “Es cómo hablo, siento que me hace feliz”. En los últimos meses no paró de trabajar para su tercer disco, y no teme al choque que pueda producir su nombre, ni impulsivo ni súper evaluado, Las fuerzas almadas. Con sintetizadores, bombo legüero, kalimba, charangos, ronroco y muchos efectos de voces, venía haciendo canciones en la casa y en habitaciones de hotel, aparentemente desconectadas, pensando en palabras “perdidas en batallas mentales”, asociadas al mal y la oscuridad, como “armas” o “fuerza”. “Un día soñé con Björk al frente de una guerra en Japón, como en una peli de época, y me desperté con la frase ‘las fuelzas almadas’, como cuando sos un niñe e imitás el japonés”, cuenta.
Cejas rectas, trenzas largas, torso con seis tetas, cables de alimentación: los trajes que inventó también parecen salidos de un sueño, y algunas imágenes de los videos lo son, como la de ella crucificada vestida con un burka. Filmó cinco al hilo sin presupuesto: son fotográficos y crudos. Por ejemplo, una habitación blanca donde solo hay un colchón y ella de vestido corte antiguo tipo comunión, en “Cada uno con su bandera”, una “chacarera trans metalera” que celebra el deseo y la autenticidad, lo heterogéneo versus lo hegemónico: “Ese lugar del falso confort costumbrista frente a las periferias donde habitan las singularidades que nos gratifican”, dice. O vestida de quince sentada en frente de una res, después casi desnuda con la res colgada arriba de un fuego, en el “mantrap” “Ser humano”. Dejó el trabajo fijo para enfocarse en la música y empezó la pandemia. Con todo lo aprendió a hacer en la vida, Dat se las arregla. En una casa con siete gatos, últimamente sale al jardín y piensa: “No voy a estar más acá”. De a poco, mentalmente, ya se empezó a mudar a Capital, más cerca del padre y la escuela de su hija, pero también de lo caótico y espontáneo que le gusta, le mueve las células, la hace ser su propio tipo de animal.