Desde Cannes
Con el aterrizaje en la Croisette de Top Gun: Maverick, el Festival de Cannes puso al comando a Tom Cruise, a quien le dedicó no sólo una función especial fuera de concurso de la secuela de su famoso hit de 1986 sino también, en menos de 24 horas, toda una serie quizás descomedida de homenajes: una Palma de Oro de Honor, una charla pública en la enorme Salle Debussy y hasta una suerte de “Bienvenida” con un video de casi diez minutos de duración en el que se lo celebra desde la primera hasta su última película, con apoteósica música final a cargo del “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss. Y como si todo eso fuera poco, mientras Cruise y todo el equipo de la nueva Top Gun escalaban la famosa alfombra roja del Palais des Festivals, en el cielo ocho aviones de una escuadrilla aérea de las fuerzas armadas francesas sobrevolaba a bahía de Cannes mientras dibujaban en el aire la bandera tricolor. There's No Business Like Show Business!, hubiera dicho Irving Berlin.
Es verdad que Cruise no venía a Cannes desde hacía 30 años, cuando estuvo en competencia con Un horizonte muy lejano, coprotagonizada por su pareja de entonces, Nicole Kidman. Y que hoy por hoy no hay en todo el devaluado firmamento de Hollywood una estrella con un poder de convocatoria de público semejante: cada uno de sus estrenos se convierte en un acontecimiento en sí mismo. Por allí habría que buscar las razones de este “coup de foudre” de Cannes con Cruise, porque el festival impulsa denodadamente la vuelta al cine en las salas y el actor y productor hace exactamente lo mismo, sin duda en una línea muy distinta, pero con el mismo objetivo.
Cursi, autorreferencial, poblada de guiños y vueltas de tuerca argumentales que remiten a la película original de hace 36 años, Top Gun: Maverick es casi un viaje por el túnel del tiempo, con una estética deliberadamente “ochentosa”, donde más de una escena parece concebida por el director Joseph Kosinski a la manera de un videoclip. Ya sea que Maverick confraterniza con los jóvenes pilotos a quienes debe entrenar para una misión suicida o se vuelve a ganar el corazón de un viejo amor (Jennifer Connelly), siempre hay allí una oportuna canción de Lady Gaga para animar el momento. Y la misión en sí misma, contra una base de una potencia enemiga indeterminada pero que se da a entender que difícilmente pueda ser otra que Rusia, es casi un regreso al manifiesto futurista: una celebración del vértigo y la velocidad por sí mismos, con los cromos punzantes de los aviones caza de la Marina estadounidense elevándose fálicamente hacia el cielo.
Mientras tanto, sin pompa ni circunstancia, un maestro del cine italiano, Marco Bellocchio (82 años), presentó fuera de concurso, en la nueva sección Cannes Premiere, una miniserie producida por la Rai. ¿Pero cómo? ¿Ahora hasta Bellocchio –el director de clásicos como I pugni in tasca y Salto al vacío- hace series? ¿Es que acaso, finalmente, el cine ha muerto? Con Esterno notte, inspirada en el secuestro y asesinato del legendario dirigente de la Democracia Cristiana Aldo Moro, Bellocchio demuestra que no, que no es indispensable rendirse ante la homogeneización de las plataformas. Confirma que él sigue haciendo cine y que la suya, en todo caso, es una película de seis horas de duración, y que por la complejidad de su tema y la multiplicidad de personajes requería de ese aliento épico. Que llega, hay que recordarlo, apenas después de su conmovedor documental íntimo Marx puó aspettare, estrenado aquí en Cannes en la edición del año pasado y que se convirtió en uno de los puntos más altos del reciente Bafici.
Hay una dimensión trágica, casi operística (como ya había experimentado en Vincere), que Bellocchio le confiere a ese momento clave de la historia política italiana. El 16 de marzo de 1978, un grupo de las Brigadas Rojas secuestra a Moro cuando iba de camino a una sesión del congreso italiano en la que se iba a votar un pacto de gobernabilidad de la Democracia Cristiana con el Partido Comunista Italiano. Un “compromesso storico” creación de Moro, convencido de que era el que necesitaba Italia para oxigenar su política después de 30 años de dominio de la DC, y mal visto no solamente por parte de plana mayor de su propio partido sino también por su amigo personal, el Papa Pablo VI, y por supuesto por la Embajada de los Estados Unidos en Roma, que veía con gran preocupación que un país miembro de la OTAN fuera cogobernado por una coalición que incluía comunistas “vasallos de Moscú”, como los denominaban sus detractores.
Con un pie firme en los acontecimientos históricos largamente documentados y otro en ese vuelo poético que siempre se permite Bellocchio, Esterno notte le da voz a cada uno de los protagonistas para que expongan su razones, en la que más de una vez la tan temida “razón de Estado” se impone sobre las necesidades de la democracia. Con gran libertad, a su vez, el director de Buongiorno, notte (2003), otra película notable donde ya había abordado tangencialmente el mismo tema, pinta la Italia de ese momento como una sociedad en estado de disolución, sumida en una locura cotidiana, que afecta tanto a los miembros de las Brigadas Rojas como a un gobierno inane, completamente superado por las circunstancias. Ni qué decir del Papa (el gran Toni Servillo), que ya moribundo durante los fastos de la Semana Santa, delira e imagina a su amigo Moro cargando la cruz por las calles de Roma por los pecados de un país entero.