El ex comisario Florencio Salcedo (h) estudió detenidamente el sable y la gorra que le ofrecía para la venta el sujeto que al contactarlo se había presentado como Hermes Iai. Con mucho cuidado, y devoto respeto, los depositó nuevamente en el maletín.
-Son originales -dijo-, aunque eso no es garantía de que hayan pertenecido al hombre; de todas maneras, a mi empleador le interesan las otras piezas del botín.
-Imposible, no están a la venta.
-Entonces es inútil seguir hablando, ¿no le parece?
-Ningún diálogo es inútil si no median las ofensas. Dígame, sólo por curiosidad, ¿cuánto estaría dispuesto a pagar por ellas?
Salcedo apenas podía distinguir las formas difusas del hombre, que permanecía oculto detrás de un biombo con paneles de fina tela blanca. Por la voz, dedujo que trataba con un anciano; y por las circunstancias, que estaba armado.
-Los ocho millones que le pidieron al partido como rescate- le respondió.
El viejo se echó a reír.
-¡Treinta y cinco años pasaron, diga! Hasta el dólar se devaluó en treinta y cinco años.
Salcedo intentó dar un paso hacia el biombo.
-Permanezca donde está –le ordenó la sombra. –Por favor– agregó luego.
-Estoy autorizado a ofrecerle hasta trece millones, cash, donde y cuando usted lo disponga. Pero no insista en regatear. No puedo darle más que eso.
-¿Regatear? ¿Para qué iba a querer yo regatear? No estoy en condiciones de conseguirlas. Ya es tarde. Perdí la velocidad y la astucia necesarias como para comprometerme a semejante tarea.
-¿No son suficientes trece millones para incentivarlo?
-Me tiene sin cuidado esa plata, no me queda vida para gastarla ni tengo a nadie a quién dejársela. Sólo necesito un poco, lo suficiente para esperar tranquilo mi hora. Llévese el sable y la gorra, son los del sepulcro, se lo garantizo, yo mismo los saqué de ahí. Ponga usted un precio y lléveselos. Podría revenderlos con buena ganancia, yo ya no tengo tiempo para especular.
El ex policía volvió a tomar el sable, lo sopesó. Los últimos trofeos que había conseguido para el coleccionista de fetiches eran los celulares usados por las personas que hablaron con el fiscal suicidado poco antes de que apretara el gatillo. Las reliquias de la Chacarita, según su parecer, también eran un buen botín; pero, para el jefe, el eje de aquel crimen habían sido las manos y Salcedo tenía el mandato, ahora que se había abierto el camino, de conseguirlas como sea.
-Ponga un precio, el que usted diga me parecerá bien– insistió la sombra.
Salcedo regresó el sable al maletín. Lo imaginó en manos de Perón, las mismas manos del balcón, la de los dedos hundiéndose en la tibia humedad de Eva, dedos electores, dedos en v.
-Parece un mendigo desesperando por monedas, me cuesta creer que usted haya planeado la profanación. Compórtese, al menos, como un enemigo digno del general.
-No me considero enemigo de nadie. Y no sé por qué piensa que fui yo quien comandó el operativo. ¿Por el nombre que elegí para presentarme? Fue lo primero que se me ocurrió, el más obvio para interesarlo. Siempre fui un simple subordinado. Aunque le confieso que disfruté interrumpir el descanso de ese traidor.
-¿Quién conserva las manos?
El viejo rió.
-Esa información le saldría diez veces más que la propia reliquia. Pero ya le dije que no me mueve la codicia. Sólo necesito algo de plata para que no me mate el hambre antes que el tiempo.
Salcedo dejó caer al piso un sobre blanco abultado y tomó la valija.
-¿Quiere contarlo?
-No hace falta, sé que me está pagando un precio justo.
Caminó hasta la puerta y, antes de salir, volvió a mirar hacia la sombra difusa.
-No alcanzo a descifrar si usted me da asco o pena – le dijo.
-Me tiene sin cuidado lo que piense de mí.
Bajó las escaleras y se metió al viejo Dodge 1500. El PH contaba con una única salida. Las construcciones linderas eran edificios de más de diez pisos; imposible para nadie, joven o viejo, escapar por los techos. Hasta el pulmón interno quedaba asfixiado por las altas paredes de las moles desangeladas.
Encendió un cigarrillo y abrió otra bolsa de pistachos; el piso del auto estaba cubierto de cenizas y cáscaras amarillas.
Un Ford Fairlane reluciente, como si no le hubieran pasado cincuenta años por encima, se detuvo delante del PH. El chofer bajó y abrió la puerta trasera; un anciano alto y flaco, pardo, de andar ágil a pesar de apoyarse en un bastón, de cabellos y bigotes blancos, salió del edificio y se metió velozmente al auto. La cara del viejo le resultó familiar.
Los siguió prudentemente hasta un chalet de tejas rojas de Villa Devoto, en el borde mismo de la ciudad; ahí no había mujer ni perro ni gato ni plantas que lo acompañaran -había hablado con un sujeto carente de afectos, de eso estaba seguro-, y el chofer ya se había marchado. De todos modos decidió esperar la noche para actuar.
Venció la cerradura de la puerta sin esfuerzo. En el interior de la casa el silencio era intenso; sólo se oía, de a ratos y como lejano, el paso de los camiones por la avenida General Paz. Le tomó unos segundos acostumbrar los ojos a la penumbra. En la mesa del living encontró el sobre con los dólares. Lo guardó en el bolsillo del saco.
Desenfundó la pistola y le enroscó un silenciador. A la izquierda estaba la cocina; a la derecha, el pasillo de los dormitorios. Acertó en la primera puerta que abrió. Encendió la luz y el viejo se sobresaltó. Dejó que lo mirara, que lo reconociera, que se formaran en su cabeza las preguntas que no le permitiría pronunciar y, apenas lo vio abrir la boca, le descerrajó dos tiros a quemarropa; el primero le perforó la frente, el segundo le voló la nariz.
Lo miró desangrarse sobre la cama. No lograba discernir todavía si sentía asco o pena por ese viejo milico de mierda.
Buscó por toda la casa algún indicio que le permitiera rastrear lo que su empleador deseaba. No encontró nada. No importa –pensó-, la identidad del viejo ya era una buena punta para empezar a desenrollar el ovillo. Antes de irse, empapó una toalla con la sangre del viejo y trazó con ella, en la pared de la cabecera de la cama, una enorme P entre los brazos abiertos de una gran V. Apagó la luz y salió.
Atravesó las calles vacías de Buenos Aires pensando en nada. Cuando llegó a Palermo, ya tímidamente clareaba; dejó el auto en la calle, no tenía ganas de abrir el portón del garaje. Tomó el maletín y entró por la puerta que daba al parque. Todas sus plantas dormían; excepto el limonero, que cada día sufría a esas horas el canto de un zorzal que había anidado entre sus ramas.
-Pájaro de mierda. ¿Con qué te manchaste la ropa, vos?
-Con los sesos de un gorila viejo.
-Uf, no sé si me da asco o pena.
-Dale, hacete el pelotudo, vos, así mañana mismo te hacho.
El limonero calló.
-No me hagás caso, tuve un mal día.
-Ya sé.
Siguió camino hacia la casa; si los hijos lo vieran hablando solo, lo encerraban en un loquero; pero los hijos estaban lejos. Muy lejos. El árbol lo llamó.
-Y ahora que querés.
-Viva Perón, boludo.
Salcedo sonrió con desgano, como resignado a que las plantas le tomaran el pelo.
-Viva- le respondió.