No importa cuándo leas esto: el Festival de la Solidaridad Americana será por siempre un nodo de conflicto en el análisis histórico de la cultura rock argentina. El género, que hasta ese entonces se había debatido en antinomias intrascendentes como “progresistas versus comerciales” o “rockeros contra blanditos” inauguró el 16 de mayo de 1982 una grieta que obligó a repensarse al rock ya no sólo como sujeto artístico, sino también como sujeto político: a partir de entonces, toda acción pasaría a tener una derivación social, cultural e ideologizada. Ya nadie podrá proclamarse inocente.
Caracterizar a la cultura rock argentina durante la última dictadura resulta aún complejo pues no existe consenso para definir el impacto de su ética y de sus estética. ¿Fue realmente una resistencia frente a la opresión? ¿Resultó ser todo lo contracultural que su “historia oficial” proclama? Cada ejemplo de persecución (Spinetta detenido, Gieco censurado, Narvaja amenazado, Almendra espiados) y dignidad (Los Violadoras cantando “Represión”, Serú Girán grabando “Canción de Alicia en el país”) encuentra limitación simbólica en la guerra de Malvinas como un recuerdo culposo: el rock argentino se volvió merecidamente popular porque tenía buenas bandas y buenos discos, pero también gracias a la autoprohibición de canciones en inglés que las propias radios se impusieron (sin la obligación de ningún decreto, tal como se cree) y al costo de tener que definirse “nacional”.
El Festival de la Solidaridad Americana es una metáfora muy poderosa acerca de todo esto porque exhibe la complejidad política del rock durante la dictadura, con sus tensiones hacia arriba pero también hacia abajo. Hacia arriba tensó con la dictadura, sus dispositivos y la puesta en escena de Malvinas como una exacerbación del nacionalismo a cualquier costo (incluso al costo de tener que “usar” al rock para desplegar ese discurso); mientras que hacia abajo tensó con su propia cultura, entre la que se incluye un público que legitimaba al rock como un discurso alternativo al oficial.
Entonces, uno se encuentra con el que el rock fue manipulado por los intereses del gobierno que encabezaba Leopoldo Fortunato Galtieri, pero en simultáneo reconocido por lo que podríamos llamar sus “bases sociales”: la gente que compraba los discos, asistía a los conciertos y --lo que no es menor-- esperaba de los artistas algo más que buenas canciones. Unas sesenta mil personas acudieron al predio abierto del club Obras Sanitarias a cambio de alimentos no perecederos, ropa y cigarrillos. Los donativos ocuparon unos cinco mil bolsos trasladados en media decena de camiones hacia rumbo desconocido. Sí se enviaron a las islas, en cambio, cintas con música de Raúl Porchetto, Rubén Rada y Celeste Carballo, aunque los ingeniosos mentores de la idea ignoraban que ninguna de las trincheras ocupados por colimbas en Malvinas contaban con pasacassettes.
La dictadura autorizó y promovió la realización de un festival que podría servir como propalador de su propio marketing, pero lo cierto es que luego distintos actores entraron a disputar la representatividad de un evento que no debe ser analizado por quién lo organizó, sino por quien finalmente ocupó la centralidad. ¿Fueron los militares y su estrategia de guerra? ¿Fueron los músicos que tímidamente abogaban por la paz? ¿Fue el público que levantó banderas argentinas como si fuera un partido de fútbol? ¿O fueron los sub-18 que celebraban no haber tenido que ir a la guerra como muchos de sus congéneres masacrados?
Charly García dijo: “Hicimos un festival por la paz y nuestro mensaje fue ‘paz, algo de paz, ¡no nos maten más, loco!’”. Representa a la posición más numerosa: aquella que reivindica la militancia pacifista que, por momentos, tuvo el evento. En la otra vereda, Rubén Rada reconoció sin vueltas que “muchos de nosotros sentimos que estuvimos colaborando con los militares”. Mientras que León Gieco (casi que la figura simbólica del evento a la fuerza de “Solo le pido a Dios”, compuesto en realidad cuatro años antes, en ocasión del conflicto con Chile por el canal Beagle), fue más autocrítico: “Haber participado del festival fue un error”. Pil Chalar, de Los Violadores, opinó desde afuera que “de tan fraternal, el evento terminó siendo fratricida”. Un mito dice que su banda y Virus se negaron a participar, aunque la primera nunca fue invitada y la segunda se bajó a último momento acusando la lesión de su baterista, tal como explicó el propio Federico Moura en los camarines de Obras.
Un mes después del festival, el gobierno militar firmó su rendición y aceptó la derrota en esa guerra que había iniciado el 2 de abril de 1982 antes contra una de las potencias militares más importantes de la historia de la Humanidad. Pero el rock ya había iniciado su irrefrenable curva de instalación popular como manifestación masiva e industria cultural. Así lo demostraron el fuerte incremento de discos vendidos (ese año Juan Carlos Baglietto alcanzó el récord de 70 mil copias con “Tiempos difìciles”), la vuelta de megafestivales de la mano del B.A.Rock, el arribo a los estadios de fútbol con Charly García y su estreno solista en la cancha de Ferro, y las inmejorables condiciones que artistas como Los Abuelos de la Nada, Los Helicópteros, Gustavo Santaolalla solista, Pedro Aznar, Suéter, Miguel Mateos/Zas, Los Twist, Memphis La Blusera, La Torre con Patricia Sosa y V8, entre otros, tuvieron para grabar sus discos debut entre lo que restaba de 1982 y todo 1983.
Tantísimos años después nos seguimos preguntando si la cultura rock argentina eligió la trinchera correcta en ese asunto. Si fue funcional o si en verdad se valió de dispositivos funcionales para inscribir sus propios relatos. Y más aún: si la centralidad narrativa del evento la ocupó la apología a la guerra o, por el contario, el llamado a la paz. Lo que nadie pudo negar, en cambio, era lo evidente: a partir de ese entonces el rock nacional se instituyó definitivamente ya no solo como un estilo musical o un fenómeno cultural, sino como un sujeto político. Incluso --y principalmente-- todo aquel que se precie de no serlo.