Los hombres de metal reflejando la luz del dios solar descendieron de sus embarcaciones, ancladas en el mar dulce y después de repartir piedrecillas multicolores, se dispusieron a talar los árboles, construir los ranchos y elevar un muro de tierra y una empalizada, ante la mirada azorada de los nativos, que los creían intermediarios de deidades astronómicas. Comenzaba el año europeo de 1515 y el pie que hollaba el suelo pronto a ser devastado, ofició la primera misa y los hombres devotos descubriendo su verdadera naturaleza, propiciaron el desencuentro inicial que terminó con ellos. Desgraciadamente, unos años después los hombres volvieron y Pedro de Mendoza fundó por primera vez la ciudad, imponiendo la cultura del blanco dios omnipotente, creador del cielo y de la tierra, inspirador de la Santa Inquisición y fundamento absoluto de la autoridad del rey, cuya sangre azul lo distingue de la sangre roja de los plebeyos. Una vez establecidos, el lenguaje de señas fue cediendo ante la transposición de una lengua que pronto se volvería mestiza: Cójanlas, cójanlas, ordenó Irala y maten a los que resistan. Los subordinados entraron en los toldos, mataron a los hombres y a los niños y violaron a las mujeres. Muchas de ellas fueron asesinadas y las que no, tuvieron un hijo guacho, por ausencia del hombre que siguió tras la leyenda del Dorado. Como es de rigor, ninguno se hizo cargo de sus acciones, venían en busca del oro y nada había en esa llanura, excepto las tolderías mínimas a las que consideraron desechables. Por supuesto, su ámbito, como había ocurrido siempre bajo otros dioses, no estaba exento de cuestiones incomprensibles. Luis de Miranda, uno de los cronistas, absorto ante la mala experiencia de su gente, no de los abusos que cometieron, escribió: "Todo fue de mal en mal, en punto desde aquel día". Las cosas que allí se vieron no se han visto en escritura... refiriendo a la ejecución de Juan de Osorio, acusado falsamente de traición y a la consumición de carne humana por parte de los civilizadores, a causa del sitio del lugar por los Querandíes y Guaraníes. Dadas las contingencias de la historia a través de los siglos, lo de nunca visto suena a un exceso; lo cierto es que Francisco de Irala y el lugarteniente Ayolas dieron rienda suelta a todos sus amigos para que destruyesen las poblaciones aborígenes y les cogiesen mujeres, hijas y lo que fuere por la fuerza. Sorprendida de seguir viva, Neyen siguió tendida en el fondo del barranco donde había sido arrojada después de haber sido sometida. Le dolía todo el cuerpo por la golpiza recibida y sus piernas cedían a un ligero temblor que la obligó a ovillarse, tratando de no oír los estertores de su gente, las corridas, el crepitar de las llamas y el estruendo de los arcabuces que concluían la tarea perniciosa. Fingiéndose muerta aguardaba con ansiedad el silencio. Cuando lo escuchó, abrió con temor los ojos, miró a sus costados y por primera vez sintió al paisaje como un agravio de los sentidos. Se habían extinguido las imágenes colmadas de significado y las que precedían inmediatas a la creación inexpresable, ahora se reabsorbían en el horror de una cronología incipiente que borraba las vivencias ancestrales y el continuo del pasado. Ya no era el rumor clamoroso del río, ni la belleza de sus islas, ni los dones del bosque generoso, porque los dioses de la naturaleza le demostraban a través de esos hombres incomprensibles, una brutalidad despiadada que Neyen desconocía. Con esfuerzo, se levantó para lavarse en las aguas del río que diluía la exigua vertiente roja de su gente, tan rápidamente que deseó diluirse con ella. Pese a todo, se dirigió hacia la provisoria toldería para comprobar con espanto, la escena de muerte desparramada por su tierra ultrajada. Paralizada en el centro de la desesperación, oyó un gemido que parecía provenir del pajonal lindero. El cuerpo de una joven mostraba las laceraciones que le provocaron la muerte y un poco más allá, un niño gemía. Contrariando sus costumbres, Neyen lo tomó entre sus brazos, tratando de entibiar el cuerpo aterido y se dio a caminar, al principio sin rumbo y más tarde reorientada por la larga hilera de arbustos que conducían a otras aldeas. Sin embargo, rápidamente comprendió que el niño no despertaría y debería devolverlo a la tierra, que desgarró con sus manos, a los pies de una Araucaria para que el espíritu del niño transmigrase al espíritu del árbol. Decidió no detenerse. Recorrió los campos ocupados por maizales alternados con bosques de sauces y espinillos. Fatigosamente arribó a la primera aldea  en la que no había vestigios de vidas, sólo un hedor residual que provenía de algunos cuerpos amontonados en el fondo de un cañadón lateral; señal inequívoca del paso de la Cruz omnipotente. Extenuada se tendió al amparo de un árbol. Tratando de atenuar la sensación desconocida, que se revolvía en su estómago y amenazaba a su hálito sesgado, penetró en el sueño donde el hombre de negro advertía con soberbia: "Vuestro tiempo ha concluido, Infieles, y vagareis como aquellos que no tienen sepultura". Después levantando una copa, asombrosamente consumía sangre y carne humana, sin padecer de hambre y de sed que lo obligasen. El fragor de la lluvia la despertó. Neyen la recibió con agrado porque lavaba su deshonra, cuyo signo engrosaba su vientre... Había transcurrido la noche y se dispuso a seguir, no sin antes extraer la salicina del sauce, que tomó para paliar los reclamos de su cuerpo y arrancar los cardes para apaciguar los rigores de su rigurosa travesía. Un tiempo de destemplanza se abatió sobre los hechos ulteriores que se tornaron inexplicables. Primero fue el fantasma del Chamán que le sugería seguir hacia la "Tierra sin mal", donde no existe la muerte y más tarde, nueve lunas más tarde, recostada sobre el fondo de una vasta noche inefable, algo milagroso ocurrió. Quizá a causa de la fiebre urdida por los haces de la luna, vio o imaginó un yaguareté que se acercó hasta olfatear su cuerpo sudoroso y henchido. El animal se recostó a un costado como custodiando su reposo. Neyen entendiendo que era uno de sus dioses agónicos no pudo demorar el trabajo de parto y hacia el alba, alumbró al niño de color moreno. Neyen lo acunó con tibieza reverenciando el nuevo fruto de su tierra grave y doliente. Desde lo alto de una araucaria, el canto inesperado de un pájaro pareció saludar el misterio de la vida.