Desde Venecia
El jurado de la Bienal premió doblemente al arte alemán entregándoles los Leones de Oro por una parte, a la inquietante obra de la joven artista Anne Imhof (nacida en Giessen, en 1978; vive y trabaja en Frankfurt), que ocupa la totalidad del pabellón de su país; por la otra, a la obra colorística y poética de Franz Erhard Walther (nacido en la ciudad de Fulda en 1939, donde vive y trabaja).
Ambas obras toman al cuerpo como lugar de reflexión. En el caso de Imhof, se trata del cuerpo en máxima tensión. Por fuera del pabellón, mientras hacemos la fila para entrar, hay enormes jaulas con perros doberman, que inevitablemente aluden al pasado ominoso del estado nazi o, más cercanamente, a cualquier estado policial. La vigilancia, el control social y migratorio son materia de la más caliente actualidad.
Una vez adentro, hay salas donde se realizan performances: grandes espacios con lavatorios, mangueras, mesadas con jabones, algún redoblante, micrófonos, cables, ventanales y algo de “arte” colgado en las paredes. En fin, un lugar de funciones múltiples y ambiguas.
Lo primero que se advierte al ingresar al pabellón es que hay un doble piso y que caminamos sobre placas de cristal resistente. A un metro del piso original. Al mirar para abajo, somos espectadores de varias escenas que suceden bajo el cristal. Performers/actores, mujeres y hombres, llevan a cabo una serie de acciones: se desplazan, se arrastran, dibujan, se mueven, interactúan, emiten sonidos, dramatizan. Y todo sucede bajo las suelas de nuestros zapatos. Es muy inquietante, muy incómodo y opresivo. Los performers están encerrados en ese doble piso y desempeñan roles en cautiverio. Por momentos, alguna escena de intercambio llama la atención de los visitantes y todos se agrupan alrededor de tal escena que sucede debajo. Grandes ventanas/aberturas dan hacia las salas descriptas más arriba, donde, cada tanto, se presentan performances.
En el caso de Walther, las obras pueden apreciarse en los arsenales, en una sección donde sus piezas de pared y de piso están en muros enfrentados, con un gran pasillo por medio, en el que se encuentra una instalación del artista argentino residente en Londres Martín Cordiano (1975).
Antes de visitar la Bienal (y de saber que Walther resultaría premiado con el León de Oro) quien firma estas líneas pudo visitar una enorme retrospectiva del artista alemán en Madrid, en el Palacio Velázquez, que depende del Museo Reina Sofía y está ubicado dentro del bellísimo y apacible Parque del Retiro.
En esa muestra madrileña, titulada Un lugar para el cuerpo (la primera retrospectiva de Walther en España) es posible comprender mucho mejor la obra del artista, a través de sus dibujos, pinturas, afiches, objetos, tipografías, esculturas, textiles e instalaciones, desde los años cincuenta hasta el presente.
Su trabajo desde los comienzos anticipó y reflexionó acerca de buena parte de los problemas formales, materiales y conceptuales del arte contemporáneo. Junto con aspectos puramente lingüísticos (tanto del lenguaje articulado, alfabético, como del lenguaje artístico) y materiales, la obra se centra en pensar las escultura de tela como lugares para el cuerpo. Obras transitables, recorribles, habitables, al mismo tiempo que lo hacían artistas brasileños como Hélio Oiticica y Lygia Clark.
En sus coloridas esculturas de tela, a través de las costuras, pliegues y formas, todo es inequívocamente pensado en relación con la escala corporal, la vestimenta, los accesorios como almohadones y almohadas. Walther es un artista muy conciente de la relación de la obra con el espectador y, según propone, sus piezas suponen “activaciones”: acciones con el público. Sus piezas, como el cuerpo, oscilan entre la fortaleza y la fragilidad.
Es curioso, como síntoma de la endogamia que supone el mundo del arte, que mientras desde el 6 de abril se exhibe esa magnífica retrospectiva de Franz Walther en el Museo Reina Sofía, el director de este museo, Manuel Borja-Villel (MB-V), presidió el jurado de la Bienal de Venecia que otorgó el 13 de mayo el León de Oro al artista alemán quien, hasta el 10 de septiembre, sigue presentando su gran muestra en el museo dirigido por MB-V.
Pero lo más deslumbrante de la bienal está fuera de la bienal: se trata de Tesoros del naufragio de lo increíble, la doble exposición del británico Damien Hirst (1965) en el Palacio Grassi y en la Punta della Dogana, bajo la curaduría de Elena Geuna.
Es la primera vez que estos dos lugares tan importantes dedicados al arte contemporáneo (ambos del magnate y coleccionista François Pinault) presentan simultáneamente la obra de un mismo artista. Es una jugada mayúscula para una muestra perfecta. Perfecta, a pesar de la arrogancia que destila y de la obscenidad del dinero que supone gastó el artista (se especula con que la movida le costó más de setenta millones de dólares). Un deslumbrante cuerpo de obra que le llevó diez años realizar.
La doble exposición tiene la estructura de una ficción: el espectador es recibido por una película documental en donde se registra el rescate submarino de los tesoros que iban en la nave “Apistos” (cuya traducción aproximada del griego antiguo es “Increíble”) que naufragó hace dos mil años en la costa africana. La enorme colección de unas 200 piezas de todos los tamaños, más monedas, joyas, objetos, etc, se supone que perteneció al esclavo otomano liberado durante el imperio romano, Cif Amontan II.
El supuesto rescate sucedió en 2008 y ahora Hirst presenta (a lo largo de cinco mil metros cuadrados) cada obra con el respectivo texto explicativo y el testimonio ad hoc: las fotografías submarinas que demuestran el hallazgo y rescate de cada obra.
Hirst se pone en el bolsillo toda la historia del arte antiguo: oriental, azteca, romano, egipcio, etc., más toda las mitologías y las religiones correspondientes. Las piezas, por haber permanecido tanto tiempo en el fondo del mar, “lógicamente” están cubiertas de corales, petrificaciones estratificadas de algas y líquenes y demás formaciones y excrecencias.
Junto con los increíbles aunque impecablemente verosímiles hallazgos, realizados en piedra, oro, plata, malaquita, jade, etc., de pronto se cuelan, cubiertos de corales, imágenes de personajes de Disney (Mickey, Goofy, o personajes de El libro de la selva), de Game of Thrones; también hay barbies, una diosa con la cara de Kate Moss, o algún autorretrato del artista.
Pero lo más impactante es la escultura de proporciones épicas que abre la exposición en el patio central del Palacio Grassi: un coloso de casi veinte metros de altura, tomado de una imagen de William Blake, “La exuberancia de la belleza”, como parte de su obra El matrimonio del cielo y el infierno.
La impresionante exposición de Hirst, ‘fabricada’ de punta a punta por el artista y su equipo, al mismo tiempo que interpreta a Venecia como un parque temático y a la bienal como un efecto del turismo, analiza y reescribe con mucho sentido del humor la historia del arte (de su circuito y mercado), la arqueología, el modo de exponer y montar en los museos; la crítica; incluso analiza y recrea un gift shop como lugar destacado de toda exhibición. No deja en pie ninguno de los aspectos del sistema del arte, sus valoraciones y valuaciones.
En la Punta della Dogana, la muestra comienza con la elocuente frase “La verdad yace en algún lugar entre la mentira y la verdad”, lo que se acerca a la definición de la “ficción”. El artista precisa su poética en otra frase que es un anagrama de su nombre: “In this dream” (“En este sueño”).