Desde Cannes
Dentro de la Comunidad Europea, las siglas R.M.N. designan a las matrículas de los autos de Rumania. Y sobre Rumania en el contexto de Europa, sobre su compleja identidad nacional y sus difíciles relaciones de pertenencia, habla de modo muy elocuente R.M.N., la nueva película de Cristian Mungiu, que durante el fin de semana elevó el nivel desparejo de la competencia oficial de la 75 edición del Festival de Cannes.
Ganador de la Palma de Oro 2007 por 4 meses, 3 semanas y dos días y del premio a la mejor dirección por Graduación (2016), Mungiu es un cineasta recurrente en Cannes, que le ha ofrecido la oportunidad de presentar sus relatos en forma de espejo de la sociedad rumana, desde los años de la dictadura de Ceausescu hasta los del brutal capitalismo de mercado que le siguió. Ahora en R.M.N., Mungiu aborda el tema de la inmigración y la creciente xenofobia que despierta en una porción importante de la población. Población que paradójicamente también busca emigrar a países más ricos de la región, donde a su vez ellos son discriminados.
Así precisamente comienza R.M.N., en un matadero de Alemania, cuando Mathias -el protagonista de una película que poco a poco, hasta su secuencia medular, se vuelve coral- debe dejar su trabajo porque no puede contenerse y golpea brutalmente a su capataz cuando éste lo llama “gitano”. El regreso a su pequeñísimo pueblo de provincia es penoso. Allí no hay trabajo, o el poco que hay se paga apenas con un salario mínimo, que no alcanza. Y su mujer no quiere ni dejarle atravesar la puerta de su casa, porque sabe que Mathias la engañaba con la administradora de una fábrica de pan, la única fuente de trabajo del pueblo. Es allí donde llegan tres inmigrantes de Sri Lanka que se conforman con la paga que los rumanos rechazan. Pero que no admiten que esos extranjeros a quienes consideran sucios solamente por el color de su piel (las manos negras tocando el pan blanco son todo un problema allí) ocupen los puestos que ellos se niegan a tomar. Y tampoco les permiten ingresar a la iglesia local, porque los consideran “musulmanes”. De nada sirve que expliquen que ellos también son cristianos, como todos los del pueblo, que a su vez es mucho menos homogéneo de lo que parece.
Esa diversidad quedará expuesta de la peor manera posible, en una asamblea local para exigir la expulsión de los extranjeros y que Mungiu resuelve de manera magistral, con un plano-secuencia de 17 minutos sin cortes, una toma fija que registra al conjunto sin perder los detalles. Allí aparecen los que se afirman como auténticos rumanos y los que se reivindican húngaros (porque la frontera está cerca). Todos ellos a su vez, no dejarán de imprecar tanto a los “gitanos” (de origen romaní) como a los europeos de países desarrollados, como ese francés que participa de la asamblea porque está de paso en el pueblo como investigador de una ONG dedicada a la preservación de la fauna local. “Ustedes hacen ciudades y autopistas y quieren que nosotros seamos el zoológico de Europa”, le grita alguno de los que se pretende heredero de la antigua Dacia.
Lo que debilita en parte a R.M.N. es el carácter programático del film, que no puede ocultar su intención de hacer un cine de tesis, con un guion que va uniendo las líneas de puntos hasta conformar la figura final. No es el único caso este año en la competencia oficial de Cannes, con films de escaso riesgo artístico, salvo la excepción de Eo, el film OVNI que el polaco Jerzy Skolimowski trajo al festival y del que Página/12 ya dio cuenta. Un problema similar al de R.M.N. –esa necesidad imperiosa de hacer una declaración de principios-- tiene Holy Spider (Araña sagrada), la nueva película del director iraní radicado en Suecia Ali Abassi.
Ganador de la sección Una cierta mirada con su estupendo film inmediatamente anterior, Border (2018), que ahora le permitió el “upgrade” a la competencia oficial, Abassi había demostrado hasta ahora una inclinación hacia un cine de cierto corte fantástico, que aquí en Holy Spider deja atrás en función de un realismo que no reniega del cine de género. La peculiaridad de su nuevo film radica en que está inspirado en un caso real ocurrido en su país natal: el de un asesino serial que dos décadas atrás mató a 16 prostitutas en Mashhad, ciudad considerada “santa” en Irán.
Aquí no se trata, sin embargo, de descubrir al asesino, a quien el espectador conoce desde los primeros minutos del film. El suspenso en todo caso está sostenido en la investigación que lleva adelante una periodista que por el solo hecho de ser mujer tiene delante de sí todos los escollos imaginables en una sociedad teocrática y misógina. De hecho, queda claro desde el comienzo que el primer motor del asesino –un veterano de guerra que no se perdona haber conservado la vida en lugar de morir como un mártir- es la necesidad de “purificar” su ciudad. Limpiarla de mujeres que venden su cuerpo y se drogan no demasiado lejos de donde los hombres –esos mismos hombres que son sus clientes—se dedican a las alabanzas al Imán y a las oraciones a Alá.
Lo que hace la periodista no es otra cosa que confirmar lo que ya suponía: que la policía local no investiga demasiado porque no tiene problemas en que un psicópata haga por su cuenta el trabajo sucio, y que a las autoridades religiosas tampoco les parece demasiado mal que un fiel ponga orden en las calles de la ciudad. La sorpresa de la periodista será otra: que gran parte de la sociedad convierta al asesino en un héroe.
Narrada con una eficacia irreprochable, Holy Spider (el título alude al apodo que el asesino se ganó en la prensa de la época) denota sin embargo cierto retroceso en el cine de Abassi, que con esta película se vuelve más prosaico. No sólo se extraña la ambigüedad, el misterio que animaban a Criaturas de la noche (2008) y Border (2018). También pesa esa voluntad, un tanto subrayada, de poner a una heroína en chador enfrentándose ella sola a una estructura de poder de un machismo a ultranza. Ahí también –como en R.M.N.- se deja ver el mensaje antes que las virtudes del mensajero.