En diciembre, cuando murió Joan Didion, alguien dijo que fue la escritora que revalorizó la literatura del duelo. En el libro El año del pensamiento mágico, Didion cuenta la historia de cómo su vida cambió con la muerte de su marido, siempre tan de repente como lo es toda muerte, aunque sea anunciada. Es el intento desesperado por entender, por encontrarle cierta lógica, cierta racionalidad a la muerte. También es un intento de no caer en la autocompasión en la que tan fácil nos deslizamos los vivos cuando perdemos a quienes queremos.

En estos dos años pandémicos la presencia de la muerte se hizo cotidiana y convivimos, aun sin saberlo o sin valorarlo, con el dolor de mucha gente que quedó en estado de pérdida. A pesar de este contexto, nos cuesta mucho hablar del dolor que nos provoca la muerte. Es difícil hablar como adultos de algo que nos devuelve a la infancia; necesitados como quedamos de un amor, de una presencia, que ya no es ni volverá. “Al final no había nada, nadie entre mi persona y ese negro espacio que es el mundo”, dice la protagonista de Autobiografía de mi madre, cuya madre se murió cuando ella nació.

Escribir sobre los muertos también es parte de procesar la pérdida. Para muchos es más fácil escribir que hablar. Supongo que es porque aun en este momento no estamos preparados para escuchar sobre la muerte. ¿Cómo escuchar del cráter que provocó su pérdida? ¿Cómo acerca del espacio infinito que una persona podía ocupar en nosotros?

Por otro lado, cuando el que se muere es ajeno --especialmente si “tiene edad” para morir--, vemos ese episodio como algo natural. En cambio cuando el muerto es “nuestro”, la perspectiva cambia radicalmente. ¿Cuál es esa edad? ¿Por qué debería morirse?

Cuando murió mi madre, hace casi tres años, leí unos cuantos libros sobre el tema. Me acordé de Una muerte muy dulce, en el que Simone de Beauvoir relata los últimos tiempos y la muerte de su madre y me sentí reconfortada encontrando lo que pensaba: “es inútil pretender integrar la muerte a la vida y conducirse de modo racional frente a algo que no lo es”. No quería que me dijeran que la muerte es parte de la vida, que es un ciclo natural, etc. Aunque lo sea. Quería escuchar una voz dolida como la mía que entendiera como yo que “no existe muerte natural: nada de lo que sucede al hombre es natural puesto que su sola presencia cuestiona al mundo. Todos los hombres son mortales: pero para todos los hombres la muerte es un accidente y, aun si la conoce y la acepta, es una violencia indebida”.

Devoré un libro exótico que hablaba sobre las distintas formas de velar en el mundo e intentaba recuperar experiencias que hicieran más humana la despedida; algunas de lo más lejanas a nuestras prácticas, como incendiar al cuerpo en piras, enterrarlo en un bosque donde después nacerían árboles, o convivir con él durante días como hacen en una región de Indonesia.

Se habla de cuerpos. “El cuerpo se está descomponiendo”, puede decir una llamada de la casa velatoria. De un instante a otro dejamos de hablar de personas, de madre, padre, hermano, tía. Un extraño juego del lenguaje que corta con el lazo que nos une a esa persona, como si temiéramos que nos lleve con ella. Se habla de restos. Peor aún.

Me obsesionaban las lecturas sobre lo que pasa después de que la gente muere. Hay quienes dicen que en realidad el espíritu o el alma sigue presente durante días, o tarda no sé cuantas semanas en irse. Me preocupaba entonces por lo que dije a los pies de la cama estando mi madre moribunda.

Leí libros sobre por qué enfermamos. Seguía buscando respuestas durante esos primeros tiempos de pensamiento mágico, como diría Didion, en los que dormía salteado y soñaba que ella volvía a morirse, que resucitaba para retarme, que comíamos unos sanguchitos o que me llamaba desde no sé dónde --con su tono, su modulación--, como solo ella hacía.

Repasé a muchos otros autores y autoras hasta que en algún momento dije basta para mí. Sin embargo, me quedó cierto cariño a esta literatura y ahora tengo un radar especial para detectarla y entrar a ella sin espanto. Algunos hablan sobre su padre o su madre muertos como si hubieran sido perfectos. Me resultaron libros demasiado edulcorados. Yo estaba enojada con mi madre, no podía ser piadosa. ¿Por qué me había dejado?

Quizá porque sigo de duelo veo duelos por todos lados y todavía temo por las muertes cercanas futuras y por la familia que se extingue.

Hace unas semanas me regalaron el libro La primavera llegó en un carro tirado por caballos del japonés Riicchi Yokomitsu (1898-1947). No conocía a Yokomitsu pero el epígrafe de Yasunari Kawabata ("no sé qué será de tu alma ahora que has muerto, pero tu literatura vivirá por siempre") me tocó el corazón: primero la duda, y después alguna certeza de la que agarrarnos.

Yokomitsu publicó el cuento que da nombre al libro en 1926, cuando su esposa Kimiko acababa de morir. Es la historia de una pareja en la que la mujer está enferma de tuberculosis y cuya muerte es inminente. Me gustó todo ese entramado de peleas maritales a los pies de la cama de la enferma. La amenaza de la muerte no nos hace buenos.

Finalmente, pareciera haber alguna resignación en la pareja y cuando la primavera se adelanta en un ramo de flores que llega enviado por alguien que no conocemos, la mujer hunde su cara en ellas, como en trance, y nos provoca esa nostalgia de los pequeños gestos bellos de la vida, que no es otra que la de los vivos (¿O no?).

Hay libros que dan cuenta de una presencia concreta del muerto en nuestra vida. A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan, una investigación de la filósofa Vinciane Despret pone en duda que los muertos estén tan separados de los vivos como creemos. Lejos de la postura oficial y laica que dice que después de la muerte no hay nada y nos obliga a superar la situación lo antes posible, ella encontró que las personas tienen vínculos muy vívidos con sus muertos: les hablan, les preguntan, les escriben cartas, usan sus ropas, hacen cosas para ellos, reciben sus señales. Los muertos están activos, dice. Las personas “hacen lo que los muertos ya no saben hacer, transmiten mensajes que no pudieron transmitir, velan su memoria, hablan bien de ellos, hacen cosas en su nombre. Toda esa gente dice que lo hace porque debe hacerlo”, dijo en una entrevista durante su visita a Buenos Aires en 2017. Sabiduría popular, aunque en palabras de una académica abre otras perspectivas.

 

Todavía tengo algunas prendas de mi madre y puedo sentir su “olor a abuela”, como dijo uno de mis hijos cuando encontró un pañuelo de ella entre mis cajones. Y me reconforta haber salvado las plantas de su jardín, que hoy me acompañan y a veces me sorprenden. La presencia de los muertos en nuestra vida es real aunque no nos animemos a contar de ella. Tal vez los libros del pensamiento mágico son una oportunidad para hacerlo. Quizás la muerte de Didion, haya sido la excusa que yo necesitaba.