¿Hasta dónde puede llegar el extravío de quienes necesitan retroalimentar el odio como motor de sus intereses políticos? ¿O acaso el odio es un elemento constitutivo de la política frente al que, ya, cuando se desata con impunidad no parece haber barreras efectivas?
Esos interrogantes podrían venir a cuento de numerosas manifestaciones y episodios que llevan rato largo, y que no hacen más que acentuarse.
Un engendro que supimos conseguir acaba de declararse orgulloso como rubio de ojos celestes y portador de pene, para avisar que, de llegar a Presidente, liquidará de un saque al “Ministerio de la Mujer”.
Y otra figurita mediática, del espacio cambiemita que tarde o temprano terminaría por unificarse con el “libertario”, dijo que, si ganan las elecciones, a la provincia de Buenos Aires (a su conurbano) debe entrarse con metralleta y listo. Dijo “metra”, para ser textuales y como para dejar claro que es una chica de armas tomar que maneja terminología popu o fierita. Por supuesto, lo aseveró ante el asentimiento o atenta complicidad de sus interlocutores.
El Censo era una oportunidad de bajar un cambio y aceptar que está bueno. Que solamente a un trastornado se le ocurriría cuestionarlo de base.
Saber qué cantidad somos, de qué manera estamos repartidos según distritos representados de cuál modo; precisar bajo qué condiciones se vive; indagar sobre acceso a servicios básicos y acerca de pueblos originarios, afrodescendientes y diversidades. Etcétera.
Naturalmente, habría lugar para señalamientos negativos en torno de cantidad y calidad de preguntas que pudieron faltar. Pero, para subrayar, sólo a desencajados y alborotadores de baja fusta se les prendería la lamparita de impugnar la herramienta en sí.
Hay comprobaciones censales desde antes de Cristo (primera dinastía egipcia), se efectúan en todo el mundo y, con diferentes modalidades, países como Francia redujeron de diez a cinco años el período entre un relevamiento y otro.
No. Tampoco pudo ser. Hasta el Censo cayó bajo la grieta promovida por los odiadores seriales.
Las cosas que se vieron y escucharon en la agenda publicada son de un nivel a prueba de todo estómago e (in)sensatez.
Una minoría insignificante de gente que no fue censada se transformó, mediáticamente, en la demostración de que se acabó en desastre.
Referentes comunicacionales, o algo de eso, se preguntaron “cuánta plata nos salió esto”, o esta pavada. Y otros, que al cabo son los mismos, llamaron a comprender que el Censo fue para sumar otro día sin laburar (la lista de atrocidades no se agota allí, por cierto).
¿Qué clase de ignorantes pueden formular asertos de este tipo?
¿O la pregunta será cómo es posible que haya lugar para decir barbaridades como ésas con total arbitrariedad, sin temor a la sanción social o, peor, con la certeza de que se puede ser avalado desde amplios sectores?
El odio es un componente de la naturaleza humana, claro; pero, cuando en política se lo estimula en reemplazo de administrarlo, el huevo de la serpiente queda o puede quedar a la vuelta de la esquina.
La televisión argentina, por ejemplo, es la más zafada del mundo.
No hay otra que entregue tanto material de polémicas, exabruptos, gritos, referencias sexuales, calenturas verosímiles o inventadas, además de provocaciones de toda índole. Algunas son muy divertidas y otras muy berretas.
Pedro Saborido y Diego Capusotto alcanzaron una cima inigualable en la mostranza burlona de ese circo, que Bendita refleja todas las noches con un magnífico trabajo de conducción, edición y sentido de equipo, riéndose de un medio al cual sintetizan con la capacidad de tomárselo mucho más en joda que en serio.
Los noventa menemistas inauguraron ese tiempo del zarpe, que se profundizó en casi todos los productos de entretenimiento general de la televisión abierta. Pero habían quedado relativamente “a salvo” los noticieros (al margen de haberse transformado en magazines, donde pueden dar lo mismo bataholas barriales de menor cuantía, e incluso chismografía farandulesca, que un hecho social o institucional de magnitud).
Y los programas políticos --siempre dicho en modo genérico-- también habían eludido esa lógica espectacularista a ultranza, que no debe confundirse con lo imprescindible de tener dinamismo, de introducir más y mejores elementos de atracción visual, de saber jugar con el humor.
Nada de engañarse: la televisión es show, como lo son las redes sociales. Y de lo contrario, no es. No son. Pero de ahí a que den igual unos analistas más o menos serios que cualquier impresentable que ve luz y sube, convocado por el minuto a minuto de la trifulca y del insulto a como venga, hay mucha diferencia.
Hoy, o hace bastante y con las excepciones que correspondan, el escandalismo abarca todo.
Y cuando decimos “todo”, casi a la cabeza están decisiones editoriales, figuras conductoras y una mayoría de paneles e invitados que conforman lo que “antes” estaba relegado a productos susceptibles de existir para eso. Para escandalizar.
Ahora, esa norma comprende al modo en que se entiende la política.
La oposición cambiemita, sin ir más lejos, tiene una señal televisiva propia (en términos accionarios, que jamás desmintieron como se debe desde que Esmeralda Mitre les pasó la factura).
Y tiene otra tan militante como ésa, en lo corporativo notablemente más grande; y un chiquitín menos obscena, pongámosle, siquiera para no pasar el papelón de que un Alfredo Casero los deje en orsay. Entre las dos señales, cierra una dupla comunicacional de violencia permanente, de agresión desorbitada, de ni tan sólo guardar formas de alguna elevación intelectual o periodística.
Asimismo, hay medios y programas oficialistas ingresados a la imagen de mostrarse pluralistas a través de excitar falsos debates, concluidos en ir a una tanda para calmar ánimos que, justamente, son los que quisieron provocar.
El negocio es ése del escándalo y es un ingrediente secundario que el encendido de la tele siga cayéndose.
Es de una gran pereza intelectual el reposo de decir que los pibes, o las franjas juveniles extendidas, ya no ven tele, ni escuchan radio, ni leen nada de nada que no sea correspondiente a sus pertenencias de tribus urbanas.
Y es igualmente de confort analítico resaltar que los programas políticos, y las publicaciones de ese tenor, los ven, escuchan o consumen cuatro gatos locos. Cuantitativamente sería correcto decir eso porque, en efecto, el rating y los parámetros técnicos revelan que “lo político” mide y se lee casi nada.
Pero no es así la forma de calcularlo en cuanto a su impacto y penetración social. En cuanto a cómo se construye el “sentido común” en su acepción de simplista, de vacío, de frases arrebatadas por la bronca.
No se trata de que tal o cual programa, o diario, o portal de noticias o de información política, miden poco. O un poco más, o un poco menos, que respecto de sí o del resto.
Se trata de que esos vectores alimentan a las redes, y las redes a ellos; de que las plataformas y los vehículos digitales expresan lo que el protagonismo mediático estipula bajo el caldo de cultivo social, con el rechazo a “la política” como factor determinante y creciente, inmensamente más allá de la pasión enfermiza de los medios por si el medidómetro de tal o cual programa, o invitado, o declaración, o provocación, da un punto o unos likes para arriba o para abajo.
¿Y quiénes ganan en esta lógica del escandalismo antipolítica que, sin perder de vista las excepciones, jamás se ocupa de las andanzas de los conglomerados empresariales que fugan las divisas, que forman los precios, que viven un momento de esplendor por los commodities agropecuarios y que aun así llaman a la defensa de la Patria y de la producción?
Debería ser la respuesta política más fácil de cuantas haya en los últimos tiempos.
Mientras tanto, el Gobierno y el Frente de Todos se caracterizan por persistir en una interna donde no hay vencedores posibles que no sean el enemigo.